El dolor infinito del hombre de la esquina
El escritor Ricardo Silva recupera la historia de Raúl Carvajal, un padre que pasó la última década de su vida apostado en una esquina de Bogotá para denunciar el asesinato de su hijo en el Ejército
Ignorando las indicaciones de tráfico, se adentró con su Dodge modelo 73 en la Plaza de Bolívar, en pleno centro de Bogotá. Conducía extasiado, como drogado frente a las miserias de un mundo vulgar e insoportable. Cuando aparcó, recogió un bulto del asiento del copiloto que había viajado por toda Colombia con él y lo posó sobre el techo: era el cadáver momificado de su hijo.
Don Raúl Carvajal, un humilde transportista de pelo gris y bigote blanco, quería contarle a todo el mundo que su hijo había sido asesinado. El muchacho, al que llamaban Mono, era un soldado de 29 años con una hija recién nacida. Tres semanas antes de que lo ajusticiaran, le contó a su padre por teléfono que querían que matase a civiles inocentes, pero que él se negó. El Ejército trató de justificar su muerte asegurando que en medio de la selva recibió un balazo de un francotirador de las FARC. A don Raúl aquello le pareció un cuento y en el velatorio abrió el ataúd sellado que le habían entregado con un martillo y una palanca. Encontró que el cadáver tenía el cráneo partido en dos, como si le hubieran disparado a escasos metros.
A partir de ese momento dedicó la vida a esclarecer el crimen. Le escribió a la Cruz Roja Internacional, al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, a la Fiscalía General de la Nación, al Ministerio de Defensa, a la Conferencia Episcopal, a la Presidencia de la República y a todo aquel que uno se pueda imaginar. Ninguna institución logró avanzar en la investigación. Desesperado, en 2011 aparcó la furgoneta en la carrera séptima con la avenida Jiménez, sobre un suelo empedrado, delante de una iglesia con más de 500 años de antigüedad. En los semáforos colgó cuerdas en las que desplegaba fotografías de todo el caso y en lo alto de la furgoneta dejó un maniquí con la ropa de soldado de su hijo y una fotografía de él estampada en el rostro. Don Raúl se quedó ahí para siempre.
Al principio la gente se paraba a escucharlo, era una novedad. Llegaba a las 8.30, puntual, y se marchaba cuando empezaba a caer la tarde. Uno se lo imagina como a esos apóstoles que en corrillos contaban una historia extraordinaria, dolorosa, desgarradora. Tenía la atención inmediata de los transeúntes. Pero con el tiempo se convirtió en parte del paisaje, en una estatua. Acabó pareciéndose a los locos invisibles que denuncian frente a la Casa Blanca la inminencia de una guerra nuclear. Su causa ya no importaba ni a los abogados ni a los medios de comunicación. Así que la gente lo olvidó, y con él se olvidó la historia de su hijo muerto.
Han tenido que pasar dos años desde su muerte para que alguien venga a rescatarlo entre el polvo del olvido. El novelista Ricardo Silva Romero ha escrito un libro conciso y conmovedor a la vez de un hombre que lo dejó todo ―familia, trabajo― para dedicarse en cuerpo y alma a una causa. En los últimos años desarrolló una paranoia que le hacía no hablar por teléfono, desconfiar de los desconocidos que se paraban más de la cuenta a observarlo y mirar por el retrovisor si algún coche lo seguía. Llegó a creer que existía un plan del Estado para acabar con él. En el hospital, contagiado por la Covid, veía en el personal de bata blanca a la parca. Los médicos certificaron su muerte a las 11.11 del 12 de junio de 2021.
Que muriese a esa hora capicúa lo convertía casi de inmediato en un personaje de Silva. Por superstición, sus libros están llenos de relojes que marcan las horas en espejo. Al escritor le conmovió la historia de este hombre sobre el que escribió en su columna habitual en El Tiempo, al poco de su muerte. Después de releerla al día siguiente pensó que ahí estaba el germen de una novela, que ha terminado llamándose El libro del duelo (Alfaguara).
Silva Romero deambula esta tarde destemplada por la esquina donde se apostaba don Raúl. Todo esto lo bañaron sus ojos.
El escritor lleva un cortaviento y unos pantalones color café. Se limpia las gafas y se mete las manos en los bolsillos.
