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Columna
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Hable claro mientras pueda

Lo esencial no es exhibir el término técnicamente correcto, sino la voluntad de hacerse entender

Novaceno James Lovelock
Duelo de Google DeepMind Challenge contra el programa de inteligencia artificial AlphaGo en Seúl, Corea del Sur, en 2016.Ahn Young-joon (AP)
Javier Sampedro

Estamos acostumbrados a quejarnos con amargura de la espesura de los textos legales, jurídicos y administrativos, con sus enredos de requisitorias y providencias, exhortos y apercibimientos, apelaciones, amparos y súplicas que no es ya que ofusquen la percepción del encausado, sino que hasta le impiden aclarar a qué género literario se adscribe su desdicha. También nos resulta fácil tomarla con los economistas y el ecosistema de ratios, apalancamientos y puntos básicos por el que parecen evolucionar tan a gusto como un pez globo en un arrecife de coral, sobre todo si así consiguen confundir a todo otro pez que pretenda entender algo. Vale. Pero la verdad es que aquí no se salva nadie. Pensar una cosa y decir otra está en la naturaleza de todo ser de carne y nervio.

Tomemos a los científicos. Como yo mismo cojeo de esa pata, prefiero seguir aquí el superior criterio de la historiadora de la ciencia Naomi Oreskes, de la Universidad de Harvard, que señala lo confuso que puede llegar a ser un término tan común entre los expertos como “retroalimentación positiva”, o mejor aún en inglés, feedback positivo. La expresión tiene un significado técnico preciso, que denota que el producto final de un proceso estimula el propio proceso que lo genera. Por ejemplo, los casquetes de hielo polar son tan blancos que reflejan eficazmente la luz solar, la mandan de vuelta al espacio y reducen así el calentamiento global; pero el calentamiento funde los casquetes, reduce la superficie blanca y estimula, por tanto, el propio calentamiento, es un caso de manual de feedback positivo. Nada de esto evita que la mayoría de la gente entienda por feedback positivo que te ha felicitado el jefe y, por tanto, según Oreskes, no debe usarse para comunicar el concepto al público. Una posible alternativa sería “círculo vicioso”, se me ocurre a bote pronto.

Lo esencial no es exhibir el término técnicamente correcto, sino la voluntad de hacerse entender. Otros ejemplos citados por la historiadora son llamar “metal” al oxígeno o al nitrógeno, como suelen hacer los astrónomos, causando que el resto del mundo se imagine de inmediato un pedazo de hierro, o denominar “servicios ecosistémicos” a lo que hacen las abejas en los campos, y no a las empresas que limpian los vertidos. Lo que los científicos de la computación llaman inteligencia merece, desde luego, un párrafo aparte.

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Una cuestión que preocupa últimamente a los físicos es si una máquina llegará a ganar un premio Nobel. No se rían, porque no hay ningún problema de principio que se oponga a ello. Hace más de diez años que las máquinas superan a los mejores estudiantes de cualquier promoción al resolver las intrincadas redes metabólicas que utilizan las células vivas para gestionar la energía, y más de cinco que barren del escenario a los campeones mundiales de ajedrez, de go o póker. El caso del go es bien singular, porque la máquina implicada (AlphaGo Zero, nacida en Londres) no solo ha descubierto las estrategias de alto nivel que los grandes maestros han concebido durante siglos de sabiduría y buen hacer, sino que se ha permitido la desfachatez de inventar otras aún mejores por sí misma. El próximo paso será la física cuántica.

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