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Cómo saber si mi dieta contamina

Las decisiones de consumo ganan cada vez más importancia ante la amenaza del cambio climático

Laura Delle Femmine
Tomates envasados en un mercado de Londres.
Tomates envasados en un mercado de Londres. JUSTIN TALLIS (AFP/Getty Images)

¿Unas galletas biológicas envueltas en plástico respetan el medio ambiente? ¿Y un pescado que procede del océano Índico? Las implicaciones medio ambientales de nuestras acciones en términos de consumo ganan cada vez más importancia ante la amenaza del cambio climático y en un contexto donde la producción de alimentos es responsable de cerca de un tercio de las emisiones de gases de efecto invernadero del planeta, según un reciente estudio de la universidad de Oxford. “Creo que es necesario concienciar a la gente de que del medio ambiente es responsable todo el mundo”, dice Emilio Chuvieco, docente de la Universidad de Alcalá de Henares (UAH) y coautor un proyecto piloto que busca una metodología para calcular la huella de carbono de los alimentos para reflejarla en un etiquetado entendible para el consumidor. “Ahora se sabe el precio y los ingredientes, pero nada de la huella ambiental, y hace falta información para tomar decisiones correctas”, reflexiona.

Según el WWF, la agricultura y la ganadería intensiva —los productos animales acaparan más de la mitad de las emisiones de los alimentos— emplean el 34% de la tierra disponible, consumen el 69% del agua y son las causas principales de deforestación y pérdida de biodiversidad, sin contar los desperdicios. “Tenemos que cambiar a un sistema alimentario sostenible”, afirma Celsa Peiteado, coordinadora de políticas agraria y desarrollo rural de WWF España.

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Peiteado explica que la huella de carbono de la dieta de los españoles podría reducirse en hasta un 30% con un cambio en la alimentación y a paridad de precio, según los cálculos de LiveWell, un proyecto de la UE desarrollado por WWF y Friends of Europe.

“Comer una cosa u otra no es lo mismo en términos de emisiones”, comenta Chuvieco. El estudio de la UAH, realizado en colaboración con la Universidad Ponitificia de Comillas, Mercadona y Carrefour, mide la huella de carbono en CO2 equivalentes para tres productos (pan rallado, mejillones en malla y aceite de oliva virgen), considerando su ciclo de vida desde la producción hasta la estantería del supermercado. “Nos concentramos en la huella de carbono, pero también está la hídrica y la ambiental en su conjunto, cuyo cálculo es aún más complicado”, añade.

Todo cuenta: desde los recursos usados para el cultivo y la transformación, como el tipo de energía empleada, la cantidad de agua, la superficie usada hasta el transporte y el envoltorio. Para los tres productos analizados, los resultados están en línea con el panorama internacional o por debajo de los valores medios de alimentos similares. Estela Díaz, profesora de la Universidad Pontificia de Comillas, que siguió a los grupos de consumidores que participaron en el estudio, se quedó sin embargo soprendida con su desconocimiento sobre las implicaciones de la producción alimentaria para el medio ambiente. “La mayoría se fija mucho en precio, no le dedica tiempo a la compra y no mira la etiqueta”, asegura, “pero sobre todo no entiende el impacto ambiental de la comida”.

Sin tomates en invierno

Peiteado, del WWF, explica que no existe una receta única para consumir de manera más sostenible, pero da una pista: “Comprar local, de temporada y a granel con criterios de agroecología, es decir que la producción respete las normas ambientales y de trabajo”. Introducir un etiquetado con la huella de carbono de los alimentos sería indudablemente un paso hacia adelante, pero hacen falta cambios estructurales, señala Blanca Ruibal, coordinadora de la ONG Amigos de la Tierra.

