Constelaciones: Breton y Miró
En diciembre pasado murió Joan Miró. Le conocí hace muchos años, hacia 1947 o 1948, en París, en un café de la Place Blanche al que concurrían casi diariamente André Breton, Benjamín Peret y un grupo de jóvenes superrealistas. 0 tal vez fue un poco más tarde, en un café de la Rue Vivienne. O cerca de Les Halles, en otro café de nombre no menos evocador que el de la encantadora bruja que perdió a Merlín: La Promenade de Venus. Pero en esa época apenas si lo traté. Miró vivía ya en Cataluña y sus visitas a París eran rápidas y espaciadas. Además, era parco de palabras y el barullo de aquellos jóvenes poetas, neófitos del superrealismo, acentuaba su natural laconismo. Nunca le oí una opinión: escuchaba con los ojos muy abiertos y con una sonrisa de luna campesina extraviada en la ciudad. Años más tarde pude hablar con él con un poco más de libertad y calma, en París y en Barcelona, con varios amigos suyos que también eran míos: José Luis Sert, el poeta Jacques Dupin, Aimé Maeght. Este último, generoso y amante del fasto, le ofreció una fiesta en una péniche para celebrar sus 80 años. En esa ocasión, Miró le refirió a mi mujer, Marie José, con increíble vivacidad y fidelidad a pesar de sus años, los incidentes de un almuerzo memorable, en el otoño de 1958, en casa de André Breton. Lo llamo memorable por lo que en seguida voy a contar.En 1958, ni Miró ni yo vivíamos en París. Los dos estábamos de paso: él, para asistir al vernissage de una exposición de sus cuadros, y yo, para concurrir a una reunión de escritores. Una mañana, Elisa Breton me llamó por teléfono. ¿Podía almorzar con ellos en su apartamento de la Rue Fontaine el sábado próximo? Acepté. El día indicado, al entrar en la pequeña estancia, descubrí que además de André y de Elisa había otras dos personas: Joan Miró y Pilar, su mujer. Unos minutos después llegó Aube, la hija de André, acompañada de un amigo, un joven pintor. A pesar de sus reducidas dimensiones, aquella salita siempre me pareció inmensa. Sin duda se debía a la extraordinaria acumulación en los estantes, muros y rincones de libros, cuadros, esculturas, máscaras y objetos insólitos venidos de los cuatro puntos cardinales, y de todas las antigüedades, sin excluir a la de mañana. Pero creo que era, sobre todo, la figura misma de Breton la que abría la estancia hacia una dimensión otra y propiamente sin medida. Plantado en medio de todas aquellas obras, unas de verdadero mérito y otras simplemente curiosas, Breton parecía un Des Esseintes del siglo XX, no decadente, sino visionario, fascinado río por Bizancio y el fin del mundo antiguo, sino por el alba de la especie humana, por "los hombres de la lejanía", como él llamaba a los primitivos.
En el almuerzo se habló de pintura y poesía, política y magia. Salieron a relucir Trotsky y Rousseau, Paracelso y María Sabina, la hechicera de Huatla donadora de los hongos alucinógenos. Breton no escondía su pasión por las ciencias ocultas, el esoterismo y la magia. Al oírlo era imposible no pensar en Cornelio Agrippa y en Giordano Bruno, desgarrados como él entre un racionalismo orgulloso y la creencia en oscuras revelaciones. Sin embargo, Breton reprobó siempre lo que llamaba "la visión inducida`, es decir, el uso de las drogas. Esas visiones no le parecían confiables. Alguna vez, a propósito de Artaud, me dijo: "Me conmueven el hombre y el poeta. Por ejemplo, su libro En el país de los tarahumaras es admirable, pero me conturba su testimonio: ¿dónde termina la visión del poeta y comienzan las visiones deleznables de la droga?". Me parece que tenía razón. Ya los antiguos distinguían entre los sueños quiméricos, las pesadillas y las verdaderas revelaciones. Durante el almuerzo se discutió el tema y se deploró que la medicina modoerna abusase de los remedios químicos. De pronto, André se quejó de un leve dolor de cabeza y pidió una aspirina. Con la crueldad de los jóvenes, Aube comentó: "¡Qué raro que hayas pedielo una aspirina, en lugar de llamax a un chamán! Con dos pases té habría aliviado...". Breton contestó con una sonrisa y se embarcó en una embrollada disertación. Joan y Pilar se miraban, nerviosos y sonrientes. Apenas si habían hablado durante el almuerzo. Elisa se levantó y nos invitó a tomar el café en el estudio.
