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tribuna
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Romantizar la locura

La enfermedad mental no produce genios ni supone beneficio alguno para la vida de quien la padece. Carecer de recursos personales frente a una vida cada día más precaria no es algo bello, ni nos convierte en poetas ni artistas

tribuna Lola López Mondejar
Sr. García

Desde que el 17 de marzo de 2021 Íñigo Errejón llevara al Congreso la situación de la salud mental en España el tema no ha dejado de interesar a la prensa y a los medios de comunicación. Un interés que estaba prácticamente ausente antes de su famosa intervención, a pesar de las advertencias sobre la precariedad de los servicios públicos de salud mental que las asociaciones de profesionales y de familiares de enfermos psíquicos no cesaban de lanzar. Quizás fuese la intervención del diputado del PP que le gritó “Vete al médico” lo que llamó la atención de los medios en un mundo donde esta se centra en las noticias más espectaculares. Sin aquella frase de titular, el discurso de Errejón podría haber pasado desapercibido. Somos así de burdos. El caso es que desde entonces la salud mental de la población está presente casi cotidianamente en la prensa, y no solo en los diarios, sino también en los suplementos culturales.

Es evidente que poner el foco en la salud y la enfermedad mental puede tener efectos muy positivos, ya que podría traducirse en una revisión de las políticas sanitarias que incrementase la financiación en recursos materiales y profesionales que mejoren la asistencia, algo tan necesario en un sistema donde las listas de espera para la atención psicológica alcanzan hasta los seis meses, o en el que las ratio de psiquiatra y psicólogo por habitante es de las más bajas de Europa: tenemos seis psicólogos clínicos por cada 100.000 habitantes frente a los 18 de media de los países de la Unión Europea. Fijar la mirada en la salud mental puede debilitar el estigma que todavía sufren las personas afectadas, contribuir a desvelar prejuicios, mejorar la inserción y la calidad de vida de muchos ciudadanos. Poner el dedo en la llaga de un malestar creciente que está asociado a la precariedad de nuestras sociedades puede ayudar a comprender que es imposible no experimentar ansiedad cuando percibes un salario que apenas te permite sobrevivir, como les sucede a muchos jóvenes y no tan jóvenes, cuando los alquileres están por las nubes o cuando los alimentos y la energía suben incesantemente de precio. Apuntar hacia los problemas mentales es un acto político si se asume que su incremento está producido por una sociedad que deja en sus márgenes a demasiados. Bienvenida pues, esa reciente atención.

Pero lo que nos interesa destacar aquí no son las evidentes y todavía virtuales bondades que poner el dedo en esa herida podría generar, sino algo que afecta al ámbito de lo imaginario: el riesgo de romantizar la enfermedad mental que observamos en algunos textos, en algunos discursos que han aparecido en este último año en la prensa y en nuestras librerías. Puede que no sea más que un temor, pero a juzgar por lo que leemos el peligro de darle una pátina romántica al malestar psíquico es una realidad que hoy queremos identificar aquí.

A pesar de lo que pueda creerse si nos dejamos llevar por una romantización pueril, diría también que poética, del sufrimiento psíquico, la enfermedad mental no produce genios ni supone beneficio alguno para la vida de quien la padece. Tampoco nos hace más creativos ni originales que quienes no la sufren. Carecer de recursos personales, de mecanismos de defensa aptos, flexibles y adaptativos para hacerle frente a una vida cada día más precaria e incierta, no es algo bello, ni nos convierte en poetas ni artistas, por más que entre estos la incidencia de trastornos mentales sea mayor que entre la población general.

Tampoco la irracionalidad es un patrimonio que debamos reivindicar, ni un rasgo que nos haga mejores, más osados y aventureros, no; dejarse llevar por los impulsos sin el necesario auxilio de la reflexión es un tormento que puede arrasar con la vida toda. La enfermedad mental grave abre una ruptura biográfica que instala a quien la sufre en la repetición y no en la creatividad, en la rueda de lo mismo y no en la producción de singulares obras de arte.

Algunos escritores y escritoras han emprendido la tarea de relatar su malestar psíquico; el padecimiento de una singularidad personal o de un síntoma, el sufrimiento desesperante de una depresión, la caída en la melancolía, el desamparo o la confesión de una genealogía plagada de suicidios y trastornos bipolares dan luz sobre el sufrimiento psíquico personal y colectivo, pero no conviene confundir sus dolorosas experiencias, que han tenido la posibilidad de narrar, con las de quienes no logran hacerlo.

La capacidad de los escritores de identificar y ponerle nombre a sus emociones, de separarse de su dolor para relatarlo y metabolizarlo, sublimarlo y elaborarlo, los separa del resto. Ya lo decía nuestro querido Petrarca: “El que puede decir cómo arde, solo vive una pequeña pasión”. Y estaba en lo cierto. La división subjetiva que produce y permite la escritura y el arte separa irremediablemente el sufrimiento del escritor del sufrimiento de quienes no tienen la facultad para observarse y contarse: aquellos que no pueden decir cómo arden y sucumben a la angustia que los consume. Lo supieron muy bien Primo Levi y otros supervivientes del Holocausto cuando se lamentaban de que solo quienes no habían sido asesinados en los campos de exterminio podían contar esa experiencia atroz, pero también, que eran ellos, precisamente en tanto que supervivientes quienes, si bien de forma inevitable, reducían ese horror al narrarlo, pues habían sobrevivido a él mientras que aquellos que más lo sufrieron sucumbieron en ese infierno.

Antes de su suicidio, Virginia Woolf escribió a su marido, Leonard, unas palabras que muestran el temido yermo de la enfermedad y la locura que se avecinaba: “Creo que voy a enloquecer de nuevo. Siento que no podemos atravesar otro de esos tiempos horribles. Y esta vez no me recuperaré. Comienzo a escuchar voces y no puedo concentrarme. Así que voy a hacer lo que creo que es lo mejor… Ya ves que no puedo ni siquiera escribir esto con propiedad. No puedo leer”.

Quienes padecen un sufrimiento mental y no pueden decir cómo arden se ven sumergidos en una angustia sin nombre que nuestro sistema de salud solo trata con psicofármacos, cuyo consumo se ha disparado en nuestro país, situándonos a la cabeza de Europa. Allí donde deberían encontrar profesionales preparados que les permitieran ese desdoblamiento al que apuntaba tan certeramente Petrarca; allí donde necesitan un interlocutor con quien aprender a decir cómo arden, para poder distanciarse del fuego hasta domesticarlo, solo encuentran una respuesta bioquímica que les devuelve al mismo sistema productivo que, demasiadas veces, los enfermó, sin más instrumentos que los que tenían cuando salieron de él.

No romanticemos el dolor psíquico, no sustituyamos la estigmatización con la romantización de la enfermedad mental. Extraer la piedra de la locura no supone una pérdida de creatividad, sino lo contrario: supone ganarla. Los pacientes que, mediante la escucha y la palabra, recuperan el control que la angustia les secuestró pueden diseñar poco a poco su futuro, coser la fractura, retomar su biografía con ímpetus nuevos, identificar y actuar sobre las causas de su malestar. Pueden, por fin, empezar a contarse y a crear su propia historia.

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