Verdura limpia en la ciudad
Salir del circuito alimentario para consumir ecológico no es tan caro. Hacen falta ganas
Pocas personas dependen más de la calidad de lo que cocinan que un cocinero. Como todos los grandes, Ricard Camarena controla al detalle el origen de su materia prima. Su exigencia pasa por que sea de la próxima huerta valenciana y de temporada. Por la calidad, y por principio: "Se nota muchísimo si la comida ha viajado o no. Aparte, creo en la necesidad de asegurar la continuidad de los labradores autóctonos", afirma. Camarena cuenta con una red de conseguidores que peinan la ciudad en busca del mejor producto, el más fresco.
Ruth también depende de la calidad de lo que cocina. Tiene un hijo autista y enfermo. A otra escala, ella también tiene sus conseguidores. Están en el Mercado de Russafa y se llaman Terra i Xufa, un puesto que ofrece productos de proximidad y sin pesticidas o fertilizantes químicos. Ruth, que acaba de comprar judías, uvas, ciruelas y media sandía, se ha dejado un euro más que si hubiera acudido a otro puesto. "Es una cuestión de salud. La mía y la de mi hijo. Por no hablar de que todo está mucho más rico", espeta.
Lola Raigón, doctora ingeniera agrónoma en la Universitat Politècnica de València, lleva años investigando prácticas agrarias que desemboquen en productos más sanos y relaciones más estrechas entre consumidores y productores. Para ella, Valencia es un campo de experimentación idóneo: "Hay toda una nueva generación de jóvenes salidos de las escuelas de agrónomos con ganas de trabajar tierras abandonadas", asegura. Y explica que la complejidad del sistema alimentario, que prima el beneficio económico y alarga los cicuitos de distribución, suele desembocar en verdura industrializada. Esta, asegura la científica, tiende a portar, en el envase y a veces el género mismo, "tóxicos, disruptores hormonales, o, directamente, productos cancerígenos".
No todos los que buscan garantías sobre el origen de su comida pueden permitirse comer en Ricard Camarena, comprar en tiendas y puestos ecológicos o desprenderse del tiempo que precisa un huerto urbano. ¿Qué opciones quedan, entonces?
"Hay argumentos para el cambio: hambre y obesidad repartidos a partes iguales por el planeta, campesinos empobrecidos, un sistema alimentario que sí da beneficios, pero que reparte enfermedad en lugar de salud… La clave está en romper desde abajo la dependencia de los grandes circuitos". Juan Clemente Abad, autor de las palabras anteriores, forma parte de distintas organizaciones que trabajan con esta filosofía. La principal es la Plataforma per la Sobirania Alimentària del País Valencià.
"Defendemos un modelo que ponga a las personas en el centro en lugar del lucro. Por tanto, nos oponemos al panorama que está dibujando la negociación del Tratado de Libre Comercio entre EEUU y la Unión Europea, que busca desregular aún más los mercados y que se hace de espaldas a la ciudadanía". Desde Sobirania —al igual que en Vía Campesina, el ente supranacional en que están integrados— proponen que las personas se organicen para controlar de cerca sus alimentos. "Ya nos ha pasado", dice algo contrariado Abad, "tener productores locales sin mercado en que colocar sus productos ecológicos, y, a la vez, consumidores con problemas para encontrarlos. Hay que unir a estas dos partes".
Manos a la obra
Son las 7 de la tarde de un jueves en el Casal de la Falla de Arrancapins. Hay bastante movimiento. Mientras una pareja revisa unos papeles, los que van llegando se abrazan y se van distribuyendo por el espacio. En un momento dado, Ana anuncia que ha traído las croquetas y las hamburguesas vegetarianas. Es día de reparto en el grupo de consumo de Arrancapins.
Kike Domenech y Mayte López cuentan cómo fundaron una de las agrupaciones de abastecimiento de proximidad más activas de Valencia. Como tantas otras, es fruto del empuje renovador que supuso el 15-M. En el último lustro han pasado de cinco a más de 60 en la Comunidad Valenciana. En la acampada de la Plaza del Ayuntamiento, Mayte y Kike se habían apuntado al grupo de trabajo de Medio Ambiente. Cuando las asambleas pasaron a los barrios, una de las primeras decisiones en Arrancapins fue crear un grupo de consumo.
Cada jueves, hasta 30 familias —depende de la semana— vienen a recoger el género que previamente han encargado a través de un sistema de pedidos. Tienen dos suministradores, a los que encargan frutas y verduras una vez cada siete días. Con periodicidad mensual piden cosméticos, productos de limpieza y hasta carne ecológica. Han enlazado con vías de comercio justo para traer café, chocolate o plátanos. Y tienen sus propios huevos, para lo que han montado un gallinero en las afueras de Valencia.
En el último lustro los grupos de consumo en la Comunidad han pasado de cinco a más de 60
"Todo lo que podemos, lo compramos fuera del circuito de distribución convencional", cuenta Mayte, que asegura que, para ellos, la gran satisfacción es "tener la capacidad de modelar ciertas dinámicas a través de la demanda". Los productos de cosmética y limpieza ecológicos se les escapan del presupuesto, pero con los alimentos frescos, Kike y Mayte aseguran que no gastan más dinero que en una gran superficie.
"Es que no tiramos absolutamente nada. Los productos duran muchísimo más en la nevera, ya que no los han arrancado verdes y transportado en camiones frigoríficos desde la otra parte del mundo. Eso," dice Kike señalando las cajas que han llegado mientras hablaba, "lo han sacado de la tierra hace un rato. Es que no hay color."
En medio de la charla, llega un matrimonio de franceses jóvenes. Se han enterado de que en el Casal se adquieren productos frescos de la Huerta. Kike y Mayte les dan la bienvenida con una sonrisa.
"Por ahora hay sitio para más gente", dice Mayte, "pero a partir de cierto tope, pasaría a ser demasiado agobiante para la estructura que tenemos. Necesitaríamos montar algo mayor". Mayte admite que montar el grupo les supuso bastante trabajo. Pero, también, que se mueren de ganas de que esto vaya a más.
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