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Reportaje:

La vigorosa presencia de Millares, diez años después

Perdida y a la vez insistente la mirada. El ademán lento y la voz persuasiva. Las manos abrían camino a la palabra y el talento cerraba paso a la obstinación del pesimismo. Manolo Millares descargaba sus visiones trágicas y creía en la lucha del hombre contra su ciego destino. Aunque la lucha fuera inútil y el designio final terminara manchado del gris ceniza de la nada.Sus ojos poseían la luz matizada y melancólica de quien conoce el absurdo destino del hombre pero no quiere caer en la modorra del tedio. "De niño", decía Millares, "me gustaba dibujar lo que veía; iba al museo de Las Palmas a ver las momias, copiaba una cerámica guanche. Las envolturas de las momias, que eran de tela de saco, me atraían". Y añade: "En el museo canario descubrí lo que el hombre es y sobre todo algo importante: la finitud del hombre".

El armazón de aquellas momias apenas sostenía una máscara de compostura, pero allí quedaba patente el "injusto exterminio de una raza". Allí estaba la ceniza gris de la nada en envolturas precisamente de tela de saco. Allí había quedado, seco y quebradizo, el antiguo orgullo de unos hombres perdidos en el, océano. Y allí nació, con toda su filosofía trágica y luchadora, el pintor Manuel Miralles. El mismo lo dejó dicho: "De ahí parten mis arpilleras. Es algo que, naturalmente, pertenece al pasado, pero me permitía entrar en el presente y adquirir conciencia de ello".

Contaba Millares que, si no hubiera sido pintor, le hubiera gustado ser arqueólogo. Quizá esta antigua vocación naciera también de sus visitas al museo canario y leyendo la Historia general de las islas Canarias, obra de documentación enciclopédica, escrita por su bisabuelo Agustín Miralles Torres y muy elogiada en su tiempo por hombres como Menéndez Pelayo y Pérez Galdós.

Hasta el final de su vida le interesaron a Manolo Miralles los vestigios de un pasado incierto. Días antes de su muerte -Moreno Galván lo contó- estuvo en un lugar de la sierra de la Demanda, donde el gran crítico de arte pasaba su verano y donde se llevó al pintor -convaleciente y lánguido- para librarlo por unos días del Madrid canicular. Precisamente por aquella tierra oculta en bosques, cercana al nacimiento del Duero, pero a la orilla del río Arlanza, andaban hace diez veranos algunos grupos de arqueólogos descubriendo raíces de la primerísima Edad Media. El crítico observaba cómo el pintor merodeaba por las zanjas que abrían los obreros de la arqueología, igual que el animal busca la presa por instinto presentida.

Arqueólogo de rarezas

La obsesión de Millares ha sido la comunicación con el semejante próximo o lejano, conocido o desconocido. El era un arqueólogo de rarezas fenecidas un arqueólogo también del muladar, un arqueólogo de la civilización del desperdicio. Millares a veces descubría como un tesoro "un zapato viejo, moldeado y gastado por el uso...; un cierto zapato viejo, con una cierta forma...".

Millares no pretendió ser un erudito de la arqueología. Para él, lo importante era la emoción de lo pretérito, la huella del tiempo, lo perdurable de la vida y las costumbres de gentes olvidadas. Le interesaban los objetos que habían sido capaces de vencer el tiempo, "no por la belleza del objeto en sí, sino porque sirvieron a otros hombres hace mil años".

José Augusto França observa que la cerámica y las paredes rocosas pintadas o arañadas por un pueblo exterminado le proporcionaron el tema de sus iniciales pictografías. Luego pasó a sus muros, y de ahí, profundizando en los orígenes, llegó hasta los hombres que habían pintado esas cerámicas y grabado esos muros. Llegó, por tirón de la raza, al homúnculo. Llegó, como pintor, a ser el Millares cuya obra hoy nos emociona y vigoriza.