Esta organización, que propone aplicar un IVA reducido a los productos agroecológicos y fomentar la producción local, ha desarrollado una herramienta para saber cuánto CO2 hay detrás de lo que comemos en el marco de una campaña, Alimentos kilométricos, que busca concienciar sobre el daño ambiental causado por el transporte de alimentos. Según su última estimación, de 2011 y recogida por el Ministerio de Transición Ecológica, los productos importados que acaban en nuestras mesas tienen a sus espaldas un recorrido medio de casi 4.000 kilómetros. “Para el consumidor, es una información más valiosa el precio a que una naranja venga de Valencia o de Sudáfrica”, dice Ruibal, quien lamenta que hoy en día consumir de manera respetuosa con el medio ambiente se está convirtiendo en un lujo para pocos.

De momento, no solo el etiquetado ambiental es un futurible, con iniciativas que no están realmente encima de la mesa —salvo algunos países, como Dinamarca, que quiere introducirlo en su estrategia medio ambiental—, sino que el consumo de productos de cercanía sigue representando un nicho limitado a cooperativas y muchas veces vinculado a propuestas militantes. “En España, este sector tiene difícil crecer”, dice Fernando Díez, de la consultora especializada en consumo The cocktail Analysis. Explica que una mayor sensibilidad hacia los modelos de producción y distribución o unos sellos de garantía que orienten la decisión del consumidor podrían ser claves para ampliar este mercado. “Pero nada de esto existe masivamente por ahora”, concluye.

Ricard Espelt, investigador de la Universitat Oberta de Catalunya, señala por otro lado que el sector de las cooperativas se está profesionalizando, y cada vez más “va asumiendo el carácter del súper, donde el consumidor ya no tiene que participar tanto”, detalla. “Dentro de las políticas de surtido de las empresas, especialmente en las secciones de frescos, están teniendo cada vez más presencia los productos de proximidad”, asegura por otro lado Aurelio del Pino, presidente de la Asociación de Cadenas Españolas de Supermercados. Explica sin embargo que este protagonismo se debe más a que el consumidor asocia la cercanía a una calidad superior que por razones medio ambientales.

Según una encuesta del WWF realizada a nivel global, el 91% de los ciudadanos entrevistados desconoce el elevado coste medio ambiental del sistema alimentario. “No ven la alimentación como fuente de contaminación; el etiquetado es una parte, tiene que venir acompañado de campañas educativas”, dice Díaz, de la Pontificia de Comillas. “Pero podemos aprender”, concluye.

“Si el producto recorre 6.000 kilómetros deja de ser ecológico”

El mercado de la alimentación ecológica está viviendo una expansión. “Es una producción menos intensiva y con menos pesticidas, lo que hace pensar que su huella ambiental es menor”, detalla Emilio Chuvieco, de la Unversidad de Alcalá de Henares, quien añade que la cantidad de emisiones de CO2 por hectárea de estas explotaciones suele ser inferior a la del sistema convencional. Sin embargo, certificar que la producción de un alimento haya seguido criterios ecológicos no necesariamente coincide con la mejor elección en términos medio ambientales. Unos kiwis con etiqueta bio importados desde Nueva Zelanda, por ejemplo, o unas hortalizas que han necesitado grandes cantidades de agua, acaban teniendo pegas en cuanto a huella ambiental aunque tengan sello orgánico.

“Un producto que recorre 6.000 kilómetros deja de ser ecológico”, reflexiona el investigador Ricard Espelt. “Tiene que ser una visión holística”, añade. Blanca Ruibal, de la ONG Amigos de la Tierra, coincide en que la certificación ecológica no es suficiente para determinar si estamos comprando un producto al 100% respetuoso con el medio ambiente y con el territorio. “El recorrido debería ser un condicionante, así como las condiciones sociales de los trabajadores”, zanja.

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Sobre la firma

Laura Delle Femmine
Es redactora en la sección de Economía de EL PAÍS y está especializada en Hacienda. Es licenciada en Ciencias Internacionales y Diplomáticas por la Universidad de Trieste (Italia), Máster de Periodismo de EL PAÍS y Especialista en Información Económica por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo.

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