La quinta ola vuelve a imponer cuarentenas en las residencias: “No sentí miedo, sentí impotencia”
Los ancianos conviven otra vez con el riesgo, las restricciones y los aislamientos ante el aumento de contagios en las últimas semanas
“¡Bruja, ven!”, le dice riendo María Jesús Teomiro, de 75 años, a una compañera de residencia. Petra, de apellidos “como el jamón, Serrano Caro”, se gira con su andador y muestra, divertida, su camiseta, blanca con letras negras. “Bruja”, se lee en mayúsculas. Se acerca y se sienta a su lado. A los 83 años, pasó la covid durante la primera oleada. “Se me quitaron las ganas de comer y estaba decaída”, recuerda. De aquello hace ya mucho. Pero el virus ha vuelto a colarse en los centros y a trastocar la vida de los mayores. Hace poco ha salido de una cuarentena, tras un brote. “No sentí miedo, sentí impotencia”, cuenta. Otra vez encerrados. “Yo, como hago de todo, me pongo a hacer labor, pero llega un momento en que te falta la familia”.
España suma ya cuatro semanas con más de mil contagios en las residencias durante esta quinta ola, y las muertes van en aumento: la primera semana de julio hubo tres decesos, del 9 al 15 de agosto fueron 148, según los datos del Imserso. Desde el inicio de la pandemia, unos 30.000 mayores han fallecido. A un tercio de ellos ni siquiera se les pudo hacer un análisis que confirmara el diagnóstico durante la primera oleada, cuando los centros fueron el epicentro de la crisis sanitaria. Entonces, en la residencia privada Casablanca Villaverde, en Madrid, donde viven María Jesús y Serrano, llegaron a tener 80 ancianos con síntomas; 18 murieron. A finales del pasado julio se detectaron seis positivos, todos leves o asintomáticos. La vacuna ha marcado un antes y un después. Pero no les ha librado de las cuarentenas, que tienen un duro impacto, especialmente entre quienes padecen deterioro cognitivo. Más de 60 mayores pasaron al menos 10 días sin salir de sus habitaciones.
Es por la mañana y una quincena de ancianos pasan el rato en una sala diáfana, hasta que llega la hora de comer. Hay quien ve la televisión, quien colorea, cose o lee una revista. Incluso quien echa una cabezada. Un grupo juega al bingo con cartones hechos con una baraja de cartas española, en vez de piedras usan pesetas. Muy cerca están Teomiro y Serrano, que hace poco han vuelto de la peluquería. Las amigas discrepan sobre la cuarentena, pero las dos hacen gala de resignación. Quienes conocen de cerca el dolor se toman las adversidades de otra forma. Teomiro lleva más de 60 operaciones, se mueve en silla de ruedas. “Tengo el cuerpo peor que los toreros”, dice mientras muestra cicatrices que lo certifican. Serrano perdió a una hija de leucemia hace varias décadas, tenía solo 21 años. “No hay que meter la cabeza debajo del ala, hay que luchar”, explica, como le enseñaron sus abuelos y sus padres.
Serrano, que trabajó de peluquera toda su vida, ha llevado peor el encierro. “Como si estuvieras en la cárcel, pero nosotros aquí pagamos”, espeta. Aunque quita rápidamente hierro al asunto. “Desde aquí lo vemos todo más fácil y llevadero que la gente que está fuera”. Teomiro lo corrobora. “No lo he pasado mal”, afirma. “Hay gente que se queja mucho, pero yo no”. Habla con sus tres hijos todos los días, pero reconoce que la irrupción del virus en sus vidas “se nota mucho”. Las visitas ya no son libres, ahora hay tres semanales, preferiblemente en el exterior y, si no, en unas salas en la planta baja. Nada de subir a las habitaciones. “Veo a mis nietos solo cuando salgo, una vez a la semana”, añade.
Dori Zazo iba a ver a su madre, Concepción Celada, todos los días. Ingresó en la residencia al poco de abrir, en agosto de 2019. Tenía 93 años y se había quedado ciega, su demencia senil la hacía deambular cada noche. Sus hijos decidieron llevarla al centro. Apenas unos meses después, estalló la pandemia. “Fue horroroso”, recuerda. “Sabía que estaba bien atendida, la veía por videollamada, pero ella necesita el contacto”, dice esta madrileña, de 56 años. En julio, otro mazazo. Su madre fue una de las aisladas. “Otra vez. Es una impotencia…”
El mismo golpe sintió Miguel Carrasco, de 72 años. “Estuve muy mal, desanimado totalmente, desesperado”. Pese a haber pasado ya el virus y a tener las dos dosis puestas, como todos sus compañeros, se veía de nuevo aislado. “Yo hacía una vida normal, salía cada día e iba a mi barrio, veía a mi hermano y a mis amiguetes, tomábamos café... Cuando [en la primera oleada] me cortaron las alas, no sabía cómo iba a resistir. Pero resistí”, cuenta. Él, que convive con las secuelas de la polio, sigue saliendo cada mañana un rato. Siempre respeta las medidas de prevención: “Lo miro mucho porque he pasado mucho”. No aguanta estar en su habitación y que la cabeza empiece a dar vueltas, se plantea incluso dejar la residencia si le toca una nueva cuarentena. “Como vuelva [la covid al centro], no sé qué haré, la poquilla vida que me queda me la como aquí”.
