Los traductores, la pieza clave para brindarles una salud especial a los pueblos indígenas en Bogotá
La capital colombiana cuenta con un programa que le presta atención diferencial a personas que necesitan no solo alguien que las guíe en los trámites, sino que les traduzca desde y hacia el español
A las mujeres kichwas las identifica la elegancia al vestir: camisas blancas con adornos florales bordados a mano, cabello partido a la mitad y recogido hacia atrás, cuellos rodeados por una wualka, un collar dorado en espiral, y una falda negra en corte recto que baja desde sus cinturas, donde resalta un chumbi, cinto tejido a mano que representa la pureza femenina. Cada elemento tiene un significado, y ponérselo es un ritual. Así vestidas, tres mujeres de distintas generaciones y un mismo linaje llegan a un centro de salud en el barrio La Española, en Bogotá. Cerca, en el barrio La Granja de la localidad de Engativá, vive gran parte de los 5.000 kichwas que, según el cabildo de la comunidad, están radicados en la capital colombiana. Una población indígena con una particularidad: también es migrante.
Rosa, Blanca y Ángela llevan nombres occidentales, pero los orígenes de su pueblo, que en el norte de Ecuador se resistió a la expansión del imperio inca, se remontan a tiempos inmemoriales. En Bogotá, donde ahora viven, acuden a un centro de salud especial en el que tienen acceso a medicina general, enfermería, vacunación y odontología, como parte de un compromiso que viene aplicando la Secretaría de Salud, desde la pasada administración, para prestar una atención diferencial a 14 pueblos indígenas. En medio de un panorama bogotano aparentemente homogéneo, la Alcaldía ha firmado convenios con los muiscas de Suba y los de Bosa, así como con los ambika pijao, inga, cametsa, pasto, uitoto, eperara, tubu, nasa, yanacona, wounaan y misak; y también con los kichwa.
Gracias a esos acuerdos, el Distrito mantiene equipos interculturales en los que hay desde una enfermera hasta una partera. Una figura resalta entre ellos: la del gestor comunitario, como se le dice sobre el papel a quien hace el rol de traductor, o vehículo entre dos mundos. Los ancianos desorientados, los recién llegados a la gran ciudad, los abrumados por la tecnología, son guiados por jóvenes de sus propias comunidades que dominan los trámites burocráticos, les hacen seguimiento a sus historias clínicas y hablan un perfecto español, el idioma oficial y más extendido del país, mas no el único: el Ministerio de las Culturas señala que en Colombia existen 68 lenguas nativas habladas por cerca de 850.000 personas, el 1,6% de sus habitantes.
—Imatananan (¿Qué te duele?) —les pregunta Diego Ascanta a los abuelos kichwa.
—Uma bañan —le responden si les duele la cabeza—, o uma nanan —si les duele el oído.
Diego los entiende perfectamente, aunque no puede responderles con la misma fluidez. “La lengua era algo que vivía en la intimidad”, cuenta en el centro de salud, donde trabaja como gestor. Vivía el kichwa al interior de su familia; era la lengua con la que desde niño le hablaban sus padres. “Pero no me gustaba”, añade. “Partamos desde ese punto: yo pensé que ser indígena era malo, porque la sociedad te lo hace creer así”. Entonces se camufló y se cortó el pelo: “Lo que identifica a los jari, que significa hombre, a los kichwas jari, es el cabello largo. Y yo lo tuve largo hasta cierta época, pero de tanta cosa que me decían cuando era pequeño, de usted es una niña, decidí cortármelo”.
Sus padres fueron los primeros de su familia en llegar a Bogotá. Desde la década del setenta, por motivos de negocios, parte de la comunidad kichwa empezó a movilizarse hacia el norte de la cordillera para radicarse en esta otra ciudad de altiplano, andina y montañosa, no tan diferente de su natal Otavalo. La actividad tradicional de este pueblo ha sido la venta de textiles y artesanías, y encontraron en el centro de la antigua Santa Fe, con sus mercadillos y flujo de gente, un buen punto comercial. Uno tras otro se fueron quedando, formando familias bilingües, repartidas entre dos países.
“Ahorita la mayoría ya solo habla español, empezando por mis hijos, por mis nietos”, cuenta Rosa María de la Torre, la mayor de las mujeres que visitan el centro de salud. “Sí entienden lo que a veces digo. En kichwa les digo: ‘traiga esto’, y ellos saben. ‘Ya sé qué me estás diciendo; me estás diciendo que vaya compre carne”, le responden. “En la casa se habla español, porque ellos como están estudiando, ya no quieren hablar (en kichwa)”, añade.
