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“Si pudiese elegir, no me la pondría”. Tres modelos de obligatoriedad de la vacuna en Italia, Estados Unidos y Francia

Con distintos grados de severidad, los tres países han optado por la imposición de la inyección. Poco más del 50% de los estadounidenses ya la han recibido, cerca de un 64% de los italianos y un 81% de los franceses

Participantes en una marcha en Nueva York contra la obligatoriedad de la vacuna la primera semana de septiembre.
Participantes en una marcha en Nueva York contra la obligatoriedad de la vacuna la primera semana de septiembre.Anadolu Agency (Anadolu Agency via Getty Images)

El ritmo de vacunación contra la covid ha echado el freno en buena parte de los países ricos y, a diferencia de los primeros meses de la campaña vacunal, cuando lo que faltaban eran viales, ahora se acusa la falta de brazos donde inyectar el fármaco. En España, más del 75% de la población ya ha completado la pauta vacunal, pero estos elevados niveles de cobertura son todavía una quimera en algunos países del entorno: Estados Unidos se ha estancado por encima del 50% e Italia ronda el 64%. Francia va en cabeza con el 81%. Precisamente, mientras medio mundo lucha por hacerse siquiera con unas vacunas todavía inaccesibles para él, estos tres países, que tienen dosis acumuladas sin usar, han de obligar a sus ciudadanos a vacunarse.

Con distintos grados de severidad, los tres han optado por la imposición: desde la más severa, Italia, que ha ordenado el pinchazo a todos los trabajadores; pasando por la directriz estadounidense de obligar a vacunar a los empleados federales; hasta Francia, que ordenó al personal sanitario vacunarse antes del 15 de septiembre. La controversia por la obligatoriedad, además, ha saltado de los despachos científicos y se abre paso en la calle: en París, por ejemplo, se manifiestan cada sábado los antivacunas contra la directriz del Gobierno galo.

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Italia: la primera del mundo occidental que obliga

Italia es el primer país del mundo occidental que ha impuesto la vacunación obligatoria para todos los trabajadores, una población de unos 23 millones de personas. La fórmula técnica utilizada evita, justamente, hablar de imposición legal. Pero el decreto aprobado por el Gobierno de Mario Draghi el pasado jueves exige tener el certificado verde que acredita haber recibido el suero contra la covid-19 para poder desarrollar el empleo: ya sea en la categoría de autónomos, como de asalariados en empresas. También se requerirá el salvoconducto para la asistencia doméstica o servicios a domicilio, como podría ser un fontanero. Estas categorías se suman a la obligación existente ya de mostrar el llamado green pass en las salas de cine, teatros, gimnasios o restaurantes.

La medida, aprobada por unanimidad en el Consejo de Ministros ha sido bien acogida también por los italianos. En el centro de Roma, junto a las ruinas del Senado romano de la plaza de largo Argentina, Daniel Polaco, de 28 años, despacha a diario revistas y periódicos en su quiosco. En el pequeño negocio trabajan él, su padre y un empleado al que ahora deberá exigir también el certificado verde. “Me parece justo. Si te quedas en casa no te vacunes, pero si vas por ahí, vas a restaurantes o al gimnasio, por seguridad hay que hacerlo. Esto es una pandemia mundial. Y es verdad que cada trabajo es distinto. Quien lo hace al aire libre puede suscitar dudas, pero no se puede ir caso por caso”. Al inicio de la pandemia Polaco no pensaba así. Llegó incluso a decir que no se vacunaría. “Pensaba que no había habido tiempo para estudiarla y comprobar que no produciría efectos secundarios. Pero viví en primera persona el drama de familiares muertos y cambié de opinión”, apunta.

Las empresas se encontrarán con la necesidad de controlar a sus trabajadores mediante un lector de código QR. Aquellos empleados que no respeten la nueva norma recibirán multas de hasta 1.500 euros. Los que no tengan el certificado de vacunación serán devueltos a su casa y, en caso de no presentar el documento al cabo de cinco días, serán suspendidos de empleo y sueldo.

Marco Vitalli tiene una tienda de ropa en la vía del Corso de Roma. Trabajan 12 personas divididas en dos turnos. El establecimiento está casi siempre lleno de clientes y los propios empleados consideran necesario que haya un control. Pietro Buonerba, que trabaja en la tienda desde hace cuatro años, no tiene dudas. “Hay 23 millones de trabajadores en Italia. Si un pequeño grupo decide oponerse a la vacunación nos pone en riesgo a todos. Me parece muy bien la decisión, aunque pueda plantear algunas dudas sobre la libertad de cada uno a actuar como quiera. La situación es extrema y es importante actuar de forma unitaria”, señala.

100 millones de trabajadores afectados en Estados Unidos

La Casa Blanca ha obligado por decreto a vacunarse contra el coronavirus a los empleados del poder Ejecutivo y a los trabajadores federales, además de redactar una normativa que exigirá lo mismo a las empresas con más de 100 trabajadores en plantilla. “Se me está agotando la paciencia”, dijo el presidente, Joe Biden, al anunciar la medida después de que la variante delta devolviera en verano el índice de contagios a niveles inéditos desde hacía meses, con más de 1.000 fallecidos cada día, casi todos personas sin vacunar. En total, son cerca de 100 millones los trabajadores que se ven afectados, lo que se traduce en dos tercios de la fuerza laboral de Estados Unidos.