Las residencias están bajo la lupa de las autoridades, los mayores son muy vulnerables al virus y en estos centros, más. Aquí se convive y es imposible que las auxiliares guarden distancia con los mayores a los que atienden. “El virus puede entrar”, recuerda Vicente Bernal, de 93 años, quien en su día fue “un gran profesional, sin jactancia, en fontanería y calefacción”. Él hace gala de paciencia y se entretiene coloreando. Cuenta que sobrevivió a la covid, que se llevó a quien por entonces era su compañero de habitación. En los últimos tiempos lo que peor ha llevado es que un hijo suyo, que no se había vacunado, se infectó y estuvo tres meses ingresado. Su único contacto era el parte que su otro hijo le daba. Lo vio por primera vez hace una semana, dice mientras se le ilumina la cara. Está cansado, afirma, pero vivo. Como él.
Los protocolos varían por comunidades autónomas, pero en las residencias lo que más se echa en falta es el contacto con los allegados, la libertad de poder salir, tocar, abrazar sin miedo. En Cataluña se obliga a enseñar un test de antígenos a los visitantes, aunque hay diferencias en función de la institución y lo que establezcan los centros de salud a los que estén adscritos. En la residencia Sant Pere de les Fonts de Terrassa, en la provincia de Barcelona, se impide la entrada a quienes no tengan la pauta completa de vacunación. “Los protocolos están siendo muy estrictos, aunque ya lo entiendo”, asume Pepita Granillers, de 86 años. En este centro cruzan los dedos por seguir libres del virus, como han estado hasta ahora. Aquí conviven 74 ancianos con plazas concertadas.
La inmunización de los profesionales que trabajan en residencias enciende un debate en el patio del centro. Más de una decena de ancianas se sientan en los bancos, en círculo, e intercambian impresiones. “¡Claro que debería ser obligatoria la vacuna para los trabajadores!”, arranca Asunción Font, de 72 años, sentada en una silla de ruedas tras pasar por una intervención en las piernas. Se muestra firme y convencida en su discurso y defiende la seguridad de los mayores por encima de la elección personal de los empleados que deciden no inmunizarse: “Yo no iré allí donde no se han vacunado”.
Al otro lado del círculo, Pepita Granillers asiente con la cabeza. “Es una situación compleja. Depende un poco de la conciencia de cada uno, pero para nosotros es una seguridad”, admite. Ella, antigua pescadera, vive en el centro desde hace dos años. “El primero fue diferente”, recuerda, “convivir con la covid ha sido durillo, pero nos hemos acostumbrado”, explica. Casi a su lado, Natalia Bacedas, de 90 años, insiste en el discurso colectivo: “El contagio puede venir por cualquier persona que venga desde fuera, y es necesario que todos los trabajadores estén inmunizados”.
No son ajenas a los debates que atañen al sector. Autoridades, expertos y empresas discuten las medidas que afectan directamente a sus vidas. El equilibrio entre lograr su protección y cuidar su bienestar emocional está en el centro del debate. Les ha tocado lidiar con una pandemia en los últimos años de su vida. El problema es que las visitas se han reducido mucho, y la vida en la residencia pasa un poco más despacio. “Pero nos hemos ayudado mucho entre nosotros”, insiste Pepita. “Somos como una familia”, añade.
La situación, sin embargo, no es sencilla para todos. Mari Carmen Clares ha llegado a la residencia hace tres semanas y se queja de que ve poco a su familia. “Mi hija pequeña no está vacunada y no puede venir”, lamenta. “Alguna vez me trae cosas y me las da a través de la valla, pero estar así no me gusta”. Las limitaciones de movilidad marcada por el protocolo de la Generalitat, con salidas limitadas a una sola burbuja de convivencia, tampoco son fáciles de digerir. “No podemos salir cuando queremos. A veces me siento como en una prisión”, insiste Clares. Granillers intenta ponerse en su piel: “¿Por qué no pueden venir personas que han pasado un test antes de entrar?”, se pregunta. “Las visitas son muy importantes”.
El resto de ancianas relativizan un poco más la situación. “Hacemos muchas actividades”, apunta Asunción Font, y señala una bolsa de ropa que cuelga de su silla. “La he tejido yo”, enseña con orgullo. En su día tuvo una empresa que ofrecía servicio de canguros para niños pequeños, dice que importaron la idea de Estados Unidos. Ahora reclama toda la prudencia del mundo. “He pasado cuatro veces por el hospital, y he visto las complicaciones derivadas de la covid en primera persona”, recalca. “La vacuna debería ser obligatoria para todos. Trabajadores y no trabajadores”, cierra.
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