Dónde está hoy aquella rabia del 68
El mayo francés, la primavera de Praga, las protestas contra la guerra de Vietnam... 1968 dejó el germen de la sociedad moderna. ¿Queda algo hoy?
Hace apenas unas semanas, Conor Friedesdorf, redactor de The Atlantic, preguntaba a los lectores de su revista cuál de los acontecimientos que se produjeron en 1968 les parece más digno de recuerdo a estas alturas. ¿El mayo revolucionario francés? ¿Las elecciones presidenciales en las que se impuso Richard Nixon? ¿Los asesinatos de Martin Luther King y Bobby Kennedy? ¿La ofensiva del Tet? ¿La primavera de Praga? ¿O quizás el estreno de 2001: una odisea del espacio o el primer concierto de Led Zeppelin?
En muy pocos días, The Atlantic acumuló testimonios de veteranos de las grandes convulsiones estadounidenses del 68, gente que participó en las marchas por los derechos civiles, en la campaña para erradicar la pobreza que impulsó Martin Luther King o en masivas, y no siempre pacíficas, protestas contra la guerra de Vietnam en universidades como Columbia o Berkeley.
“Fue nuestra revolución”, explicaba el escritor anglo-paquistaní Tariq Ali en su columna en el diario británico The Guardian. “Gran parte de los que teníamos 20 años en 1968 fuimos partícipes de esa enorme ola insurreccional que sacudió al mundo”. Redactor por entonces del periódico radical The Black Dwarf, que empezó a editarse en la primavera de 1968, Ali cuenta una anécdota que sintetiza el espíritu de la época.
La noche del 10 de mayo, cuando se produjeron los primeros enfrentamientos en París entre universitarios y agentes de la CRS, la fuerza antidisturbios francesa, la televisión pública envió al Barrio Latino a un popular comentarista deportivo. El hombre se vio inmerso en una auténtica batalla campal y empezó a contar lo que ocurría con lo que Ali describe como “pasión ecuánime”, como si estuviese transmitiendo un partido de fútbol.
Los estudiantes improvisaban trincheras y lanzaban adoquines a los policías. La CRS cargaba contra ellos. Los estudiantes retrocedían. De repente, al comentarista se le quebró la voz mientras contaba que los antidisturbios estaban lanzando lo que parecían ¡granadas! “Imposible”, dijo el presentador del programa, “la policía francesa nunca haría algo así”. “Solo cuento lo que veo”, se oyó responder al hombre antes de que cortasen bruscamente la conexión.
La anécdota dice mucho de lo que fue el mayo francés. La violencia insólita. Lo extraño, lo confuso y lo desproporcionado que fue todo. La virulenta respuesta policial. El estupor de la gente común. El desdén agresivo de la Francia institucional. Y también el papel central de la televisión, que sirvió de enorme ventana para que los que no participaron de esas jornadas de convulsión revolucionaria se asomasen a ellas. Como decían los propios revolucionarios: “El mundo está mirando”.
“Nadie pareció entender de qué iba todo aquello hasta que fue demasiado tarde”, explicaba Ali en el citado artículo de The Guardian. Para Ramón González Férriz, autor del ensayo de reciente aparición 1968: el nacimiento de un mundo nuevo, “en España sufrimos el fetichismo del mayo francés, que nos parece el paradigma de las revoluciones modernas, pero en realidad los sucesos de París no fueron ni de lejos lo más importante que ocurrió ese año”.
En opinión del periodista y escritor de Granollers, los acontecimientos decisivos de ese año “se producen en EE UU, donde se celebran las primera elecciones modernas, las que gana Nixon con la llamada "estrategia sureña"; en Checoslovaquia, donde los tanques soviéticos aplastan cualquier esperanza de que el comunismo pudiese evolucionar hacia un sistema compatible con la libertad y la democracia, y en México, donde tiene lugar la matanza de la plaza de las Tres Culturas, un acto represivo de una brutalidad inaudita, que tal vez produjo miles de muertos”. Todo ello, en el contexto de “globalización revolucionaria” que Férriz resume con precisión en su ensayo.
“¿Dónde fue a parar toda aquella rabia?”, se pregunta Tariq Ali. Para Mark Kurlansky, “se fue diluyendo por múltiples razones, empezando por la solidez granítica de los sistemas capitalistas occidentales, que primero recurrieron a la represión y luego concedieron una serie de victorias simbólicas y culturales que hicieron que la mayoría de los jóvenes revolucionarios acabase integrándose con naturalidad en la sociedad de sus mayores”.
El propio Daniel Cohn-Bendit, uno de los principales líderes del mayo francés, reconoce que las revoluciones del 68 cosecharon “una matizada victoria cultural y una inapelable derrota política”. No derribaron ningún gobierno, pero impulsaron el proceso de transformación de las sociedades occidentales en aspectos como la libertad y la diversidad sexual, la ecología o la adopción de un frágil consenso social antirracista, pacifista y antiautoritario.
Para Conor Friedesdorf, “en aquella ruptura generacional a gran escala está el germen de la sociedad en que hemos vivido los últimos 50 años”. González Férriz añade que incluso esa derrota política de que hablaba Cohn-Bendit habría que matizarla: “Si algo llama la atención en todo el movimiento contracultural de los sesenta, es su absoluta ingenuidad. No hay en él reivindicaciones económicas. Se basa en un rechazo genérico a lo establecido y lo caduco, pero sin proponer una alternativa sensata y viable. De algún modo, la realidad se tomó una venganza simbólica pocos años después, con la contrarrevolución conservadora de Reagan y Tatcher, porque la derecha puede ceder la iniciativa en el terreno cultural, pero nunca le falta un programa económico ni la capacidad de llevarlo a la práctica”.
El periodista James S. Robinson planteaba en un artículo en USA Today que si bien la herencia cultural de las revoluciones del 68 se ha mantenido parcialmente vigente hasta nuestros días, la nueva derecha populista está triunfando en su afán por plantear de nuevo esa vieja batalla. Para Robinson, la herencia más duradera de 1968 es “la corrección política”, que condena al silencio a quienes discrepan del consenso progresista y humanista en cuestiones como “el racismo, el feminismo, la diversidad sexual o el ecologismo”.
Pero políticos como Donald Trump han demostrado la fragilidad de ese consenso “apelando, como Nixon, a esa ‘mayoría silenciosa’ de gente blanca, de nivel formativo medio o bajo y valores conservadores que no tiene por qué compartir las ideas ni las prioridades de la élite intelectual y académica o las minorías raciales”, añade Robinson.
Visto así, la llegada a la presidencia de Obama sería la gran victoria de 1968. O casi, según González Ferriz. “Se le relacionaba con los derechos civiles y el progresismo de la revolución contracultural de los sesenta, pero se distanció de la herencia del 68 tras ganar las primeras presidenciales. Aquellas fueron las guerras de nuestros padres, vino a decir”.
Unas guerras cuyo combustible, como decía Tariq Ali, fue esa rabia que él echaba de menos y que se consumiría sin dejar apenas rastro en ese par de décadas convulsas y caóticas que fueron los sesenta y los setenta.
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