El linaje de ser parteras para salvar las vidas de las mujeres indígenas y rurales
En Ecuador, hay 1913 parteras y parteros ancestrales que atienden a las embarazadas en comunidades rurales, donde el acceso a los servicios de salud representa un desafío
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Martha Arotingo toma un extremo de la manta y Luzmila Bonilla el otro. Jenny Morales está tendida sobre una tela morada, que sostienen ambas parteras con firmeza, pero con cuidado. De a poco, mueven, de lado a lado, a Jenny y su barriga de siete meses. En silencio, Bonilla sigue frotándole la panza y dice: “Siento que está un poco cruzado”. Hace referencia a que está en posición transversa, es decir, que el feto está postura horizontal, en lugar de vertical. Arotingo y Bonilla, mujeres kichwas kotakachis, son dos de las 1913 parteras y parteros ancestrales en Ecuador, según datos del Ministerio de Salud (MSP). Ambas mujeres, de anaco azul oscuro, blusa blanca y trenza larga, han dedicado su vida a acompañar, cuidar y salvar las vidas de otras mujeres indígenas y rurales.
Atender a las parturientas es un ritual. Antes de revisar a Jenny y su bebé, Bonilla pide permiso. Siempre lo hace. “Voy a tocar barriguita, permisito bebesito”, dice con voz dulce. En una mano, sostiene un frasco de aceite con hojas de manzanilla. La partera comienza a dar masajes a la barriga de Jenny. “Tiene frío esta barriguita, esta vacía, solo está hinchadita. El bebesito está flaquito”, le dice Bonilla, de 40 años. Mientras le sigue sobando la barriga, el sonido del viento golpea las bolsas de yute blancas, que hacen de ventanas de la casa enlucida, rodeada de altísimas plantas de maíz.
Jenny siempre lleva atada a su barriga, debajo de su ropa, una cobija. “Siento como si mi pancita estuviera al descubierto y por eso me pongo esta cobijita. Puedo estar sudando, pero mi pancita está fría. No sé por qué”, se pregunta la mujer de 24 años, que va por su segundo hijo. El primero, de tres años, está jugando a su lado mientras la partera la atiende. Bonilla intenta aliviar el malestar de Jenny con plantas medicinales: le coloca hojas de chirimoya sobre su barriga para “sacar el frío” y la vuelve a cubrir con la cobija.
“Antes de saber que estaba embarazada, hacía fuerza y llevaba los costales de maíz de aquí para allá para los pollitos. Cargaba cemento, ripio y arena en la carretilla para la construcción de mi casa. Pasaba haciendo fuerza, pero no sabía que estaba embarazada”, cuenta. Jenny se enteró después de casi cuatro meses. “Planeaba tener un mes y medio, pero resultó que tenía tres meses y medio”, relata. Ese día fue su primer control prenatal.
Para mujeres como Jenny, ir al dispensario médico significa dejar a su hijo, esperar un bus por más de 30 minutos o bajar una pendiente empedrada hasta llegar a la ciudad. Vive en la comuna de San Pedro, en las faldas del extinto volcán Cotacachi, en la provincia andina de Imbabura. En estas zonas, donde hay un acceso limitado a los servicios de salud, el oficio de las parteras es vital, explica el asesor de salud familiar y comunitaria de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) Adrián Díaz. “Una mujer que tiene que dejar a sus animales, hijo y familia para trasladarse una hora en un camino casi intransitable para ir a un centro de salud sola”, grafica. “Eso no es muy seductor”.
Articulación entre la medicina ancestral y occidental: un camino por recorrer
Martha Arotingo, de 39 años, lo tiene claro. Reconoce que, como parteras ancestrales, necesitan integrar varios conocimientos de la medicina ancestral y occidental. “Somos responsables del trabajo emocional, acompañar en el embarazo y derivar a un centro de salud si vemos que hay una complicación”, dice. Para Arotingo, el caso de Jenny es importante y refleja un problema: el Ministerio de Salud debía derivarla a una partera para que la visite, acompañe y aconseje en nutrición con productos que tiene en el huerto. Pero eso no ha pasado.
Según información del ministerio, la articulación entre el servicio de salud pública y la partería ancestral consiste en que las matronas deriven a las embarazadas al establecimiento de salud para controles y que, a su vez, el centro de salud les remite casos. Pero en la práctica no sucede.
“Lo que han hecho las parteras es resolver los problemas dentro de las comunidades con la salud ancestral”, zanja Arotingo, que lidera el proyecto Partera di Anaku, que busca crear lazos entre otras parteras, que se encuentran en diferentes comunidades. “Queremos inspirar, queremos que este oficio se vea como un servicio de salud, de salud ancestral”, dice orgullosa Arotingo. Pero, además, enfatiza que su objetivo es ayudar a mujeres jóvenes como Jenny, con embarazos complicados, con desnutrición, situaciones de precariedad y contextos de violencia.
La ejecutiva principal de Salud y Nutrición de la CAF-banco de desarrollo de América Latina y el Caribe, Luciana Armijos, apunta a que, además de las brechas geográficas y económicas, las mujeres indígenas y rurales se enfrentan a la desigualdad de género. “No deja de ser un problema grave, la violencia y la falta de educación sobre sus derechos en salud sexuales y reproductivos”, apunta. Esto se suma a que la violencia de género en muchas comunidades indígenas está normalizada y, de cierta manera, aceptada.
