Li Wenliang, el médico símbolo del dolor y la rabia por la gestión del coronavirus en China
"Una sociedad sana no debe hablar con una sola voz", había declarado desde su lecho de muerte
Li Wenliang nunca tuvo la intención de ser un héroe. Ni de rebelarse contra el sistema. En su bata de oftalmólogo llevaba puesta una insignia del Partido Comunista de China, una exhibición pública de lealtad al poder establecido. Su mensaje de alerta sobre los primeros casos de la epidemia de coronavirus ni siquiera estaba pensado para llegar al público, era simplemente una alerta confidencial a sus amigos. Pero se hizo viral y, aunque le costó una amonestación oficial, sirvió para sembrar las dudas sobre la realidad de la crisis y mover, finalmente, a la acción de las autoridades. Convertido en la cara pública de los problemas en la gestión de la epidemia, su muerte tras contagiarse de la enfermedad se ha convertido en un duelo nacional en las redes sociales sin precedentes.
Quizá era él uno de los más sorprendidos de la figura en quien se había convertido, un emblema de los intentos de la gente de a pie por contar la verdad y protegerse de los errores del sistema. Pero, una vez que su nombre se hizo público y se conoció su situación, nunca se declaró arrepentido de haber enviado aquel mensaje y de que hubiera tenido tal repercusión. “Creo que una sociedad sana debería tener más de una voz y no me parece bien el uso del poder público para una injerencia excesiva”, declaraba a la revista Caixin, en una entrevista desde el hospital un día antes de recibir el diagnóstico que confirmaba su enfermedad.
De 34 años, casado, con un hijo de cinco años y otro en camino, amante del beicon y las salchichas –según se deduce de sus mensajes en las redes sociales–, sus compañeros le han descrito estos días como un hombre concienzudo. Sus textos en Weibo, el Twitter chino, revelan una importante conciencia social. Su primer mensaje en esa red, en 2011, defendía ante su círculo de amigos a un productor de la cadena de televisión estatal CCTV, Wang Qinglei, que había sido castigado tras poner en duda la versión oficial sobre un choque de trenes de alta velocidad.
Nueve años más tarde, era el turno de Wang de elogiar al médico, aunque póstumamente, en redes sociales: “Nunca pensé que nos encontraríamos así. Con todo, mi único lamento es que le ha costado la vida”, escribía el productor.
Li trabajaba como oftalmólogo en un hospital de Wuhan cuando a finales de diciembre ocurrió el ingreso de unos pacientes que marcaría sus últimas semanas de vida. En un mensaje en un grupo de 150 antiguos alumnos de su Facultad de Medicina, alertó de que aquellos siete enfermos mostraban síntomas muy similares a los del SARS, el síndrome respiratorio causado por un coronavirus que en 2003 mató a casi 800 personas en todo el mundo. Y los siete tenían algo en común: contacto con un mercado de marisco en el que se vendían todo tipo de animales salvajes y que, con el tiempo, se consideraría el lugar donde se produjo la transmisión a los seres humanos. Su mensaje, precisaba Li, no era para compartir por ahí. Simplemente, para que lo supieran ellos, tuvieran cuidado, y tomaran precauciones entre sus familiares.
Pero alguien, o algunos, en ese grupo, comenzaron a difundir capturas de pantalla en sus propios círculos. Las imágenes, en las que se podía apreciar con claridad el nombre de usuario de Li, se hicieron virales. El 1 de enero, apenas un día después, el Diario del Pueblo publicaba que ocho personas habían sido castigadas por “difundir rumores” que afirmaban que el SARS había vuelto. “Si fuera SARS, China cuenta con un sistema desarrollado de prevención y tratamiento”, apuntaba entonces el periódico oficial, portavoz del Partido Comunista de China. La gente, insistía el medio, no debía preocuparse.
