El eterno retorno de la guerra de Vietnam
Un fabuloso documental de Ken Burns desmenuza un conflicto de permanente actualidad
Acaban de cumplirse 50 años del discurso televisado en el que Lyndon Johnson anunciaba que no volvería a presentarse a la candidatura presidencial. Todavía no había sido ejecutado Martin Luther King —cuestión de días— ni había sido asesinado Robert Kennedy —cuestión de meses—, pero la ferocidad premonitoria del 68 desbancaba al presidente de Estados Unidos y le hacía expiar la negligencia de la guerra de Vietnam.
Se ha contado muchas veces el conflicto. Vietnam es un género cinematográfico, un tótem periodístico y hasta un sumidero ideológico. De ahí el interés aclaratorio, informativo, depurativo que implica el exhaustivo documental de Ken Burns estrenado en Movistar. Y convertido en un fabuloso documento audiovisual que tanto desmenuza la gran partida de ajedrez geopolítica como la miserable cotidianidad de la guerra. Lo hace sin tomar partido, se abastece de documentación desclasificada, reúne a los implicados —norvietnamitas, survietnamitas, americanos— en un ejercicio de memoria que rebasa el maniqueísmo de la victoria frente a la derrota.
No la hubo en Vietnam, entre otras razones porque el sacrificio que Ho Chi Minh exigió al pueblo liberado -dos millones de muertos- subordina la conquista de la patria a la monstruosidad del precio y a la brutalidad de los métodos, incluidos los mecanismos de exterminio que otorgaron a la guerra caliente el hálito conceptual y cínico de la guerra fría.
EE UU capituló de un conflicto que no llegó a entender nunca. Y que se resintió de un enfoque pervertido al que pone exclamaciones un documento de la Secretaría de Estado de Defensa firmado por John McNaughton: estamos en Vietnam en un 10% para ayudar a los vietnamitas, en un 20% para detener el comunismo y en un 70% para evitar la humillación.
No se habían producido todavía las mayores masacres ni había trascendido la manipulación propagandística con que la Administración Johnson edulcoraba el desastre y justificaba la llamada a filas, abasteciéndose de reclutas negros, pobres y desfavorecidos. Entre ellos, el soldado Roger Harris, cuyo protagonismo en el documental es elocuente no ya por haber combatido 13 meses, por haber sobrevivido a sus compañeros -cayeron 58.000 soldados-, por haber comprendido que la guerra contra Sísifo no iba a ganarse nunca, sino por haber experimentado la discriminación con que lo observaba la sociedad a su regreso. Le sucedió nada más aterrizar en el aeropuerto de Boston. Iba vestido de marine. Y pensaba que le tratarían con el respeto de un héroe, pero ni siquiera los taxistas le dejaron sentarse a bordo de sus vehículos.
La guerra de Vietnam mató a muchos americanos en EE UU. Porque la sociedad renegó de ellos. Y porque se suicidaron con todas las balas de la ruleta rusa en el cargador, pero al soldado Harris trataron de reciclarlo en el ejército proporcionándole en la ciudad las mismas armas que le habían dado en la selva vietnamita, esta vez para sofocar las manifestaciones callejeras que multiplicaron la convulsión del 68 y que le exigían disparar contra su propia gente. No lo hizo.
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