En Instagram eres más feliz, y lo sabes
Las redes sociales permiten a los usuarios mostrar una imagen mejorada de sí mismos y una vida llena de ‘momentos especiales’
En algún momento de 2010 casi todo el mundo empezó a llevar un smartphone encima. Así terminó una era y empezó otra en la que prácticamente cualquiera podía ser encontrado e interrumpido en cualquier parte y en cualquier momento. Primero llegó Facebook, que tiene 2.000 millones de usuarios activos. Después, Twitter, que tiene 328 millones. Al principio nadie sabía muy bien para qué servía, solo que había una limitación a 140 caracteres —esta misma semana se ha anunciado que va a duplicarse—. En Instagram, que tiene 1.200 millones de usuarios, se compartían fotos y ahora permite también subir vídeos. Hay una red social para todo. Y casi todas son compatibles porque se van especializando. Tuenti era para adolescentes, MySpace para conocer gente. Pero hay muchas más: Vine, Snapchat, Flickr, Tumblr, Pinterest, Strava o Tinder. A ninguno de los usuarios de estas redes les importa demasiado el dicho que funciona en Internet: si el producto es gratis, es que tú eres el producto.
Con la popularización del smartphone, la posibilidad de actualizar en cualquier momento se convirtió en necesidad. De un modo bastante imprevisible, la respuesta generalizada fue la exposición total: las aplicaciones permitían entrar en la vida de los demás, pero también compartir la tuya. En Enganchado. Cómo construir productos y servicios exitosos que formen hábitos (Sunshine Business Dev, 2014), el profesor Nir Eyal explica que las aplicaciones que tienen éxito crean una “rutina persistente”, un bucle conductual. Desencadenan una necesidad que ellas mismas satisfacen. Para Eyal, el desencadenante en Facebook es el miedo a perderse algo. En Instagram, el miedo a dejar escapar un “momento especial”. La exhibición de la vida íntima en forma de pensamientos, comidas dispuestas con esmero, el último libro que te ha emocionado, los primeros pasos de un niño y, por supuesto, vídeos de tu gato se ha convertido en la norma. Los me gusta provocan una descarga de dopamina en el cerebro, pero también, explica Eyal, cierta ansiedad a la espera de más.
En Exposed. Desire and Disobedience in the Digital Age (Harvard University Press, 2015), el profesor y ensayista Bernard E. Harcourt explica que vivimos en lo que llama la sociedad expuesta: a través de los tuits y las fotos de Instagram todos pueden espiar a los demás y, lo que es más sorprendente, con pocas excepciones, todo el mundo quiere ser espiado. Como resume Mendelson, con la exposición total que traen las redes, “una nueva clase de celebridad, percibida como envidiable y aterradora, llega a aquellos cuyo único talento es la autoexposición insistente”.
Al exponer nuestra vida en tuits, fotos o estados estamos construyendo un relato menos espontáneo de lo que se pretende de la misma. Instagram es la herramienta más eficaz. Es la que más sensación de verdad ofrece y, al mismo tiempo, la que mejor admite el retoque. Se entiende como verdad porque “las fotografías procuran pruebas. Algo que sabemos de oídas pero de lo cual dudamos, parece demostrado cuando nos muestran una fotografía”, como escribió Susan Sontag en Sobre la fotografía. Es revelador que una de las etiquetas más valoradas de la aplicación sea “sin filtro”. Aunque el ensayo de Sontag es muy anterior a la aparición y popularización de Instagram, algunas de las cosas que ahí explica sirven para entender el fenómeno. Escribe también: “La fotografía se ha transformado en uno de los medios principales para experimentar algo, para dar una apariencia de participación. […] poseer una cámara ha transformado a la persona en algo activo, un voyeur”. Ahora todo el mundo tiene una cámara encima. Pero el deseo de mirar es casi tan grande como el deseo de ser visto, admirado, observado y envidiado.
La exposición de la vida íntima da una nueva dimensión a un tema ya conocido: la vanidad, la apariencia y el vacío existencial
¿Cuánto hay de construcción en esas fotos de borracheras en las que nadie sale con el rímel corrido? ¿Cuánto pesa la autoconsciencia? De eso habla, en parte, la segunda novela de Antonio J. Rodríguez, Vidas perfectas (Literatura Random House, 2017). Una pareja aparentemente feliz y envidiable en las redes sociales, es asesinada durante un viaje a Japón. La hija adolescente, que encontró los cuerpos, y un amigo del matrimonio tratan de averiguar qué pasó. Por el camino descubren las grietas y fallas por las que se cuela la infelicidad que nubla la imagen idílica que la pareja proyecta en las redes: “Ver fotos de Vera y Gael es una alegría y un fastidio. Es una alegría porque comprendes que el amor existe de verdad y un fastidio porque, joder, los dos tienen un punto bastante odioso, repugnante”. Para terminar de rizar el rizo, el amigo mantiene una relación virtual con una celebridad de las redes sociales japonesas que se oculta detrás de un alias.
La exposición de la vida íntima que permiten estas aplicaciones da una nueva dimensión a un tema ya conocido y tan viejo casi como el mundo: la vanidad, la apariencia y el vacío existencial. También que el narcisismo suele ocultar inseguridad. Es decir, dime de qué presumes y te diré de qué careces. La novela de Rodríguez es interesante también porque él mismo forma parte de esa generación que ha abrazado las redes sociales y las ha integrado con una naturalidad pasmosa en su vida cotidiana.
Nuestras redes sociales dibujan un retrato mejorado de nosotros mismos y para quienes las usan —especialmente los adolescentes— son un elemento de construcción de la identidad tan importante como la música, la ropa o los libros. A pesar de la inmediatez y de la espontaneidad pretendida, las vidas que se cuentan son más un deseo de cómo querríamos que nos vieran que el retrato desnudo de nuestro día a día. Son como el espejo mágico de Blancanieves, pero trucado para que siempre nos diga que somos los más felices, o al menos los que más lo parecemos.
Facebook se ha convertido en una herramienta de propagación de noticias falsas y bulos. Twitter ha resultado ser un instrumento útil para los linchamientos, la demagogia y el uso del cinismo como sustituto del pensamiento elaborado. E Instagram ya no es una aplicación en la que se muestran imágenes más o menos sugerentes, sino un lugar donde se coleccionan experiencias. Ahora la prueba de que has estado en un concierto no es la entrada, sino el vídeo o la foto en Instagram. Es tan importante estar ahí como capturarlo. Según un estudio dirigido por Kristin Diehl, profesora asociada en la Escuela de Negocios Marshall, al contrario de lo que se dice, hacer fotos aumenta el placer de lo que se está experimentando. Lo que ahora hace falta saber es si presentarlas como momentos especiales hace que lo sean.
Aloma Rodríguez es autora de ‘Los idiotas prefieren la montaña’ (Xordica).
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