Puede que sea machista, pero no soy un hombre
Hay palabras que desde el último 8M se han instalado en nuestro vocabulario para dar nombre a cuestiones que hasta ahora creíamos inexistentes y no eran más que invisibles
Si alguien hubiera entrado en coma hace un año y se despertara hoy notaría en las calles y en las conversaciones que donde antes no había más que unos pocos árboles ha crecido un bosque completo: el feminismo. Muchos hombres y algunas mujeres han, hemos despertado del coma en estos 365 días. Y digo hemos —disculpen la primera persona— a pesar de que yo no me considero un hombre porque sé lo que implica serlo. Y no me gusta. Tampoco me gustó ser presidente de mi escalera. Digamos que no me identifico con todo lo que supone nacer como ser humano de sexo masculino. Por eso entiendo a Simone de Beauvoir cuando dice que, antes que un hecho natural, ser mujer es una construcción cultural. Pero digo hemos porque en estos 12 meses hay palabras que se han instalado en nuestro vocabulario para dar nombre a cuestiones que hasta ahora creíamos inexistentes y no eran más que invisibles. Estas son algunas.
Privilegios. No ser un hombre no te exonera de ser machista. O estructuralmente machista, por usar un palabro que suele aplicarse a la violencia que ejerce “el sistema” y emplearse para justificar violencias más evidentes o, por qué no, la llamada lucha de clases. No ser un hombre no me libra de ser familiarmente machista porque hay privilegios que te vienen de fábrica, que tú no has pedido pero a los que te cuesta renunciar por una simple razón: es más cómodo. A veces me pregunto si el machismo no es también fruto del egoísmo de los bienintencionados (como yo, que no soy un hombre, no me creo machista pero tengo muy buenas intenciones). Esa pregunta me tiene alerta desde hace un año. Maldita sea.
Leyes. Como el infierno, la sociedad está, en efecto, empedrada de intenciones maravillosas. Por eso, mientras todos nos convertimos en benéficos ciudadanos, es la ley la que debe corregir nuestra tendencia a mantener los privilegios lo mismo que corrigió de golpe —al menos socialmente— nuestra tolerancia hacia el tabaco. Es mejor que sea la escuela y no el Parlamento quien nos infunda igualitarismo y es cierto que han vuelto a crecer los índices de tabaquismo, pero España y yo somos así, señor, necesitamos un empujoncito. Por eso este año he entendido la utilidad de las cuotas.
Cuotas. Las cuotas como forma de mitigar las desigualdades son un tabú para los que consideran que la igualdad se reduce, en el fondo, a la igualdad de oportunidades y que esta la tenemos garantizada. Suelen ser los mismos que están en contra del impuesto de sucesiones porque olvidan que los privilegios que se derivan de la herencia no proceden siempre de un pasado glorioso. Suelen ser —solíamos— también los que no reparan en que nos pasamos la vida aplicando cuotas. Empezando por una cuota de nacionalismo banal frecuente, por ejemplo, en el mundo de la cultura. Si el premio Cervantes se hubiera dado alternativamente —por decreto oficioso— a una mujer y un hombre muchos lo considerarían una práctica feminazi. Durante años se dio bienalmente a un español pese a que atañe a una veintena de países y a todos nos parecía normal. Este año se rompió esa tendencia. Se lo llevó Ida Vitale.
#MeToo. Que tarden en darte el Cervantes por ser uruguayo es una injusticia que se duplica si eres uruguaya. Que te maten por ser mujer es un drama (o que abusen de ti por ser una empleada, ir por la calle sola o vestir como te dé la gana). Suele decirse que ese temor es algo que nunca sentirá un hombre por el hecho de serlo. Es verdad. Pero un hombre —signifique eso que lo que signifique— puede entender que es intolerable. Y puede exigir, otra vez, que el Parlamento no espere a que lo arregle la escuela.
Internacional feminista. El movimiento feminista es transversal e internacional pero no sé si internacionalista, al menos a la manera en que pretendió serlo el movimiento obrero. De serlo habríamos puesto el grito en el cielo —ministras incluidas— ante las buenas relaciones de nuestros Gobiernos con los de países cuya legislación respecto a las mujeres tiene muy poco que envidiar al apartheid de la Sudáfrica racista respecto a los negros. A ellos los llamábamos por su nombre —segregacionistas— y los boicoteamos en los Juegos Olímpicos. Eso sí, no tenían petrodólares. La cuestión de las ricas y las pobres también es un elemento desasosegante porque el género se sobrepone a la clase como factor discriminatorio hasta llevarte a la pregunta de qué tiene en común la presidenta del Santander con la señora que friega la sucursal de tu barrio. Las dos empezaron la carrera con mucha desventaja respecto a los hombres y con mucha también entre una y otra. ¿Demagogo además de machista?
Portavoza. Estudié lengua y literatura pero en este año he aprendido que en el Siglo de Oro se duplicaban hasta los apellidos —el padre podría ser Ricote y la hija, Ricota— y que al académico y latinista Juan Gil el femenino de infante (infanta) no le parece de mejor “factura” que el femenino de miembro (miembra). Si términos como álgido o enervar han acabado significando lo contrario de lo significaban originalmente y la RAE dice ser notaria de las voces de la calle y no policía lingüística, no hay motivos para el escándalo. Ni dentro ni fuera de la docta casa. Todo es cuestión de costumbre. Seguro que muchos académicos españoles evitan la palabra coger cuando viajan a Latinoamérica. Y eso que, personalmente, no me acostumbro a expresiones como violencia de género —casi la vi nacer como titubeante traducción del inglés— ni a palabras como visualizar, posicionar o poner en valor. Ni a emplear el infinitivo de ir como imperativo ni la preposición a delante de por (“iros a por agua”). Ni, ya puestos, a usar en un periódico la primera persona.
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