Los siguientes meses después de recibir la noticia de su embarazo, Jenny ha acarreado un déficit de peso, reconoce mientras está acostada en la cama descansando, después de la atención de las parteras. “Desde el comienzo, he venido en línea baja. Hasta ahora no entra en la línea verde, me falta un kilo”, cuenta apenada. Apenas le alcanza el dinero para comer todos los días, cuenta, y su casa no tiene servicios básicos tan indispensables como un baño. La desnutrición es un problema que comienza desde la gestación y, en muchos casos, continúa a lo largo de la vida de los niños. Se traduce en crecer con desventaja, en desigualdad.
En las poblaciones indígenas, la desnutrición es alarmante. Tres de cada 10 niños y niñas indígenas menores de 2 años sufren desnutrición crónica. Así lo recoge la última Encuesta Nacional sobre Desnutrición Infantil. Armijos insiste que la principal dificultad es la brecha de atención: “Hay casi el doble de niños con desnutrición en poblaciones indígenas. Es mejor que hace un par de años y se ha integrado sus prácticas culturales. Pero muchas veces no pueden llegar al establecimiento de salud por más gratuito que sea”, señala la experta.
Parir en desigualdad
El acceso a los servicios de salud es el obstáculo más visible de las mujeres indígenas y que viven en el campo. En las zonas rurales, cinco de cada 10 (54,8%) han sufrido violencia ginecobstétrica, según recoge la Encuesta de violencia contra la Mujer 2019 del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC). Cuando se trata de mujeres indígenas, la situación se agrava: siete de cada 10 han experimentado este tipo de violencia de género, que sucede durante el embarazo, parto y postparto. Pero hay otros más estructurales, como la discriminación.
Martha Arotingo conoce la violencia ginecobstétrica. La vivió cuando parió a su primer hijo en un centro de salud. “Me insultaron, gritaron y dijeron cosas muy feas. Sentí mucha impotencia, enojo y rabia. No fue un momento feliz en el que recibes a tu bebé”, continúa. “Pensaba que iba a ser como mi mamá atendía a las parturientas, desde el cariño, respeto, como tú, la más importante. Pero no”, recuerda. Arotingo cree que esa es una de las razones por las que hay desconfianza dentro de los servicios de salud: no hay calidad ni calidez.
Ofelia Salazar Shiguano, lideresa de Amupakin—una asociación de mujeres parteras kichwas del Alto Napo, en la Amazonía ecuatoriana— añade que, muchas veces, cuando las parturientas van a los centros de salud por dolores, los médicos no las atienden. “Les dicen que regresen cuando tengan dolores más intensos, que todavía falta o para eso tienes guagua, aguántate”, enumera la mujer de 52 años. “Esas no son palabras para las parturientas y, mucho menos, solo porque somos indígenas. En la fila del turno para hacerse atender, el mestizo, primero y las indígenas atrás. Esa es otra forma de violencia: por ser mujer indígena recibimos un trato peor”, cuestiona Salazar.
El linaje de la partería
El legado de las parteras es casi generacional. Se transmite de madres a hijas. Es un oficio que llega a sus vidas desde niñas. Salazar Shiguano es una mujer que conoce la partería de toda la vida. Desde niña, su madre le pedía ayuda cuando iba a atender a una embarazada. “Cuando mi mami atendía un parto, siempre decía venga, venga, en kichwa. Coge esto, pasa esto. Es como un juego que nos enseñan desde pequeñas”, dice.
Cuando Arotingo piensa en la partería viene a su memoria los recuerdos de su madre atendiendo partos y cosechando la tierra. “Mi mamá trabajaba, cuidaba la casa, sus hijos, era agricultura y, en las noches, salía y se iba a atender partos”, cuenta. Ni Marta Arotingo ni Ofelia Salazar tenían en sus planes dedicarse a la partería. Ambas mujeres lo decidieron de adultas.
Después de 15 años ejerciendo el oficio, Salazar se siente feliz de seguir el legado. Pero a la vez está preocupada por el futuro: “Las mamás van avanzando de edad y nos van dejando sin sus conocimientos”. El recambio generacional es uno de los riesgos de supervivencia de la partería en el tiempo. No hay gente joven que quiera ser partera o partero: la falta de reconocimiento y remuneración económica es una de las causas.
Para cambiar esta realidad, Martha Arotingo fundó hace tres años una escuela de partería ancestral. Con el proyecto, quiere que las mujeres de las comunidades se unan y aprendan sobre partería. Para eso, armó una malla curricular con todos los conocimientos que debe saber una partera, que van desde control gestacional, parto, postparto y nutrición. Además de la profesionalización de este oficio milenario, Arotingo quiere que la partería sea concebida como un servicio de salud, que tiene validez tanto monetaria como profesional. “Queremos que todas las mujeres tengan esta fortaleza de decir sí, soy partera y ese es mi trabajo, mi oficio”, dice entusiasmada.
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