Sin embargo, la tradición política que impera en este país, a la que en estos momentos se suma la derecha más recalcitrante bajo la marca de Donald Trump, hizo que de inmediato saltaran las alarmas que denunciaban la inconstitucionalidad del decreto presidencial. La decisión del demócrata fue rápidamente contestada y en más de 24 Estados los fiscales generales han dejado saber a la Casa Blanca que si persiste en la obligatoriedad deberá enfrentarse a “acciones legales”. La gran mayoría de esos Estados son republicanos y cuentan con alta una incidencia de covid-19, como es el caso de Texas y Florida.

“Es ilegal”, clama Marjorie Lansky, 52 años y vecina de Arlington (Virginia), respecto a la obligatoriedad de la inoculación. El del hijo de la señora Lansky ―Josh, cartero― es uno de esos casos que se encuentran entre la espada y la pared: vacunarse dentro del periodo de gracia de 75 días concedido por la Administración Biden o enfrentar el despido. La única excepción para no cumplir la orden ejecutiva de Biden es alegar razones religiosas. El hijo mayor de Lansky no las tiene. Su madre opina por él y asegura que tendrá que vacunarse a pesar de que hasta ahora no lo ha hecho, por puras razones “personales” que no acaba de concretar.

Como Josh Lansky, cerca de 80 millones de personas en Estados Unidos han decidido no vacunarse. Aunque el presidente ha advertido de que si “los gobernadores de los Estados no ayudan a frenar la pandemia” usará el poder que le confiere la presidencia, Biden es consciente de que exigir la vacunación de todos los norteamericanos no es posible, ya que, al fin y al cabo, la obligatoriedad es potestad de cada Estado.

Con la Constitución como testigo, que garantiza su libertad, y apelando a la separación de poderes, Jeff Cooper asegura que nadie, ni siquiera el presidente, puede obligarle a someterse al ya famoso pinchazo en el brazo. “Somos conejillos de indias en manos de multinacionales farmacéuticas”, dice este hombre de 48 años a la salida de su trabajo, en el departamento del Tesoro.

Más del 53% de los estadounidenses ha recibido la pauta completa de las vacunas contra la covid-19, según los Centros de Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés).

Francia: Macron gana la apuesta del certificado covid

La fecha finalmente llegó: el 15 de septiembre. Y ese día, los pocos sanitarios que en Francia no se habían inyectado como mínimo una primera vacuna empezaron a poner en práctica todo tipo de estratagemas para salvar su puesto de trabajo. Sin vacuna, según la ley anunciada por el presidente Emmanuel Macron el 12 de julio y adoptada en agosto, el personal sanitario que no estuviese vacunado se expone a que se les suspenda su empleo y sueldo.

Maria, una enfermera de 49 años en un hospital en las afueras de París, tomó hace una semana una baja por enfermedad. “Un poco por esto [la vacuna], y por hartazgo, y por cansancio mental y físico: estamos bajo presión”. ¿La vacuna? “Si pudiese elegir, no me la pondría”, responde. “Pero como no se puede elegir…” ¿Y cuándo volverá al hospital? “No lo sé”.

Como otros sanitarios entrevistados en París para esta crónica, Maria no quiso dar su apellido. Nora, que tiene 59 años y trabaja en el servicio de radiología de otro hospital, explica que un médico amigo le firmó un certificado que la exime de ser vacunada. “Mi cuerpo no soporta ni un cuerpo extranjero, ni los medicamentos”, alega. Rachid, de 45 años y enfermero en un servicio de psicología, está de vacaciones. Que sus vacaciones sean precisamente ahora, dice Rachid, es casualidad, pero le permite eludir, como mínimo hasta que regrese al trabajo en octubre, la fecha crítica a partir de la cual afrontaba una disyuntiva: o se vacunaba o se quedaba en la calle.

En Francia no hay obligación directa de vacunarse para toda la población. Macron optó por otra estrategia: incentivar a la vacunación. Lo hizo, primero, obligando a presentar el certificado sanitario ―que demuestra que su titular se ha vacunado o ha dado negativo en una prueba reciente de la covid-19― para entrar en cines, cafés, restaurantes, museos, trenes de largo recorrido y aviones, entre otros espacios públicos. El mensaje: para divertirse hay que vacunarse. La otra parte de la estrategia consistía en obligar a los sanitarios a vacunarse bajo la amenaza de quedarse en paro.

La apuesta era arriesgada para Macron, pero le salió redonda. En un país en el que un 60% de la población era reticente a las vacunas en enero, hoy tiene al 81% vacunada, por delante de Reino Unido, Israel y España. En un país en el que el escepticismo antivacunas entre el personal sanitario era preocupante, hoy el 90% de estos trabajadores se ha vacunado y, según el ministro de Sanidad, Olivier Véran, solo unos 3.000 han sido suspendidos temporalmente de empleo sueldo, una cifra mínima en un sector que emplea da 2,7 millones de personas.

Algunos de los últimos recalcitrantes ―como Maria, Nora o Rachid― estaban el sábado en las distintas manifestaciones en París, muy minoritarias ya, contra el certificado sanitario. En una de ellas, en plaza de Trocadero, se encontraba también Cédric Baron, un psicólogo de 39 años que el miércoles dejó de acudir al trabajo. Ni se ha vacunado ni piensa vacunarse. “Si estuviese vacunado”, dice, “tendría mi trabajo”.

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