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Crónica de la cuarentena por el coronavirus | Día 4: Una melodía que escapa al encierro

El violinista Christophe Blezien se refugia en la música para evadirse en la cuarentena. Él es uno de los 21 repatriados de Wuhan confinados en el Gómez Ulla, entre los que se cuenta el enviado especial de EL PAÍS

J. S.

“3. Realice higiene de manos con agua y jabón o solución hidroalcohólica cuando haya estado en contacto con secreciones”.

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DIARIO DE LA CUARENTENA
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“Todo esto es muy emocionante, ¿sabes?”. Apenas hacía unos minutos que habíamos llegado al hospital Gómez Ulla y el violinista hispanopolaco Christophe Blezien meditaba sobre su suerte de cara a la ventana, mientras sus ojos divagaban por las calles de Madrid. “Yo no nací aquí, pero llevo viviendo en esta tierra desde antes de que tú vinieras al mundo”. Su dedo, dotado con el don de extraer las más hermosas melodías de todo tipo de instrumentos, apuntaba a mi pecho. “Ver este despliegue de gente movilizándose para ayudarnos, dándonos la bienvenida, es... emocionante”.

A Christophe no le gusta el tono de estas líneas. Es normal: un diario puede generar desaprobación cuando en lugar de tener un candado en la cubierta se publica en la prensa nacional. Me tiende el periódico del día que cada mañana llega con el desayuno —de nuevo ese extraño desdoblamiento de la realidad— y sacude la cabeza. “No estamos aquí por gusto, sino por cumplir con nuestra responsabilidad”, explica. “Hemos vivido una situación límite de la que hemos escapado por los pelos. El humor es una manera de lidiar con ello, pero no le deseo a nadie estar aquí”.

Es evidente que la excepcionalidad de la vida en la planta 17 supone un reclamo ineludible para el brochazo irónico, que se ofrece como un modo de lidiar con el encierro y sus penurias. Pero no quisiera que dicho reflejo tiñera estas palabras con una mano de frivolidad: hay gente que lo está pasando mal. “Estoy agotado y aun así no puedo dormir por las noches. No soy el único: ayer tras dar vueltas en la cama salí a caminar por el pasillo. Eran las dos de la mañana, pero me encontré con otras tres personas”.

Conocí a Christophe el pasado jueves 30, dentro del coche que nos condujo al aeropuerto para poner en marcha nuestra repatriación desde Wuhan. “Tengo hambre”, fue lo primero que dijo entonces. Este sexagenario se dedica a viajar por el mundo, dando recitales de violín e impartiendo clases de música: ese fue el motivo que le llevó a la ciudad china. Tenía un billete de salida para el 23 a la una de la tarde, pero la cuarentena entró en vigor tres horas antes, dejándole atrapado. “Me encontré en una casa que no era la mía, en un país que no es el mío, con un idioma que no entiendo y solo con un kilo arroz, dos zanahorias y un litro de aceite en la nevera”.

Este cosquilleo en el estómago, el cual creía haber olvidado, le devolvió a sus tiempos de estudiante en el conservatorio Chaikovski, alma máter de los mejores intérpretes del mundo. Corría 1974 y Leonid Brézhnev dirigía la Unión Soviética. Con su magra beca de estudiante, Christophe y sus amigos solían comprarse una hogaza de pan negro. Sobre ella colocaban una loncha de jamón cocido, la cual iban empujando hacia atrás mientras se turnaban para morder el pan, buscando engañar gusto y olfato. La loncha se la comía, por fin, aquel a quien correspondía el último bocado.

A la pregunta de qué hacer al salir de aquí siempre le sigue la de cómo contar esta historia. Cómo atajar la extenuación de repetir una y otra vez cada detalle de esta insólita peripecia para saciar la curiosidad, lógica y sana, de nuestro entorno. Unos compartirán solo lo mínimo: un impulso que empuja en la dirección del paso del tiempo, que lleva a ir ofreciendo cada vez menos de uno mismo, a ir cortando amarras. Eso a Christophe no le sucede.

“Yo me abro a la gente porque me gusta la gente. Todo el mundo tiene algo que ofrecer. Por eso en mis clases no solo enseño destrezas técnicas, sino que sobre todo trato de que mis alumnos encuentren su individualidad. Lo mismo hago cuando toco: interpretar me lleva a abrirme por completo para gente que no conozco, a la que quizá veré por primera y última vez esa misma noche”. En sus recitales, Christophe emplea un Stradivarius propiedad de la Fundación Rockefeller, uno de los pocos que queda en el mundo. En las condiciones actuales, no obstante, no echa de menos la práctica diaria. “A estas alturas de la vida, todo está aquí”. Su dedo apunta ahora a su frente arrugada, enmarcada por dos gruesas cejas sobre una expresión bondadosa. De momento, escucha la cuarta sonata de Eugène Ysaÿe en su habitación mientras añora su botella de coñac o salir a dar un paseo. “La música es bondad”, sentencia, sabedor de que el arte no entiende de cuarentenas.

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