Ricardo Gil Lavedra: “El Juicio a las Juntas fue una serie de consecuencias afortunadas”
Uno de los jueces que condenaron a los altos mandos de la dictadura argentina en 1985 recibe a EL PAÍS en el 40 aniversario del regreso a la democracia
Ricardo Gil Lavedra era un abogado en la treintena y se dedicaba a la actividad privada cuando Raúl Alfonsín se convirtió en el presidente que en 1983 inauguró la nueva era de la democracia argentina tras la dictadura. Gil Lavedra (Buenos Aires, 74 años) recuerda la emoción de escuchar al nuevo presidente y su “con la democracia se come, se educa y se cura” ante una Plaza de Mayo abarrotada. Él lo vio por televisión: su cuarto hijo acababa de nacer y vivía en una casa que había hipotecado unos meses atrás.
En los 40 años de democracia, Gil Lavedra fue ministro de Justicia de Fernando de la Rúa (1999-2001), candidato a congresista del partido de Alfonsín, la Unión Cívica Radical, y hasta abogado de Diego Armando Maradona. Nada nunca se comparó, dice en una conversación con EL PAÍS en su oficina de Buenos Aires, al llamado de un amigo que en 1984 le pidió que volviese a la Justicia para integrar un tribunal criminal. Lo animó la oportunidad de “arrimar el hombro” a la democracia en ciernes, pero no tenía idea de que unos meses más tarde sería uno de los magistrados que dictó sentencia en el Juicio a las Juntas militares.
Pregunta. Ningún país del mundo había juzgado a sus exdictadores y Argentina lo hizo menos de dos años después de las elecciones de 1983, ¿cómo se gestó el juicio?
Respuesta. El Juicio a las Juntas Militares fue una serie de consecuencias afortunadas. Lo normal es que no hubiera habido ningún juicio en Argentina porque no había precedentes internacionales. Además, la sociedad no reclamaba el juicio, solamente lo hacían las organizaciones de derechos humanos que pedían que les dijeran qué había pasado con sus familiares. Tampoco lo querían los empresarios, ni la Iglesia, ni los medios de comunicación que hablaban de la necesidad de reconciliarse. Y desde ya los militares, que querían que se los premiara. Pero Alfonsín tuvo la intuición de que la democracia no se podía construir sobre la base de la impunidad.
P. ¿Cuáles fueron esos hechos fortuitos?
R. La estrategia que diseñó Alfonsín inicialmente era que los militares se juzgaran a sí mismos, algo que habría fracasado y no hubiera habido juicio. Ahí se dio la primera consecuencia afortunada: el Congreso, cuando trata la ley que manda el presidente para reformar el código de justicia militar, incorpora una cláusula para que el tribunal civil no solamente sea un tribunal de apelación, sino que le podía quitar la causa si el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas no juzgaba en tiempo útil. La segunda: cuando el tribunal militar le informa al Congreso una serie de medidas absurdas que debía tomar y que revelaban que no tenían la menor intención de juzgar, la cámara podía haberles dado un nuevo plazo, pero no lo hizo. Otra circunstancia afortunada fue la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Alfonsín, sin darse cuenta, estaba formando la primera comisión de la verdad del mundo, que luego fue replicada en todos lados.
P. El proceso duró poco más de un año y la sentencia salió en dos meses…
R. Que se haya podido hacer un juicio de características descomunales en 14 meses me parece milagroso. Eso tiene que ver con una organización muy eficiente: la adopción de la oralidad, el tema de hacerlo en público, cómo se organizó el trabajo interno, cómo decidimos que en lugar de juzgar miles de casos se juzgara un grupo representativo. Tomamos la decisión de ir lo más rápido posible. El malestar militar crecía, y si se producía un alzamiento sin que el juicio hubiera terminado, ¿qué hubiera ocurrido?
P. ¿Cómo recuerda el momento en que entró a la sala y tenía enfrente a los exdictadores?
R. Al comienzo de cada audiencia, cuando entra el tribunal, el secretario hace parar a la sala siguiendo el protocolo. Esto lo señaló una vez el entonces presidente de la Cámara de Diputados, Carlos Pugliese: cuando vio a los exdictadores pararse mientras los jueces de la democracia entrábamos a la sala, dijo “bueno, ya está”.