Nos sentamos en semicírculo. Breton sacó unos papeles de su mesa, y con aquel aire a un tiempo simple y ceremonioso, que era uno de sus encantos, nos dijo que iba a leer unos poemas en prosa. Los había escrito para ilustrar -ésa fue la palabra que empleó- la serie de gouaches de Miró llaniada Constelaciones. La voz de Breton era profunda y cadenciosa; leía con lentitud y leves modulaciones litúrgicas. Al oír aquellos textos, breves y densos, recordé sus primeras tentativas poéticas en los comienzos de la llamada escritura automática: el mismo amor por la imagen inesperada y por la frase tal vez demasiado redonda y pulida, la misma mezcla de cálculo y arbitrariedad. Libertad y preciosismo. Menos veloces y violentos que los de su juventud, aquellos poemas aparecían como lentas espirales resueltas en cristalizaciones desvanecidas apenas dichas. Algo más cerca de Chirico que de Miró. Las constelaciones de Miró son racimos de frutos celestes y marinos; las de Breton, construcciones de ecos y reflejos. Miró escuchaba la lectura con su aire de niño asombrado. Al final masculló unas palabras de agradecimiento. Pilar no abrió la boca. ¿Qué pensarían realmente? Los poemas de Constelaciones fueron, si no me equivoco, los últimos que escribió Breton.
En el curso de la conversación que siguió a la lectura, André nos dijo que un doble impulso, estético y ético, le había llevado a escribir esos poemas. Estético porque Constelaciones le parecía, por la unidad dentro de la variedad y por la energía plástica y vital de esas composiciones, uno de los momentos más felices de la obra de Miró. El adjetivo era particularmente exacto: esos gouaches de Miró son un sorprendente fuego de artificio, aunque no hay nada artificial en ellos. La mano del pintor arrojó en la tela un puño de semillas, gérmenes, colores y formas vivas que se acoplan, separan y bifurcan con una alegría a un tiempo genésica y fantástica. Metáforas del nacer, el crecer, el amar, el morir, el renacer. Felicidad instantánea de existir, felicidad repetida cada día por todos los seres vivos. Pero esa gozosa explosión es también una lección de moral. Para Breton, las Constelaciones de Miró literalmente iluminaban las oscuras relaciones entre la historia y la creación artística. Miró había pintado esos cuadros, de dimensiones más bien reducidas, en un momento terrible de su vida y de la historia moderna: España, bajo la dictadura de Franco; Europa, ocupada por los nazis; sus amigos poetas y pintores, perseguidos en Francia o desterrados en América. La aparición en esos días pardos y negros de una obra que es un surtidor de colores y formas vivas fue una respuesta a la presión de la historia... Mientras oía a Breton recordaba el poema de Cummings: la tierra contesta siempre a las ofensas de los hombres con las salvas de la primavera. El arte no es quizá sino la expresión de la alegría trágica de existir.
