La otra guerra de las patentes
Los investigadores públicos reclaman su parte en la propiedad intelectual de las vacunas


Mientras crece la presión sobre la gran industria farmacéutica para que relaje su política de patentes y facilite así la vacunación masiva de los países pobres, una segunda guerra sobre la propiedad intelectual bulle larvada en los laboratorios y los altos despachos. En esta ocasión la disputa es entre los socios públicos y privados que han colaborado en la creación de la vacuna de Moderna, es decir, la firma estadounidense Moderna Therapeutics y los Institutos Nacionales de la Salud (NIH), la gran maquinaria pública de investigación biomédica norteamericana.
La razón del malestar es bien simple: los investigadores públicos no firmaron la solicitud de patente, pese a ser coinventores del fármaco. Puesto que Moderna prevé ingresar 18.000 millones de dólares (16.000 millones de euros) este año con las ventas de su vacuna, el descuido le va a salir caro a la ciencia pública norteamericana. Los NIH perderán, o dejarán de ingresar, un dinero que les habría permitido licenciar la patente en condiciones ventajosas para los países en desarrollo. No es solo altruismo. La amenaza actual de la variante ómicron muestra lo mucho que tienen que perder los países ricos por no facilitar dosis suficientes al resto del mundo.
La vacuna de Moderna (o mejor, de Moderna/NIH) es una de las dos que utilizan la rompedora técnica del ARN mensajero (mRNA), que contiene la información para que las células humanas fabriquen una versión modificada de la proteína de la espícula viral. Como informa Heidi Ledford para Nature, esas modificaciones hacen más inmunogénica a la proteína, de modo que estimule la producción de anticuerpos en el organismo del paciente. Y fueron diseñadas e introducidas por los científicos públicos de los NIH, que ya dominaban el tema por trabajos anteriores con otros coronavirus. Los NIH propusieron a tres de sus investigadores como coinventores en la solicitud de patente clave, pero Moderna les excluyó en el papeleo.
Una norma no escrita en este tipo de colaboraciones es que los institutos públicos se ocupan de las fases iniciales de la investigación y luego le pasan los resultados a la industria para que los desarrolle. La ciencia pública asume así el riesgo de apostar por líneas de investigación que al final no conducen a aplicaciones rentables, una contingencia que el sector privado suele considerar disuasoria. A cambio, la industria invierte con fuerza cuando ve una línea prometedora en sus colaboradores públicos, que no suelen disponer de los cientos de millones de euros necesarios para desarrollar el producto y organizar los ensayos clínicos.
Ese protocolo tácito, sin embargo, ha empezado a cuestionarse en los últimos años, incluso antes de la pandemia. La actual vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, incluyó en su campaña electoral la iniciativa de que el Gobierno presionara para hacer valer la propiedad intelectual de la investigación pública. Una de las razones es que ello le daría voz a la hora de fijar los precios de los fármacos que resulten de la colaboración público/privada. En el caso de la covid, esa ventaja se extendería a las decisiones estratégicas para licenciar las vacunas a países en desarrollo.
Lo que ahora afecta a la vacuna de Moderna/NIH puede tener un efecto expansivo sobre otras vacunas estrella contra el SARS-CoV-2, que son también producto de la colaboración público/privada. Si ómicron requiere el diseño de nuevas vacunas, la cuestión es acuciante.
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