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Crónica de la cuarentena por el coronavirus | Día 10: La culpa es de Bill Murray

Los días se suceden idénticos en la planta 17 del hospital militar Gómez Ulla, donde los 21 españoles repatriados desde Wuhan comienzan su última semana en cuarentena

Un termómetro en la axila y el carrito del desayuno en el pasillo. En la planta 17 del hospital militar Gómez Ulla cada día empieza igual que el anterior. Uno se lava la cara y se mira al espejo, preguntándose si la respuesta a una de las primeras preguntas del pensamiento humano –¿quién soy?– será “alguien interpretado por Bill Murray”. En el lavabo, el hallazgo resuena con la rotundidad de un credo filosófico de nueva cuña. Quizá sea él quien escribe estas líneas. Yo, por si acaso, no me responsabilizo de lo que en ellas se vierta. A partir de ahí la jornada avanza como si alguien hubiera dispuesto raíles en el tiempo: con un traqueteo ligeramente diferente a cada tramo pero siempre hacia adelante. Hasta que esta mañana, de improvisto, hemos divisado la luz al final del túnel, mucho más cerca de lo esperado. Poco ha faltado para que saltáramos del susto. “Salís el jueves”.

Por poner un poco de cordura, hablemos de la pela. El impacto del coronavirus no se paga solo en vidas sino también, pese a la ignominia de colocar ambas mercancías en una misma frase, en yuanes. La consultora Capital Economics anunciaba en un informe reciente que recortaba sus previsiones de crecimiento para la economía china en el primer trimestre del año de un 5 a un 3%. Este dato representa la mitad del obtenido en el último de 2019, el cual ya fue el más bajo en casi tres décadas. Aunque es de esperar que a lo largo del año repunte, se trataría del resultado más pobre en términos anuales –China no comenzó a publicar la variación trimestral hasta 1992– desde 1976. En aquel annus horribilis fallecieron Mao Zedong y su primer ministro Zhou Enlai –cuya muerte provocó una oleada de protestas en Tiananmen– y tuvo lugar el terremoto de Tangshan, el cual costó la vida a al menos 250.000 personas.

Cierro el paréntesis económico y trazo aquí una línea divisoria, aprovechando la naturaleza personal de este diario. Yo no inventé el género: si tiene quejas háganselas llegar a Andrés Trapiello, o mejor, a Bill Murray. Hay mañanas en las que uno, ya les decía, se sospecha el actor estadounidense, aunque en realidad yo preferiría ser David Gistau. Seguro que así me salían textos mucho más inspirados, certeros, a la vez eruditos y ocurrentes; brillantes, en definitiva. Llevo todo el día pensando, casi con aprensión, qué hubiera escrito él de haberse visto aquí dentro. Pero dado el mármol, mejor pedestal que losa. “Soy capaz de reconocer el talento ajeno y de no envidiarlo; de no quererlo para mí sino de disfrutarlo”, dejó dicho él. Por eso, desde este humilde faldón impreso en papel prensa, no lloro a la persona, a quien no conocí –a otros corresponde ese dolor–, sino al periodista, a quien leí, mucho. Por él hoy los teclados, si tuvieran corazón, harían duelo. Mientras tanto, afuera como aquí dentro, el mundo sigue girando aunque a veces no lo parezca. Quizá sea ese el único consuelo.

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