—¿No hay algo triste en que se pierda la lengua?
—Pues sí, ¡pero qué puedo hacer!, porque por el estudio... Yo misma casi no hablo español, pero cuando estoy así como con los paisanos, cuando estoy en mi lengua, yo voy, hablo, me preguntan —responde Rosa.
“Para mí fue muy difícil. Yo no sabía una sola palabra de español”, explica la abuela kichwa. “Y entonces un día vinieron de Quito unas señoras como usted, mishakuna —mujer blanca, o mestiza—, y nos llevaron para allá. Tenía como 15 años. Yo me lloraba porque no podía contestar ni podía entender lo que me decían: que vaya compre esto. Entonces le dije: ‘anota, apunta’. Ahora también: dirección que me toca ir lejos, yo sola no llego... Entonces ahí lo que sí se aprendió fue un poquitico de español, un año que estaba trabajando en Quito. Fui aprendiendo de a poquito, por lo que se escuchaba, lo que se hablaba no más”.
¿Qué pasará con kanchi runa shimi —nuestra lengua—? Es una de las cuestiones que preocupan a Diego. A medida que fue creciendo, se fue acercando al cabildo y alimentando un orgullo por su origen indígena. “Yo soy también autoridad del cabildo en este momento”, cuenta en su acento bogotano, y menciona que están trabajando en proyectos para recuperar su lengua: “Hay escuelas para los niños, que van a aprender cómo escribirlo, porque una cosa es hablarlo y otra muy distinta es escribirlo”.
Él mismo ha ido descubriendo sus particulares normas gramaticales. En el kichwa no existen la ‘e’ ni la ‘o’. Además, la ‘i’ y la ‘u’ nunca pueden ir juntas. “Sí pueden estar en una misma palabra, pero se intercambian. La ‘u’ pasa a ser una ‘w’ cuando ya hay una ‘i’ primero. Y si hay una ‘u’ primero, la ‘i’ pasa a ser una ‘y’. Son cosas que uno va aprendiendo”, agrega. Pese a que su cultura cuenta con una nutrida tradición oral de canciones y relatos, la apuesta es que los niños aprendan a escribir en su lengua. El objetivo es claro: “Si está escrito, trasciende. Si no, se pierde”.
El Ministerio de las Culturas puede establecer que de las lenguas que se hablan en el país, 65 son indígenas, o indoamericanas, dos son criollas, habladas por afrodescendientes —el creole y el Ri Palengue—, además de la lengua Rromaní, del pueblo Rrom o Gitano, pero no puede saber cuántas han existido, ni cuántas se han perdido para siempre. El que muera el último hablante de una lengua es una tragedia, porque con él desaparece una cosmogonía. “¿Cómo saber qué sueño somos si las palabras antiguas se han ido con sus voces?”, dice un verso del poeta indígena Hugo Jamioy Juagibioy*.
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Emy Castañeda es otra gestora kichwa, encargada de asesorar a las personas de su comunidad en los centros de salud que hacen parte de la subred sur. Se reparte la ciudad con Diego. Gran parte de su trabajo es hacer informes y trámites, que en ocasiones se dificultan con las personas mayores, que tienen cédulas de extranjería. Trabajan con la EPS pública Capital Salud, la encargada de prestar el servicio subsidiado y diferencial a los grupos indígenas.
“Vivir entre dos mundos es muy bonito”, dice Emy. Solo a veces se pregunta si está siendo tan moderna que está perdiendo sus raíces: “Pero luego me pongo a pensar y digo ‘bueno, hay tantas personas. A mí me tocó el privilegio de ser indígena, y me enorgullece. Puedo estar viviendo en una ciudad, pero sé cuáles son mis costumbres”. Algunos en la comunidad han dejado de utilizar nombres occidentales, y sus hijos e hijas volvieron a llevar nombres de eventos naturales, como es tradicional: algunas niñas se llaman Wayra -viento-, Kaku -agua- o Capary -grito-. “La vez pasada vino uno que se llama Rumy”, recuerda Diego, que explica que significa roca.
Transcurrida la tarde, luego del recorrido de las mujeres por varios consultorios, sale una médica con un diagnóstico: “Blanquita tiene el colesterol alto”. Le llama la atención a Diego sobre ese problema, generalizado en la comunidad. Pasan tanto tiempo en la calle, vendiendo, que a veces no tienen tiempo de prepararse comida saludable, y comen muchos paquetes. Le pide que, como gestor, hable de eso en el cabildo, que les recuerde la importancia de una buena alimentación, y que esté pendiente de los exámenes que le acaba de mandar a Blanca. Lo verá en la lectura de los resultados.
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