¿Fue Altamont verdaderamente el final del sueño hippy?
Nuevas filmaciones sugieren que el festival californiano pudo tener un desenlace más risueño
Para la historia, la aparición de los Rolling Stones en Altamont del 6 de diciembre de 1969 ha quedado como el nadir de la utopía californiana de los sesenta. Una pesadilla experimentada por unos 300.000 niños de las flores, con el resultado de cuatro muertos: tres por accidentes más un joven negro asesinado por Ángeles del Infierno, al lado del escenario, ante las cámaras del equipo de David y Albert Maysles, un horror que quedó reflejado en el documental Gimme Shelter, que alternaba ese metraje con la taciturna reacción de Mick Jagger ante las filmaciones de la noche de autos.
En el medio siglo largo que ha pasado, el principal testimonio de referencia ha sido el de los hermanos Maysles. Sin embargo, resulta que allí hubo al menos otro cineasta, posiblemente un aficionado con una cámara de 8 mm. Lo acaba de anunciar la Library of Congress, que almacena incluso cintas caseras. Su material quedó olvidado en Palmer Films, unos laboratorios de San Francisco que cerraron tiempo atrás. Pasó desapercibido debido a que estaba etiquetado como “Stones in the Park”, lo que hacía suponer que procedía del concierto del grupo en el Hyde Park londinense, el 5 de julio de ese mismo año, que fue rodado y emitido por Granada Television, bajo el título precisamente de The Stones in the Park.
Cuando fue digitalizado se descubrió que eran 26 minutos de imágenes (mudas) de Altamont, rodadas con manos temblorosas pero montadas con intención. Uno sospecha que el cineasta estaba en el ajo y tenía acceso al escenario. Contienen fragmentos de las actuaciones de Santana, Jefferson Airplane, los Flying Burrito Brothers, Crosby Stills Nash & Young y, ya de noche, los Rolling Stones. Los Grateful Dead renunciaron a tocar: el entorno de Jerry Garcia estuvo implicado en los principales errores cometidos y la banda optó por distanciarse de lo que sería descrito como “el desastre de los Rolling Stones en Altamont”.
Así lo resumió la revista Rolling Stone en la portada de su siguiente número. La plana mayor del principal medio de la contracultura arremetía contra Jagger y la deplorable organización: “Lo que ocurrió en Altamont fue consecuencia de un egocentrismo diabólico, de una gran incompetencia, de la manipulación económica y, en esencia, de una actitud insensible hacia la raza humana”. Detrás de ese pliego de cargos estaba la alta política del Olimpo del rock, la tortuosa relación entre Jagger y Jann Wenner (responsable de Rolling Stone), detallada en la áspera biografía de Joe Hagan sobre el fundador de la publicación, Sticky Fingers (edición española: Neo-Sounds, 2018).
Unas acusaciones justificadas, por otra parte, pero congruentes con el espejismo del festival de Woodstock, que se había desarrollado cuatro meses antes. Jagger quería diluir la polémica por el precio alto de su gira por Estados Unidos —las entradas iban de tres a ocho dólares— con un show gratuito que además funcionaría como clímax para el documental encargado a los Maysles. Pero también el propio mito dorado de Woodstock escondía motivos impuros: fue un evento gratuito por la incapacidad de los promotores para gestionar el acceso de la multitud. Aunque la granja de Max Yagur era un Edén comparado con el secarral de Altamont, en los alrededores de un circuito de carreras sin infraestructura para 300.000 personas.
Que conste que los espectadores lo sabían. En la película de los Maysles les vemos llegar con mantas, provistos de comida, bebida y —suponemos— las sustancias propias del momento. En las tomas ahora descubiertas contemplamos a un público multirracial disfrutando, caras guapas bailando y hasta unos relajados Mick Jagger y Keith Richards paladeando la actuación de un Gram Parsons que exhibe tórax. Nada fuera de lo normal hasta que el valiente Marty Balin, vocalista de Jefferson Airplane, se lanza a intentar parar una paliza de las tantas que propinaban los Ángeles por cualquier razón.
Lo de elegir un sitio tan inhóspito pudo ser una solución de emergencia, propiciada por el Efecto Woodstock, con la ingenua esperanza de que la muchedumbre podría organizarse y crear instintivamente una comunidad modélica. Lo de fichar a los Ángeles del Infierno como seguridad solo puede calificarse como estupidez. Los Dead y otros cabecillas del hippismo simpatizaban con los pandilleros de Sonny Barger, que todavía no se habían convertido en organización criminal; aceptaban ese encargo, pagado con barra libre de cerveza. Sus reacciones tendían a lo imprevisible: podían atacar a manifestantes contra la guerra de Vietnam, por “falta de patriotismo”, o atiborrarse de LSD en un acid test promovido por el novelista Ken Kesey.
La fábula del lobo cuidando a los corderos. Pocas de las víctimas se rebelaron. Conspicuo con su traje de color verde lima, un chaval negro de 18 años llamado Meredith Hunter se sintió maltratado por los moteros y reaccionó sacando un revólver. No llegó a disparar: unos minutos después, murió desangrado. Solo uno de los agresores fue procesado y el jurado aceptó que obró en defensa propia.
Estrictamente hablando, ninguno de los implicados formaba parte de la contracultura. Pero en los días posteriores tocaba flagelarse y así se impuso el relato del final del hippismo, reforzado por libros y documentales. En realidad, los hechos que desinflaron aquel globo ya habían acontecido. Me refiero a los asesinatos de la Familia Manson, aunque tardarían meses en identificarse a los autores. Ese sí fue un shock: la constatación de que el movimiento de la paz y el amor cobijaba monstruos.
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