Breton no negaba los determinismos sociales, pero creía que operan siempre de un modo inesperado y casi siempre en dirección contraria al acontecimiento. Su ejemplo favorito era la novela gótica. Aparecida a finales del siglo XVIII, en un período de crítica moral y efervescencia intelectual y política, en pleno auge de la Enciclopedia y en vísperas de la Revolución Francesa, la novela gótica fue un género indiferente a la historia, la filosofía y la política. Como Apolodoro y los otros novelistas de la antigüedad, Walpole, la Radcliffe y sus seguidores no se propusieron sino intrígar y cautivar a sus lectores, aunque no por el relato de aventuras y amores imposibles en países remotos, sino acudiendo a resortes más secretos y brutales: el terror, el miedo, el erotismo negro, el suspense. Castillos, catacumbas, mazmorras, fantasmas, vampiros, monjes erotómanos. Sin embargo, estas obras de pura ficción esconden indudables poderes subversivos que se materializan, por decirlo así, en la función cardinal del subterráneo y el subsuelo en el desarrollo de la acción: allí se agazapan las fuerzas vengativas -eros, deseo, imaginación- que van á hacer saltar al ancien régime. Como dice Annie Le Brun en el libro fascinante que ha dedicado al tema, Les cháteaux de la subversion, la novela gótica "es una aberrante muralla de sombra que obstruye el paisaje del siglo de las luces". Las Constelaciones de Miró no anuncian, como las novelas góticas, el estallido revolucionario: son la explosión de la vida humillada por la dictadura y la guerra. No era (ni es) difícil estar de acuerdo con Breton. La misión del arte -al menos del moderno- no es reflejar mecánicamente a la historia ni convertirse en portavoz de esta o aquella ideología, sino oponer a los sistemas, sus funcionarios y sus verdugos, el invencible sí de la vida.
No es accidental que a lo largo de toda su vida Miró haya escrito poemas. La poesía es un elemento que aparece en todas sus obras. En verdad, el conjunto de sus cuadros puede verse como un largo poema, a ratos fábula, otros cuento infantil, otros relato mítico y cosmológico, y siempre como un libro de aventuras fantásticas en el que lo cómico y lo cósmico se entrelazan. Poema no para ser leído, sino visto; no hay que comprenderlo, sino contemplarlo, asombrarse y reír con la risa universal de la creación. Está dividido en cuadros y episodios como los de los sueños y, como ellos, está regido por una lógica irreductible a conceptos. ¿Y qué nos cuenta ese poema? Nos cuenta la historia de un viaje. No en el espacio, sino en el tiempo: el viaje del adulto que somos hacia el niño que fuimos, el viaje del civilizado que vive entre la amenaza del goulag y la exterminación atómica, y que sale de sí mismo a la reconquista del salvaje. El viaje en busca de la mirada del primer día. Un viaje no hacia fuera, sino hacia dentro de nosotros mismos.
Desde el Renacimiento, la historia del arte fue la de un aprendizaje: había que dominar las reglas de la perspectiva y la composición. Pero al despuntar el siglo XX esos cuadros perfectos comenzaron a aburrir a los hombres. El arte moderno ha sido un desaprendizaje: un desaprender las recetas, los trucos y las mañas para recobrar la frescura de la mirada primigenia. Uno de los momentos más altos de ese proceso de desaprendizaje ha sido la obra de Miró. Es verdad que no todo lo que hizo tiene el mismo valor. Pintó mucho y será mucho lo que desecharán mañana nuestros descendientes. Su caso no es el único. También la obra de Picasso, aunque más variada e inventiva, será sometida a un escrutinio severo y por las mismas razones: la abundancia indiscriminada, la facilidad complaciente, el gesto gratuito, la ruptura inicial ya vuelta costumbre, la confusión entre juego de manos y creación. El artista, quizá, es un mago, no un prestidigitador. Pero el núcleo central de la obra de Miró seguirá asombrando por su fantasía, su descaro, su frescura y su humor. Wordswoth decía que el niño es el padre del hombre. El arte de Miró confirma esta idea. Debo añadir que Miró pintó como un niño de 5.000 años de edad. Un arte como el suyo es el fruto de muchos siglos de civilización, y aparece cuando los hombres, cansados de dar vueltas y vueltas alrededor de los mismos ídolos, deciden volver al comienzo.
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