¿Es esto una revancha contra 1968? Los ideales de los sesenta ya sufrieron derrotas antes
Algunos documentales permiten revivir el año revolucionario de la década prodigiosa. La marea ultra combate ahora las causas que cogieron fuerza entonces. Pero lo que llaman guerra cultural viene de más atrás


No fue una revolución, sino muchas revoluciones simultáneas. Los sesenta fueron un punto de inflexión en la historia reciente, una ruptura generacional, el nacimiento de algo nuevo. La explosión de la cultura pop y de la contracultura, la agitación de una juventud bien educada que no había vivido la Guerra Mundial y buscaba su espacio, Vietnam, los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, la crisis de los misiles, el viaje a la Luna, Stonewall, la píldora y la liberación sexual. Tiempo de activismos: el pacifismo, el feminismo, la lucha contra la segregación racial, la salida del armario, el ecologismo antinuclear. Y el Mayo del 1968, con epicentro en París pero que resonó desde Praga hasta México. La reacción ultraconservadora que vive hoy el planeta, con esa furia contra las ideas de igualdad e inclusión, ese nuevo imperialismo y ese desmantelamiento del Estado protector, parece ser una derrota muy en diferido de todo lo que representó 1968, el año fetiche de la década prodigiosa. Pero no se borrará fácilmente lo que hemos cambiado en este medio siglo.
Para entender lo que pasó entonces, la prolífica directora británica Lyndy Saville, especializada en historia y cultura pop, firma dos documentales modestos pero dignos, disponibles en Amazon Prime, y en Youtube en versión original. Son 1967: El verano del amor y 1968: Un año de guerra, disturbios y más (mala traducción de 1968: A Year of War, Turmoil and Beyond: ¿más qué?). Los realizó en 2017 y 2018, cuando se cumplían 50 años de los hechos que narra, y combinan imágenes de archivo (nada inéditas) con comentarios de expertos, en su mayoría británicos, que vivieron esos años. Ver los dos del tirón permite observar el salto que dio una misma generación desde el idealismo hippy a las barricadas en solo unos meses. Se trazan paralelismos entre los movimientos culturales, sociales y políticos, y el metraje se detiene, eso es lo más original, en la moda, el cine, la televisión y la publicidad que reflejaban el espíritu de aquel tiempo.
1967 se centra en aquella explosión de flores, drogas psicodélicas y hedonismo a través de lo que ocurría entre los jóvenes de San Francisco y Londres, aderezado con buena música porque aquel fue un año glorioso para el rock. En 1968 cobra mucho más peso el activismo, que se extiende en múltiples direcciones: contra la guerra, contra el capitalismo, contra el racismo institucional, contra la clase política. La conmoción por los estragos del conflicto en Vietnam y los asesinatos de referentes de la izquierda encendieron la mecha. Se abunda aquí en la brecha generacional: los padres no podían soportar que sus hijos varones asumieran ciertos roles estéticos femeninos o que sus hijas se sintieran liberadas. Muchos adultos de entonces temían la destrucción de su estilo de vida.
Resulta más ambiciosa y lograda la aproximación a esa misma época que produjo Tom Hanks para la CNN en 2013: la serie Los sesenta (en Movistar+). El relato empieza siendo trepidante, pero según avanzan los capítulos llega la pausa que necesita para ser digerible. Si los dos documentales de Saville tienden a mirar el mundo desde Londres, a estos diez capítulos les cuesta mucho sacar en foco alguna vez de EE UU. El séptimo capítulo nos explica la emergencia hippy desde sus raíces en el movimiento beat y la escena folk de Greenwich Village, pasando por el verano loco de 1967 en Haight-Ashbury (antes de que se volviera una feria para turistas), hasta el inicio de la decadencia poco después de Woodstock. El octavo nos lleva a 1968, pero le falta apertura de miras: está más centrado en la política, en un convulso y sangriento año electoral en EE UU, que en lo que sucedía en las calles, salvo las de Chicago durante la convención demócrata, sin menciones a lo que pasaba en otros lugares, no digamos en otros países.
Conviene recordar que 1968 ya sufrió derrotas en su día. Desde luego fue un fracaso en lo político, no solo para sus corrientes más extremistas. Lo que siguió fue un restablecimiento del orden conservador, con líderes como Nixon en EE UU o Pompidou en Francia que apelaban a “la mayoría silenciosa”. Después vino la crisis del petróleo, y más tarde otra oleada derechista, la de Reagan y Thatcher. El ideal hippy ya había entrado en crisis antes, a partir de 1969, cuando se sucedieron la matanza de la secta de Charles Manson, la violencia de los Ángeles del Infierno en el festival de Altamont y las muertes de Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison, todos con 27 años, por los excesos de la época. “El sueño ha terminado”, cantó Lennon en God (1970).
Pese a todas las derrotas, las revoluciones de los sesenta parecían haber decantado de su parte la guerra cultural, mala forma de referirse a la disputa ideológica sobre los valores sociales. Se quedaron instalados en la forma de vida occidental la secularización, el fin de la segregación racial, la emancipación de la mujer, el derecho al divorcio y al aborto, el respeto a la libertad y la diversidad sexual, la construcción de la propia imagen e identidad, la integración de lo diferente. Todo eso que ahora está bajo asedio. Los valores solidarios o igualitarios se demonizan desde las instancias más poderosas, y han vuelto los hombres fuertes a poner orden.
En realidad, la guerra cultural, la llamaremos así, no viene de los años sesenta, sino de mucho, mucho más atrás. De lo contrario nunca se habrían abolido el feudalismo y la esclavitud, ni las sufragistas habrían conquistado la democracia plena. Es lo de siempre: la luz contra la oscuridad, la Ilustración y la Contrailustración. La pregunta es si hará falta echarse a las calles otra vez.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
