Las dos independencias de Luz Haro, la lideresa que huyó de un matrimonio infantil hace 62 años
La lucha por los derechos de las mujeres indígenas y rurales de esta ecuatoriana empezó desde su infancia en el campo. Con 11 años, se negó a arrodillarse para recibir su salario; con 13, se escapó para evitar que la casaran
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La voz de Luz Haro Guanga (Chimborazo, 75 años) es una flecha poderosa. Cada palabra es un símbolo de lucha incansable por los derechos de las niñas y mujeres indígenas y rurales. La lideresa ecuatoriana es de sonrisa fácil, pero no duda en hablar con dureza de las desigualdades que viven las mujeres en el campo. Sin acceso a servicios básicos, forzadas a abandonar la escuela y obligadas a casarse con hombres que les duplican la edad. Lo conoce porque lo ha experimentado desde que era una niña. “Si no hubiera vivido tanto las desigualdades y esas discriminaciones, no lo entendería. Porque quien no vive, no entiende. Porque una cosa es leer y otra cosa es vivir”, zanja Haro.
A los 11 años, no tuvo otra opción que trabajar cuidando a un recién nacido, a los 13 fue obligada a casarse y a los 60 terminó sus estudios. De una familia de agricultores, Luz creció entre las montañas de la parroquia rural de Matus, en la provincia andina de Chimborazo, donde seis de cada diez personas (65,1%) viven en pobreza multidimensional. Luz, como otros niños, no tenía acceso a salud, agua potable y alimentación. Y la educación, especialmente para las niñas, no era la prioridad.
“No era obligación ni del Estado ni de la familia que las niñas rurales, por lo menos, acabemos la escuela primaria”, reconoce. Luz conoció las aulas a los siete años. Recorría sola un camino de 40 minutos y cruzaba un río hasta llegar a la escuela. Si hacía mal tiempo, todo se complicaba: el río crecía y no le quedaba más remedio que pedir posada en el pueblo. “Hoy veníamos conversando con mi hijo y le contaba sobre la canción del Taita Salasaca ‘que alegre camina por los chaquiñanes —sendero en quichua— sin ver las espinas’. Y es cierto porque yo andaba descalza hasta los 12 años, cuando me regalaron mi primer par de zapatillas”, reflexiona.
“La escuela era muy dura”, admite Luz. Muchas veces tenía que compaginar las tareas de la casa con la escuela: ir a cargar agua para la familia o ayudar en el trabajo del campo a su madre. En los pocos momentos que disfrutaba ser una niña, jugaba al zanco o hacía sus tareas. “Si me mandaban cinco sumas, yo hacía 10. Si me decían haga una hoja de copiado, yo hacía dos. Nunca me ceñí a lo que mandaban. Siempre me gustó hacer más de lo que me pedían”, dice orgullosa. Pero, como otras niñas de su edad, se vio forzada a abandonar la escuela primaria y a casarse.
La lacra del matrimonio infantil
Cuando Luz recuerda ese momento de su vida, su sonrisa se desvanece, se queda en silencio, pensando. Tenía 13 años y su madre había arreglado su matrimonio con un hombre de 50, cercano a la familia: “Creía que así podía mejorar en algo mi futuro”, admite Luz. En Ecuador, hay 5.217 niños, niñas y adolescentes, entre 12 y 14 años, que están casados o viven en unión libre, según datos del Censo de Población y Vivienda de 2022. Eso pese a que en este país andino las uniones entre un mayor de edad y un menor son un delito. Lo más grave: no es un problema asilado. América Latina es la única región del mundo donde los matrimonios infantiles no han disminuido en los últimos 25 años y ocupa el segundo lugar del mundo en número de embarazos adolescentes”, según Unicef.
“El matrimonio infantil es un problema que hasta ahora existe en la ruralidad, eso no se ha eliminado. Ven que las niñas vamos creciendo y nos buscan una pareja para asegurarnos del futuro. Claro, a mí también me querían para eso”, cuenta apenada. Una práctica nociva y violenta que en muchas comunidades indígenas y rurales sigue ocurriendo y no sale a la luz. “Al final, me fui de la casa sin la bendición de mamá y papá porque no quería casarme con 13 años”. Huyó, sin que nadie se enterara, a la capital, Quito. “No quería eso para mí. Me rebelé. Ese fue mi primer grito de independencia”, narra mientras se le dibuja una sonrisa.
Aunque hubo otro grito de libertad antes: Tenía 11 años y, al ser la mayor de nueve hermanos, no tenía otra opción que trabajar para ayudar a su familia. Era una niña encargada de cuidar a un recién nacido.
— Recuerdo que cuando esta mujer me va a pagar el primer sueldo, y me dice: ‘arrodíllate’. Le dije: ‘por qué'.
— Te voy a pagar.
— Me está pagando por mi trabajo. ¿Por qué me tengo que arrodillar?, le cuestionó.
“Era una criatura. Me resistí y no me dio la gana de ponerme de rodillas para que me pague por mi trabajo”, cuenta mientras sus ojos negros comienzan a aguarse. “Eso hace que yo haga lo que hago”, continúa con fuerza.
Doña Luz, como la llaman quienes la conocen, relata con sencillez y una lucidez única sus dos gritos de independencia. Cambió los juegos por rebeldía y se aventuró sola a un mundo para el que todavía no estaba preparada. Tras huir de casa siendo apenas una niña, se dedicó a trabajar en labores de cuidado y limpieza para enviar dinero a su familia. Y con lo que quedaba, trataba de sobrevivir. Solo diez años más tarde pudo continuar con lo que quería: estudiar.