P. Iba a ser su trabajo por los siguientes meses…
R. Horas y horas y horas y horas y horas y horas de trabajo. Como se dice vulgarmente: con el culo sentado en la silla, laburando. En la primera parte de la audiencia, en los primeros cuatro meses, tomamos 830 testigos en testimonios que tomaban horas.
P. ¿Cómo balanceaba la profesionalidad con estar escuchando algo que había pasado hace tan poco tiempo?
R. Nosotros también nos hemos emocionado, hemos llorado, nos hemos enojado con los testimonios. Pero era nuestro trabajo. Era estar todos los días escuchando cosas tremebundas, eso sin duda te marca. Yo durante años seguí soñando con algunos testimonios.
P. Usted escribió la parte de la sentencia sobre la autoría mediata, sobre cómo los jefes militares eran los responsables últimos de los delitos. ¿Cómo funcionaba la cadena de mando?
R. Los comandantes no ejecutaban personalmente ninguno de estos hechos, lo hacían las fuerzas que comandaban. Nosotros aplicamos por primera vez una teoría que dice que quien tiene el dominio de un aparato organizado, disciplinado y de poder domina la voluntad individual del que lo ejecuta, porque si ese no quiere ejecutarlo, aparece otro. El que domina el aparato domina el hecho porque tiene el control sobre la maquinaria que lo produce. Esta concepción fue utilizada después en el caso de los guardias que asesinaron en el muro de Berlín y en el de la represión ordenada por Fujimori en Perú, y ahora es parte del estatuto de la Corte Penal Internacional.
P. ¿Cómo funcionaba la represión sistematizada?
R. Cada uno de los comandantes siguió el mismo sistema, que consistía en secuestrar a las personas sospechosas de estar vinculadas con el terrorismo, llevarlas a lugares de detención de las Fuerzas Armadas, torturarlas salvajemente para sacarles información y hacerlo de forma inmediata para que denunciaran a los compañeros antes de que se supiera la desaparición. Después, hubo situaciones que no creo que fueran ordenadas, pero que fueron consecuencias naturales de ese sistema: la violación sistemática de las mujeres, robarles los chicos recién nacidos.
P. Este tema ha vuelto a la agenda pública con las últimas elecciones. ¿Cuál es la diferencia entre el actuar de los grupos armados de los setenta y el terrorismo de Estado?
R. No cabe ninguna duda de que las organizaciones armadas de la década de los setenta cometieron crímenes. Crímenes graves: atentados con bombas contra unidades militares y policiales, secuestros, homicidios. Se estima que han matado a unas 1.500 personas entre personal militar, policial y civiles. Por supuesto que merecen, sin lugar a dudas, ser castigados. Lo que ocurre es que el terrorismo de Estado es mucho peor porque es el que se utiliza por medio del propio Estado, y eso deja inerme a la población. La función del Estado es la contraria, es perseguir los delitos a través de la ley y proteger a las personas. Recuerdo el caso de una mujer a la que una patota [un grupo de operaciones de la dictadura] le había entrado a la casa para secuestrar a su hijo. La mujer fue corriendo a la policía a denunciarlo y se quedó espantada porque reconoció a quienes habían entrado a su casa en quienes fueron a atenderla…
P. ¿Cree que hay un debate pendiente en Argentina sobre la violencia de los grupos armados? La nueva vicepresidenta, Victoria Villarruel, logró poner este tema de vuelta en la mesa.
R. Por supuesto que todas las víctimas son iguales. Un homicidio es lo mismo sea quien sea el que lo perpetre. El tema es que los propios militares fueron quienes troncharon esta posibilidad, porque en lugar de investigar, de hacer juicios, implementaron ese plan siniestro. Lo lógico es que se hubieran seguido unos juicios de los hechos perpetrados por el terrorismo. Incluso el propio Alfonsín, cuando ordena enjuiciar a las Juntas Militares, simultáneamente ordena enjuiciar a los líderes terroristas.
P. ¿Cree que es una discusión que puede darse en Argentina?
R. Lo que yo creo es que el Gobierno kirchnerista [de Néstor y Cristina Kirchner, entre 2003 y 2015] politizó el tema de los derechos humanos. Quiso apropiárselo políticamente y esto me parece que le hizo mucho mal, porque yo creo que los delitos de estas organizaciones armadas son delitos graves. En cambio, se instaló lo de la “juventud idealista” y una visión romántica de ese periodo. Y siempre de una exageración sobreviene la visión contraria.
P. En unos días asumirá el Gobierno una fuerza política que viene a decir “nos hemos enfocado en un costado de la historia, ahora toca el otro”.
