Las grietas de la ingeniería social
Cuando el Gobierno chino anunció que permitirá a las parejas casadas tener tres hijos, mucha gente se preguntó a costa de qué
Durante décadas, el control de la natalidad en China se debió a las restricciones del Partido Comunista. Pero hoy, al pensar en formar una familia, pesa mucho más la economía doméstica que las directrices del Politburó. Los chinos no han hecho más que converger con Europa, Japón o Estados Unidos: al hacerse más ricos, su pirámide demográfica se ha dado la vuelta. Y al mismo tiempo, la juventud sufre empleos precarios, incertidumbre y ausencia de políticas públicas de apoyo a la natalidad.
Por eso, cuando hace unos días el Gobierno anunció que dejaría a todas las parejas casadas tener tres hijos, mucha gente se preguntó con qué dinero y a costa de renunciar a qué.
En macrociudades como Pekín, Shanghái o Chengdú, el metro cuadrado es carísimo. Para comprar un coche hay que esperar a que a uno le toque la matrícula por sorteo porque el parque automovilístico está saturado. Los atascos duran horas; la conciliación no existe. No son vidas en las que resulte fácil encajar críos. Quienes, además, no tienen la suerte de haber nacido en la ciudad donde trabajan, están peor: 300 millones de migrantes del campo no pueden escolarizar a sus hijos o llevarlos al pediatra porque su hukou, o certificado de residencia, solo les da esos derechos en el lugar donde han nacido. La mayoría deja a los niños en el pueblo con parientes y vuelve a verlos una vez al año. Es la otra cara del desarrollo chino: un desarraigo familiar atroz. Este sistema se impuso durante el maoísmo para controlar los flujos de población y con los años ha ido ajustándose (incluso sectores del Gobierno lo ven injusto y obsoleto), pero es otro de los factores que reducen las ganas de procrear.
Cada año, el problema demográfico se agrava. El último censo, de 2020, muestra que la población en edad de trabajar se redujo en 40 millones desde 2010. La tasa de nacimientos es de 1,3. No basta para sostener a una población envejecida. En 2016, el Gobierno eliminó la política del hijo único pensando que con eso sería suficiente, pero no ha sido así. En realidad, muchos de los que sí querían tener más descendencia ya podían hacerlo: la ley del hijo único no se aplicaba en el mundo rural ni en algunas provincias ni a las minorías étnicas, ni a parejas cuyos dos miembros eran hijos únicos. Al final, según datos oficiales, afectaba a menos del 36% de la población.
Aun así, esta política marcó profundamente al país. Durante las casi cuatro décadas que estuvo en vigor, millones de mujeres fueron sometidas a esterilizaciones y abortos forzosos. Fueron años crueles, de embarazos clandestinos y denuncias entre vecinos. Millones más de parejas se saltaron la ley; o se arruinaron para pagar las multas por ir a por el varón, ya que las niñas al casarse pasaban a formar parte de la familia política y valían menos. Todo esto produjo un desequilibrio numérico entre hombres y mujeres que dura hasta hoy.
Sin embargo, el problema demográfico depende de más variables que las legales. Pekín sabe que debe ajustar otras que tienen que ver con el poder adquisitivo: las pensiones, la sanidad, la educación, la vivienda... Donde no tiene margen es en factores individuales que mueven a los jóvenes y que son más o menos prosaicos, pero todos legítimos, como el mero egoísmo o las ganas de disfrutar de una vida mejor que sus padres y abuelos. Para las feministas chinas, el Partido sigue poniendo el peso en las mujeres: en los ochenta les daba los llamados certificados de gloria por no quedarse embarazadas más de una vez y hoy las anima a todo lo contrario. Pero a ellas no les interesa ser madres coraje ni agentes reproductivos al servicio de la patria, iconos de un póster de la Revolución Cultural. Unas se definen como solteronas a mucha honra y quieren parir sin casarse. Otras se niegan a tener hijos como forma de resistencia. Afortunadamente, hasta la mejor ingeniería social deja grietas. Y por ellas se cuelan las ganas de cada cual de vivir su vida como quiere.
*** @anafuentesf
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.