No somos iguales ante el cambio climático
Un sexto de la población es tan pobre que apenas emite gases de efecto invernadero
La desigualdad extrema es uno de los males de nuestro tiempo. Enquista la pobreza, debilita la democracia y rompe sociedades. Se manifiesta de muchas maneras: injusticias de género, captura de riqueza y recursos naturales, disparidades de renta… Pues bien, el cambio climático es una de las demostraciones más duras de la desigualdad ya que multiplica su impacto.
Los países ricos contaminan más, mucho más y lo han hecho durante más tiempo. De hecho, el 10% más rico de la población es responsable del 50% de las emisiones que provocan el calentamiento global. Y a la inversa, el 50% más pobre apenas contribuye con el 10%. Toda Africa apenas contribuye con el 5%. Hay un sexto de la población que es tan pobre, que apenas emite gases de efecto invernadero.
Sin embargo, es esta población la que más sufre el impacto devastador del cambio climático. Y lo sufre ya, en forma de fenómenos climáticos extremos e imprevisibles que secan tierras, inundan casas y fuerzan a las familias a salir de su hogar habiéndolo perdido todo. Así ocurre en el Sahel, en Bangladesh o en el Pacífico. El impacto en Europa o Estados Unidos se empieza a sentir y lo hará mucho más en los próximos años. El impacto en algunas regiones vulnerables desplaza al año a 20 millones de personas, personas que deseaban seguir en sus casas.
La población europea se verá afectada con dureza, pero mantenemos redes de protección que dan más opciones para resistir el impacto. Seguros agrarios, sistemas de predicción, capacidad inversora para nuevas infraestructuras o cambios productivos, energía para desalinizar agua o enfriar casas. Una familia de pastores nómadas de Etiopía no tiene nada. Cuando su ganado se muerte de sed, solo pueden irse al campo de desplazados a depender de la ayuda humanitaria para vivir. Una niña malnutrida del corredor seco de Guatemala seguirá pasando hambre porque el campo ya no da y su Gobierno no quiere ayudar a su comunidad.
Llevado al extremo, un “ultra rico” acostumbra a tener un nivel de consumo que le lleva a quemar un bosque al día en forma de emisiones. Si las cosas se ponen de verdad duras ante la emergencia climática, como es más que previsible, tendrá el dinero para migrar seguro a zonas menos afectadas, para acaparar los recursos naturales necesarios, para comprar comida o agua al precio que sea. Incluso para seguir emitiendo toneladas de CO2. Es lo que da el poder y el privilegio.
El impacto tampoco es equivalente entre hombres y mujeres, dadas las tareas que estas asumen en la casa y la sociedad. Es más probable que abandonen el colegio y que la recogida de agua o el cultivo de alimentos se endurezcan más para ellas que para los hombres. Ser mujer en una zona afectada por inundaciones, huracanes o sequías recurrentes supone enfrentar la desigualdad de género y la climática. Ambas se refuerzan para oprimir las esperanzas de millones de mujeres en el mundo.
Cuando una persona hace mal a otras y a sí misma, y lo hace de forma recurrente, lo normal es que tome dos medidas. La primera, dejar de hacerlo. O sea, frenar drásticamente las emisiones, una responsabilidad primera de los Gobiernos, pero también de cada ciudad, empresa, organización o persona.
La segunda medida es reparar el daño causado. Si el daño aún tiene remedio, podrá aportar lo que sea necesario para permitir que la persona afectada se recupere y adapte a la situación. Si el daño es irreversible, solo queda indemnizar a las víctimas. Es lo justo, lo sabemos. De eso tratan los fondos verdes para adaptación y los esquemas de “daño y reparación”. Dar opciones de supervivencia a quienes lo van a perder todo e indemnizar a quienes ya lo perdieron.
Pues bien, los países desarrollados, y de forma especial algunos como Estados Unidos o Australia, no hacen ni lo uno ni lo otro. Siguen sin recortar emisiones, más bien las incrementan enganchados a la droga dura de los combustibles fósiles. Y siguen sin aportar financiación para que las comunidades se puedan adaptar o sean reparadas. Apenas 4,5 dólares por persona afectada. Una fracción inaceptable de lo que se comprometieron a ayudar.
Quien hace daño sigue haciéndolo, no lo reconoce, no lo enmienda, no apoya a quien se ve afectado, ni indemniza a quien machacó.
Y es que la desigualdad, también la climática, se basa en el poder y el privilegio. El poder de seguir emitiendo, el privilegio de no asumir las consecuencias de hacerlo. ¿Hasta cuándo?
José María Vera es director de Oxfam.
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