Dos días más tarde –por la discrepancia de fechas, Li nunca terminó de tener claro si él era uno de los ocho a los que el periódico aludía, y cuyos nombres no se han hecho públicos– el oftalmólogo recibió una visita de la policía, que le llevó a la comisaría local. Allí, tras un rato de reprimenda, tuvo que firmar una carta, redactada en un tono chocante por lo coloquial, en la que se comprometía a no volver a divulgar información confidencial ni esparcir rumores. “¡Si insiste en mantener sus propias opiniones, sin arrepentimiento, y continúa cometiendo actos ilegales, recaerá sobre usted el peso de la ley! ¿Lo ha entendido?”, se lee en la declaración cuya foto ha corrido como la pólvora en las redes sociales chinas. “Respuesta: Entendido”, se añade, junto con la firma de Li. Tras la rúbrica, pudo marcharse y continuar con su trabajo.
Pocos días más tarde, el 8 de enero, atendía a una paciente con glaucoma, sin saber que era portadora del nuevo coronavirus. El día 10 empezaba a mostrar los primeros síntomas de la enfermedad: fiebre, dolor de garganta, tos seca, dificultad para respirar. Dos días más tarde quedaba ingresado, a la espera de que se le hicieran las pruebas para confirmar la infección.
En aislamiento, con su móvil como una de las pocas compañías permitidas, el 28 pudo leer su vindicación. El Tribunal Supremo de China criticaba duramente el comportamiento de la policía de Wuhan y defendía que los ocho médicos no debían haber sido castigados, puesto que lo que decían no estaba alejado de la verdad. “Hubiera sido bueno que el público hubiera creído los rumores entonces, y comenzado a llevar máscaras y adoptar medidas higiénicas, así como a alejarse del mercado”.
Localizado por varios medios chinos, a los que concedió varias entrevistas, se convirtió rápidamente en una celebridad casi de un día para otro. Para los cientos de millones de ciudadanos chinos, atrapados en sus viviendas desde el Año Nuevo lunar en un estado de cuarentena o semicuarentena más o menos estricta, Li era la imagen del desastre que había sido la gestión de la crisis: silencio al principio, intentos de encubrimiento, amenazas contra quienes quisieron hablar, y pura y llana incompetencia de las autoridades. Una incompetencia que ahora pagaban ellos, encerrados, aburridos, con miedo a enfermar y morir. Muchos atrapados lejos de sus casas, muchos con la preocupación de no poder regresar a su puesto de trabajo y no poder cobrar, muchos con el miedo a qué consecuencias tendrá esto para sus estudios, sus comercios o sus empresas.
“Lo importante es que la gente sepa la verdad”, declaraba a Caixin. “La justicia me importa menos”, agregaba, al indicar que no reclamaría daños o perjuicios a la policía. Quería recuperarse y volver a su puesto de trabajo.
Finalmente, el 1 de febrero recibió el diagnóstico. Sufría la neumonía atípica que puede causar el virus, algo que se encargó él mismo de difundir en su cuenta de Weibo: “Hoy ha llegado la prueba del ácido nucleico con un resultado positivo. La suerte está echada, finalmente diagnosticado”.
“No me he sentido muy bien en los últimos días”, admitió después en conversaciones con periodistas de Caixin a través de WeChat. "Me cuesta más respirar”.
La noche del jueves sufrió un paro cardíaco. Mientras el anuncio de su muerte en varios medios chinos desataba una oleada de millones de mensajes de dolor e indignación en las redes sociales chinas, el hospital negaba que hubiera expirado: le habían conectado a un respirador artificial en un último intento de devolverle a la vida. Finalmente, a las tres de la mañana en China, llegaba el anuncio definitivo: el doctor Li, esta vez sí, había fallecido.
Sus padres, que habían enfermado también pero recibieron el alta recientemente, no pudieron despedirse de él. Como infeccioso, su cuerpo fue incinerado de inmediato, según ha indicado su madre en declaraciones a medios chinos: “Era un hombre con mucho potencial. Con mucho talento. Y no era como otra gente que mintió. Fue leal a sus obligaciones”.
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