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Cirlot, el crítico que conectó a catalanes y madrileños

La estirpe de los poetas españoles con comprensión integral de la creación artística tiene su cumbre en el crítico barcelonés. Una exposición en Madrid recorre ahora su figura y su obra

Juan Eduardo Cirlot y Antoni Tàpies, en una imagen entorno a 1960 de autor anónimo. / CORTESÍA MANUEL GIMENO
Juan Eduardo Cirlot y Antoni Tàpies, en una imagen entorno a 1960 de autor anónimo. / CORTESÍA MANUEL GIMENO

Antes de convertirse en tarea de historiadores y de caer luego en manos de profesores de estética y finalmente de expertos en la propia promoción de lo que se trataría de someter a escrutinio, la moderna crítica de arte corría desde Baudelaire a cargo de poetas. Naturalmente, esto es muy fácil de caricaturizar, y con razón, habida cuenta del auténtico subgénero cañí al que en este terreno han dado lugar los disparates del lirismo. Pero en su versión seria obedecía a una lógica histórica. Los movimientos de vanguardia habían borrado los perfiles profesionales —gremiales— que ataban a cada artista con su oficio, y un espíritu que idealmente invocaba la síntesis de las artes invitaba a que pintores y músicos, escenógrafos y poetas compartieran proyectos comunes. En el prólogo a Arte del siglo XX, el gran poeta Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) volvía en los años setenta sobre este horizonte para declararlo inalcanzado, pese a las mismas longitudes de onda en que se vieron enlazados, según pensaba él, Alexander Scriabin y Kupka, o Breton y los pintores surrealistas. En un artículo publicado en La Vanguardia 10 años antes (‘Paralelo entre colores y sonidos’) ya se había ocupado, de hecho, de la sintonía entre Scriabin y Mark Rothko, y abordaría este tipo de paragoni en muchas otras ocasiones.

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La estirpe de los poetas españoles con comprensión integral de la creación artística tiene su cumbre en Cirlot. El año 1957, en que se funda Correo de las Artes, la revista-eje en torno a la que es reunida esta oportuna y encantadora exposición en el Centro Cultural Blanquerna, en Madrid, marca la fecha en que Cirlot comenzó la crítica con mayor ahínco. Antes de eso, Cirlot el mago; Cirlot, el egipcio, como decía Carlos Barral, quien en consonancia con su cruzada poética realista le dedica en sus memorias, y en el caso mejor, un condescendiente sarcasmo; el Cirlot que por mediación de Joan Miró —tema de su primera monografía— acudiría a las reuniones surrealistas de la Place Blanche presididas por André Breton, del que se alejó en los sesenta tras una carta inolvidable, en la que exponía sus razones: “Creo en Dios y en la poesía con metro y rima”; el Cirlot inicialmente músico y musicólogo, iniciado en surrealismo en la Zaragoza de Alfonso Buñuel; el adepto a todos los esoterismos y medievalismos heterodoxos; Cirlot el vehemente, ya había practicado la crítica como modalidad literaria dentro del grupo de los muy magicistas y neorrománticos artistas que en 1948 fundaron Dau al Set, y que después lo repudiaron.

Ahora la circunstancia artística era distinta. Michel Tapié había titulado Un Art Autre el libro de 1952 en el que daba cuenta de las nuevas maneras que, recogiendo influencias francesas (Dubuffet y Breton habían puesto antes en circulación L’Art Brut), quedarían acuñadas en España como “informalismo” (el término art informel también era de Tapié), amparando la eclosión del movimiento del arte español de mayor proyección internacional hasta la fecha (no hasta aquella, sino hasta nuestra fecha). Es el tiempo de los éxitos españoles en Venecia o São Paulo de la mano de otro hombre clave como Luis González Robles; el tiempo de la exposición New Spanish Painting and Sculpture en el MoMA.

En ese escenario, el poeta Cirlot y la revista Correo de las Artes, promovida en 1957 por el galerista barcelonés René Metras, desempeñaron un papel decisivo. Cirlot ejerció su crítica poética desde muchas publicaciones: Papeles de Son Armadans, Destino, Cuadernos de Arquitectura… Pero la relevancia de su trabajo en Correo se debe, en gran parte, a las notas estilísticas dominantes en el arte de aquel momento y al modo en que las lee él como signos fértiles para su poética. La materia y sus maclas, su duración hecha símbolo de permanencia, su estático padecimiento de las heridas de la existencia se prestaban como anillo al dedo para que Cirlot diera rienda suelta a la vocación trascendente bajo la que entendía la poesía y la crítica, en su caso, inseparables.

Nadie como Cirlot ha escrito sobre Tàpies —el gran Tàpies de final de los cincuenta, al que dedica dos libros y del que luego recibe un desdén estratégico—. Nadie como Cirlot ha puesto en comunicación al arte de Madrid —firmó el manifiesto de El Paso: lo recuerda el comisario Joan Gil— con el de Barcelona, el primero fascinado por el expresionismo norteamericano y el segundo más bien inspirado por el tachismo lírico con el que Tapié quiso darle réplica. Nadie como Cirlot ha practicado en España la crítica como poesía. Edgar Allan Poe y la pintura informalista o El pensamiento de Novalis y la pintura abstracta son los títulos de dos artículos que muestran esa comprensión vanguardista y romántica. Su trabajo en Correo hasta 1962, en que desaparece la revista, fue frenético y representa en gran medida el testimonio de quien ha creído ver, en las realizaciones del presente de su tiempo, otros tantos relámpagos de verdad metafísica.

Esa era su poética, nihilista y católica, visionaria y apasionada. Esas, las dos mitades de su desgarro. Vemos las pinturas —graves, dramáticas, sufrientes— de Millares, del joven Ràfols, del evanescente August Puig, de la hoy superviviente Nadia Werba, de Romà Vallès... y nos llega esa radiación de fondo. Desde 1996 en que, comisariada por Emmanuel Guigon y Enrique Granell (a quien se debe en gran medida la reviviscencia de su gran poesía), el IVAM celebró la más importante exposición dedicada a este Cirlot integral, las reediciones de sus obras han sido incesantes. Aun así, siempre se hablará de él como de un postergado. Más que imputable a algo o a alguien, esto pertenece al décalage consustancial en el que alienta su poesía. La otredad que preside esta exposición, además de una etiqueta estilística, es la cifra de su personalidad creadora. Volver ahora y siempre a Cirlot es percibir —él mismo se autorretrató así— su imposible asimilación a lo dado, a lo históricamente existente en este lado de la vida.

‘Cirlot, Otro. Correo de las Artes (1957-1962)’. Centre Cultural Blanquerna. Madrid. Hasta el 23 de octubre

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