―Se parqueó aquí como diez años. Al principio no le dejaban, pero las alcaldías fueron hábiles, vieron que no era un problema para nadie. Llegaba y amarraba con cuerdas de la ropa las fotos, como una galería. Fotos de todos sus viajes, lo que había reconstruido. En el camión colgaba pancartas denunciándolo todo y contándolo todo. Colgaba el maniquí con el uniforme del hijo y con la cara del hijo pegada y contaba la historia, era impresionante realmente. Era muy fuerte el mensaje. Es muy impresionante la esquina. Es un punto clave de la historia del país. Ahí mismo mataron a Gaitán el 9 de abril del 48 ―señala con el dedo―. Todos estos edificios son los que se mantuvieron en pie, el resto cayeron como si los hubieran bombardeado. Ahí enfrente queda la antigua redacción de El Tiempo.
El novelista se encontró con una historia fuera de lo común, una entre un millón. Estaba repleta de sucesos increíbles. Un día, don Raúl condujo hasta la puerta de El Ubérrimo, la finca de Álvaro Uribe Vélez. Sacó del maletero una bicicleta y pedaleó por el camino de tierra que llevaba hasta la hacienda. En el camino se encontró a un hombre a caballo, con gafas, en actitud serena. Era el propio Uribe, que entonces estaba a cargo de la República. Eran los tiempos ―escribe Silva― en los que ese presidente era una aparición: un Dios. Don Raúl no perdió tiempo en contarle que su muchacho amaba el ejército, sentía orgullo de vestir el uniforme, pero que por no matar a civiles para hacerlos pasar por guerrilleros ―lo que se conoce como falsos positivos― encontró la muerte. Uribe le aseguró que hablaría con el comandante de las Fuerzas Militares para que averiguara lo que había pasado con “su pelado”. Meses después de ese extraño encuentro, don Raúl cayó en la cuenta de que su caso seguía en el limbo. Ahí fue cuando cometió la osadía de plantarse en el corazón de Bogotá y exhibir el cadáver de su hijo, que había sido exhumado días antes en un cementerio en el que ya no tenía cabida.
Poco después, fue cuando don Raúl decidió quedarse en esta esquina empedrada, en la que revolotean las palomas y un hombre con sombrero predica a unos adolescentes taciturnos. El sesentón que había empezado esta cruzada envejeció, se convirtió en un anciano con achaques. Aquí habían colocado una placa en su honor que alguien ha arrancado, nadie sabe por qué. Su adiós ha dejado un vacío, un hueco, que los cientos de transeúntes que pasan cada minuto no consiguen llenar.
―Su familia lo perdió. Su esposa y sus dos hijos, sus nietos―, le digo a Silva.
―Lo perdió para siempre. Hablaban poco y, como le pasa a mucha gente que está en esas causas, no confiaba en el teléfono. Tenía mucha sensación de que la gente estaba encima de él.
―¿Crees que le mereció la pena?
―Yo sí creo. La de él es una figura que transciende, como la de las Madres de la Plaza de Mayo. Es sobre los falsos positivos, pero también de un soldado que se niega a hacer falsos positivos. El Mono era un soldado honorable. Esto no es solo de la gente envilecida por la guerra, sino de gente heroica que no se dejaba meter en eso.
―Llama la atención que fuera un padre el que emprendió esta cruzada y no una madre.
―Es una historia de un padre en un país sin padres. El 80% de los padres se van en Colombia y dejan a sus familias. Y este es un señor entregado, dedicado a ser padre, a ser el evangelista del hijo. Este es un padre dedicado a llorar al hijo, a ser vulnerable en una esquina histórica de Colombia, en un país de machos que se niegan a llorar y a decir que están partidos en dos. Es un personaje muy importante para un país tan machista. Es muy conmovedor. Era articulado, inteligente, simpático, solidario. Formó una familia de víctimas en Bogotá.
Al principio, las Madres de Soacha, una asociación conformada por madres, esposas, hijas y hermanas de los asesinados por los falsos positivos, no sabían cómo un interpretar a un padre. Después lo acogieron y unieron sus dolores. Los jóvenes que se echaron a la calle para protestar en 2021 lo rodearon y lo escucharon con atención. Lo llamaban con sentido del humor Don furgón. Era el papá de la resistencia, el hombre que siempre estaba ahí. Una tarde agitó la bandera roja, azul y amarilla en el aire cargado de humo.
El camión ha quedado aparcado en la puerta del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá. Al lado, don Raúl ha sido enterrado en la bóveda del Cementerio Central, en la número 1.335. Silva tiene pensado pasar por allí uno de estos días y dejarle unas flores.
El libro del duelo se ha publicado en Alfaguara. 228 páginas. 59.000 pesos (13,5 dólares).
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