Una vida dedicada a levantar la voz
“Pasé estudiando hasta casi los 70 años. Para mí lo más importante era aprender”, asegura. Con 22 años, acabó la escuela primaria de adultas. Después, fue al colegio nocturno para continuar con sus estudios. “Mi marido me dijo: ‘Estás vieja, para qué vas a estudiar’. Le dije: ‘Perdón, pero quiero llegar a ser vieja, menos burra’. En una mano el bastón y en la otra el título”, se ríe. A sus 44 años, con tres hijos a cargo, se graduó del bachillerato con honores.
Y como Luz no es de las que se conforma, apuntó por sus estudios universitarios. Lo hizo a distancia, y con 62 años se licenció en Ciencias de la Educación por la Universidad Tecnología Equinoccial. Más tarde, obtuvo su diplomado en Tecnologías y Desarrollo por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso). Lo consiguió sin internet en casa: su rutina transcurría entre visitas al ciber, imprimir mamotretos de hojas y estudiar hasta la madrugada.
Toda su vida la ha dedicado a la defensa de los derechos de las niñas y mujeres que viven en el campo. Su primer acercamiento como activista comenzó con la fundación de la Asociación de Mujeres de Fátima, en la parroquia rural del mismo nombre, en la provincia amazónica de Pastaza. Estaba conformada por mujeres de todos los rincones: indígenas, mestizas, jefas de hogar, madres solteras.
Luz quería educar a otras mujeres en temas de igualdad, emprendimientos comunitarios y autoestima. Impulsó la Escuela de Formación para Mujeres Rurales. La primera generación estaba dirigida a lideresas en la Amazonia. No fue fácil convocarlas: tuvo que buscarlas en las comunidades, casa por casa, y convencerlas: “Las mujeres no querían participar de la escuela de formación porque decían: ‘No somos profesionales, no sabemos leer ni escribir. Mejor que vaya mi hijo o mi marido’. Tantas veces escuchó eso que Luz, enérgica, les respondió: “Son dirigentes. Tienen talento, tienen oídos, tienen ojos, boca y corazón. Vengan, participen”. En ese primer encuentro, muchas no tenían educación, pero Luz siempre les recordaba que nadie es más ni menos: “Las que tienen conocimiento tienen que apoyar a las que no y las que son de abajo tienen cosas maravillosas que compartir”. En esa primera escuela de formación, 150 mujeres se graduaron.
Cinco años después, llevó a cuestas el primer Congreso de Mujeres en Pastaza y la primera celebración del 8 de Marzo: “En Pastaza nunca lo habían conmemorado, las mujeres solo lo hacían entre paredes”. Luz recuerda orgullosa su primera manifestación del Día Internacional de la Mujer acompañada de un centenar de compañeras recorriendo las calles cercanas a instituciones gubernamentales. “No había muchas profesionales, había apenas una doctora y unas cuantas licenciadas. Muchas de nuestras compañeras eran mujeres rurales y analfabetas”, dice.
Llegar a un espacio de poder “para marcar la diferencia”
Pronto fue nombrada dirigente por la Amazonia en Pastaza y, al poco tiempo, dirigente nacional de mujeres rurales. También fue Consejera Nacional Electoral de Ecuador. Y desde 2017 es Secretaria Ejecutiva de Red de Mujeres Rurales de América Latina y el Caribe (RedLAC) y Vocal Principal de la Mesa Directiva de la Red Iberoamericana de Municipios por la Igualdad de Género. “Haber dado el salto para llegar a un espacio de poder, fue para marcar la diferencia. Yo venía emergiendo como el Ave Fénix, desde abajo, quemándome las pestañas”.
Después de una vida como defensora, tiene dos cosas claras: sus convicciones e ideales son irrenunciables y quiere justicia para las mujeres y niñas que como ella tuvieron que posponer su niñez y sueños. “En la ruralidad existe la misma pobreza y limitación que yo viví en mi infancia.”, lamenta. En esos entornos ha encontrado niñas con infancias robadas y condenadas a vivir en círculos de violencia con sus agresores y sin oportunidades.
“En el campo, canjean a las niñas por una botella de trago. Es infame lo que pasa y de eso nadie habla”, se enfada. Relata que después de una visita a una comunidad amazónica, una de las jóvenes que conoció le llamó y contó lo que le pasó: “Mi hermana me cambió por cinco libras de arroz cuando tenía 10 años”, recuerda que le dijo. “La joven quería suicidarse porque no soportaba seguir viviendo con el hombre que le había comprado a cambio de arroz”.
Luz y otras lideresas han luchado para que estas situaciones nunca más sucedan y se declare el decenio por los derechos de las mujeres, niñas y adolescentes rurales como medida de “resarcimiento a los años de exclusión y olvido que han vivido”. Su esfuerzo se cristalizó en julio del año pasado, cuando la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) aprobó la Declaración por los Derechos de las Mujeres, Adolescentes, y Niñas en entornos Rurales de las Américas. Una iniciativa que busca reparar esa deuda histórica. Para Luz, el primer paso para conseguir justicia es invertir en el talento de las niñas rurales: “Hablar de las niñas también es devolverles la esperanza de ser profesionales, que tengan oportunidades de prepararse para que no envejezcan como nosotras, muchas veces, sin conocimiento”.
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