R. Lo que ocurrió durante la dictadura es incontestable porque los hechos están ahí y nadie puede negar que ocurrieran. Pero los derechos humanos son universales y la posibilidad de recordar a las víctimas del terrorismo me parece bien. No puedo ofrecer ningún reparo. Ahora, de ahí no sigue la justificación de lo que ocurrió después.
P. En el debate electoral, el presidente electo, Javier Milei, usó el mismo argumento que el dictador Emilio Massera al hablar de la represión militar: que lo que ocurrió en Argentina fue una “guerra” en la que “un lado cometió excesos”.
R. Lo que dijo Milei es falso.
P. ¿Por qué la legitimación de las víctimas parece venir siempre de un sector que lo ata a la justificación de lo que ocurrió durante la dictadura?
R. Una cosa es hablar de las víctimas que han tenido los hechos terroristas y de la gravedad de estos, y otra justificar el accionar posterior. Ninguna de las normas del derecho internacional de la guerra autoriza lo que pasó. Secuestrar, torturar, violar y asesinar no pueden ser nunca acciones de combate. Esto no hay norma que lo pueda autorizar, ni justificar ni disculpar, es un crimen horrendo.
P. Milei y personas como la vicepresidenta electa, Victoria Villarruel, aparecen en un contexto en que justo se cumplen 40 años de democracia. ¿Ve una paradoja en que esto esté sucediendo justo ahora?
R. No creo que esto forme parte ni de cerca de las preocupaciones actuales de la enorme cantidad de argentinos que han votado por Milei. Yo creo que optaron por un cambio a pesar de, o sin importar eso. Pero de ninguna manera pienso que estemos asistiendo a una reivindicación de la dictadura por parte de la población. Vamos con el ejemplo de la película Argentina, 1985. La vieron millones de personas que se levantaban y aplaudían al final, muchos chicos jóvenes que se emocionaron. ¿Esa gente qué votó? Imagino que muchos votaron al cambio.
P. El líder que han legitimado en las urnas dice todo lo contrario a la verdad. ¿Eso no es peligroso?
R. Es muy malo, porque no aporta a la consolidación de una conciencia moral sobre la convivencia democrática, pero no puedo especular con el futuro. Me da la sensación de que es tan colosal el desafío que tiene ahora el Gobierno que, abrir una puerta en este sentido, sinceramente no lo veo.
P. ¿Cómo llega la democracia argentina a su 40 aniversario?
R. La democracia política se ha consolidado. Hemos tenido elecciones libres y competitivas sin ningún tipo de cortapisa, y eso no es poco. Creo que también se ha labrado un fuerte consenso acerca de la erradicación de la violencia en la política. También, con algunas abolladuras, el mecanismo institucional ha funcionado en momento de crisis agudas. Ante las amenazas que acecharon a la democracia desde 1983 hasta ahora, hemos cumplido con el ideal del autogobierno.
P. ¿Cuáles son las deudas pensando a futuro?
R. El goce de los demás derechos. En un país que revela los índices de pobreza del nuestro, la cantidad de gente que está excluida del sistema, e incluso con el estado actual de las finanzas públicas, se demuestra que esto ha sido un fracaso, no cabe duda. Cuando uno no puede extender a la masa del pueblo el goce de ciertos derechos –el trabajo, la salud, las condiciones económicas dignas– va perdiendo fuerza. Esto explica por qué la democracia ha descendido en su consideración en toda América Latina y el deterioro de los partidos políticos.
P. ¿Cuál sería la respuesta política a esa fragilidad de la democracia?
R. Volver a encender la esperanza. Volver a mostrar los beneficios que trae la democracia. En el pueblo hay una desesperanza muy fuerte, hay frustración, y también cierto grado de bronca por la falta de eficacia del régimen democrático. Para esto no hay otro remedio que persistir.
P. ¿Cómo cree que ha aportado usted? ¿Cuál es el legado que deja en Argentina?
R. No era fácil hacer lo que hicimos. El juicio no se explica si no es a través del grupo humano que lo hizo posible. Y eso muestra que las cosas que parecen imposibles pueden hacerse cuando uno tiene convicciones muy firmes y mucho ánimo colaborativo. Esto es trasladable al momento actual. Muchas de las dificultades son menores a los desafíos que tenía la transición democrática. Y si se pudo hacer en ese momento, ¿por qué no vamos a poder hacerlo ahora?
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