Los homúnculos -esa serie de cuadros que representan nomos que han vivido como raíces en la tierra, criaturas sacadas del pudridero- tienen el simbolismo de una geografía humana descoyuntada, cosidos y tensos los tendones, resecas al sol y al viento sus pieles.

Dimensión de dramatismo

Millares dio a la pintura española de aquellos oscuros años de posguerra una clara dimensión de dramatismo con sus arpilleras abultadas, rasgadas, como manchadas de la sangre derramada. El mismo Millares escribió en su cuaderno de notas: "Después de Goya -con su palabrota a la cortesanía y a su tiempo-, sólo nos queda la auténtica vía social de los despojos materiales, el florecimiento del homúnculo como insidioso arquetipo. El homúnculo es una consecuencia esperada de la grandísima belleza que puede traslucir el harapo así, puesto al desnudo, en su evidente porquería. La destrucción y el amor corren parejos por los espacios y parajes descoyuntados. No importa que el hombre se haya roto si de él emergen rosas de légamos y principios renovadores como puños".

La arpillera -agujereada, alquitranada, desgarrada- poseía una intensidad ideológica todavía persistente. He observado en alguna ocasión la repulsa que un cuadro de Millares provoca en ciertas gentes habituadas a la pintura relajada. Las pobres telas de saco de este canario irritan y dejan destemplada la mirada de los amantes de lo convencional. Y eso, precisamente eso, es lo que quería Millares. Y lo que ahora, diez años después de muerto, continúa consiguiendo.

Manolo Millares escribió que "la fuerza del arte -no lo olvidamos- está no en su comprensión y sí en su contaminación". Contaminar lo habitual y sembrar el desconcierto. Contaminar la visión plácida y levantar las fuerzas subterráneas de una sensibilidad nueva. Contaminar el gusto proponiendo la tela de saco "con todo el lujo de su pobreza".

Este canario -madurado en Madrid, pero siempre con la luz tropical en su mirada- murió a los 46 años sin haber visto en nuestro país el ansiado amanecer democrático. "Comprendo la libertad como una disciplina, una responsabilidad", dijo Miralles, que vivía esa libertad interior desde los más turbios tiempos. En sus años finales presentía que el aire de la libertad se aproximaba, que otro clima ideológico iba tomando cuerpo e imponiendo su presencia. Y esa nueva luz de esperanza se manifestaba de alguna manera en su obra. El color blanco se iba imponiendo lenta y firmemente y desplazando al negro en fondos impenetrables.

Rojo, blanco y negro

"Rojo, blanco y negro", escribió Miralles, "son los colores de una bandera hecha jirones, inundada de negro, en la que el rojo escasamente gotea, pero donde el blanco espera una oportunidad favorable". Esa oportunidad favorable la presintió, pero no pudo vivirla. El blanco extendía su poder, pero se cortaba en gruesas y negras líneas divisorias, en límites infranqueables. "Todo es blanco y negro", anotó el pintor, "como la tensión entre la vida y la muerte". "Pero el rojo -que en sus últimos años se unía al blanco y se desteñía en rosa- era el contrapunto de una vida ardorosa.

Hacia los años setenta, cuando el período blanco se imponía, el peculiar grafismo de sus telas y dibujos había entrado en una mayor complejidad. Esta escritura misteriosa -un tanto burlesca de la solemnidad de los pro hombres que certifican y rubrican nuestros actos- complementa el arabesco de sus cosidos en la tela, sus puntadas a veces apretadas y otras dispersas. Un alfabeto inventado, con círculos y cruces, con signos indescifrables y líneas que serpentean y se pierden.

Manolo Miralles siguió garabateando, signando papeles, entrando en el silencio. La voz se iba apagando, la lucidez se le ensombrecía por una secreta y roedora alimaña hospedada en su cabeza. La alimaña-tumor fue oprimiéndole y cubriéndole las ventanas blancas hasta cerrar la noche definitivamente negra en su cerebro.

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