“Mire a la pared y abra la boca”, así es la prueba domiciliaria del coronavirus
Relato en primera persona de un posible contagiado, que se encuentra aislado en su casa tras estar en contacto con un afectado
Un periodista de EL PAÍS de 35 años cuya pareja dio positivo en el test de Covid-19 narra los dos días de espera, aislado en su casa, hasta que un sanitario acudió hoy a su vivienda para hacerle la prueba con todas las medidas de seguridad.
"Hay gente a la que le toca la lotería y otros a los que les toca el coronavirus, decía alguien el otro día. A nosotros nos tocó el virus. El martes por la mañana a mi pareja le diagnosticaron como un caso confirmado de la Comunidad de Madrid, uno de los primeros 84, no sabemos exactamente cuál. Recibí la noticia en mi casa, junto con la orden de presentarme ante las autoridades en el teléfono habilitado por la comunidad, el 900 102 112, que de ahí me pasó a los servicios de salud, que me remitieron a urgencias (teléfono 112). En cuanto te declaras sospechoso de tener coronavirus, entras en una relación cercana y llena de contradicciones con todos estos lugares. Unos pretenden minimizar el asunto, recordarte que lo más probable es que estés bien y que podrías estar haciendo vida normal, y asegurarse de que no seas un hipocondríaco de manual. Otros, por el contrario, insisten en que te quedes en casa, monitorices todos tus síntomas y no dejes que nadie te visite o toque lo tú toques. La sensación es que te van poniendo en grupos de mayor o menor riesgo. Mi pareja ha dado positivo: riesgo. No tengo síntomas aún: menor riesgo. Al día siguiente, tengo síntomas: riesgo. Pero no mucha fiebre: no riesgo.
La necesidad de hacerte la prueba del virus varía, pues, según la última llamada que has recibido; la urgencia, también. Yo he pasado de necesitarla para el mismo día en que mi pareja dio positivo, a que se fuese retrasando mientras mis síntomas cambiaban de forma. Como no sabes qué pensar, te ves en tu casa, con tu mal de huesos, tu dolor de cabeza, tus sudores y tu respiración pesada, pensando si no será el catarro más exagerado de tu vida. Pero al final ocurrió. El miércoles por la tarde, día y medio después de la confirmación de mi pareja, recibí el anuncio de que me harían la prueba, esa que me habían prometido que me harían el martes. Probablemente sería para el jueves por la mañana. Me la harían en casa, como me habían anunciado antes, y desmentido después.
La mañana pasó. No ocurrió nada. Hasta que, ya a mediodía, recibí la llamada. Un hombre, de voz joven, pero serio como un notario. Confirmó mi dirección, me preguntó mis síntomas (era la enésima vez que los contaba) y me anunció cómo iba a ser mi vida en el futuro inmediato: iban a ir a mi casa; yo debía dejar una bolsa de basura en el suelo, para que él la pudiera pisar sin tocar mi suelo, y sentarme a esperarle en una silla de espaldas a la puerta. Debo estar siempre de espaldas a ellos. Llegaban en diez minutos. Colgó. No iba a ser una visita majestuosa, pero, pensándolo bien, iba a ser la única que recibiría tras días de encierro sin final concreto. Me duché y recogí la casa por él.
Tardaron 12 minutos en llamar, porque hubo unos dos en los que se estuvieron preparando. Desde el otro lado de la puerta oía las ruedas de un carrito, cajones abriéndose, el crujido de un plástico grande que se estaba encajando en una superficie. El traje de Chernóbil que se ponen para las visitas a domicilio. Suena el timbre. Intento abrir: encuentro resistencia. Una mano tira de la puerta para que solo quede abierta una rendija. La voz joven y seria está molesta porque no logra alcanzar la bolsa desde donde la he puesto. Demanda que la acerque, mientras procura que yo no abra la puerta. Intento acercársela a la altura de la mano; me ordena que lo haga por el suelo. Accedo. Pido si por favor puede abrir la puerta un poco más, porque es como colar un libro en un buzón. La voz seria y ahora también molesta accede. Nunca nadie había tenido a la vez tan pocas ganas de estar conmigo y tanta necesidad de entrar en mi casa.
Me siento en la silla esperando a que pase algo. Mirando al frente, oigo que la puerta se abre, y la bolsa de basura se despliega como una alfombra. Bajo la cabeza y, con el nuevo ángulo, miro por el rabillo del ojo hacia atrás, como Eurídice saliendo del Hades. Sabes que no debes mirar pero el instinto te pide saber. Veo una bota negra, de suela de casi dos centímetros. La voz me ordena que mire hacia la pared de mi izquierda. Me siento castigado por mirar, pero también entiendo que él necesita un mejor ángulo para hacer la prueba: meterme un palo de algodón en la boca. No sé si hasta la garganta o solo por la lengua. Al girarme veo a mi hombre serio y molesto todo lo que voy a verle en mi vida. El traje de Chernóbil es de un amarillo traslúcido, los guantes son azules. Suena a que lleva mascarilla. Abre el algodón, marca FLOQSwabs, caducidad en marzo de 2022. Me lo apunto para jugar ese número a la lotería. Me ordena que abra la boca. Lo hago, cómo no, no quiero estropear lo nuestro.
El algodón entra, se frota con mis mejillas, y sale. La voz me anuncia que ya está. Le doy las gracias, me dice que faltaría más. Veo que tira el envoltorio del algodón al suelo de mi casa, al lado de las bolsas de basura. El plástico no es la única barrera entre los dos. Me dice que para los resultados, nos llamarán en unas 24 a 48 horas. Y que cierre yo la puerta de mi casa. Le digo que vale, que gracias de nuevo y que adiós. No me contesta. Cierro la puerta y vuelvo a oír el crujido apresurado del plástico amarillo traslúcido. El cajón del carrito, esta vez el de desechos, donde, me ha quedado claro ya, debe ir todo lo que entra en contacto conmigo estos días. Miro las bolsas de basura y el plástico del algodón. Dónde estaremos en marzo de 2022″.
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