Algún día nos tragaremos un robot
La robótica vive una revolución con avances en campos insospechados que van desde la medicina hasta el funcionamiento del cerebro
A primera vista no parece gran cosa y, desde luego, resulta difícil imaginar que detrás de unos pequeños y ruidosos robots que se mueven torpemente sobre una mesa blanca para agruparse por colores se encuentra un experimento que puede cambiar la historia de la medicina. El futuro ya no es lo que era porque la ciencia ficción se olvidó de Internet. Sin embargo, sí describió una sociedad en la que los robots forman parte de la vida cotidiana. En todo el mundo se multiplican las empresas y universidades con programas para investigar las posibilidades de la robótica y los avances que se han conseguido son extraordinarios. El objetivo de los grupos de robots que acabamos de describir, llamados enjambres porque su modelo es el comportamiento gregario de algunos animales como las termitas, va de lo más grande a lo más pequeño: desde permitir que máquinas colaboren juntas en tareas complejas –como la limpieza de una central tras un accidente nuclear o la circulación de miles de coches sin conductor– hasta, en un futuro que los científicos ven a 20 o 30 años vista, que existan robots minúsculos que podamos tragarnos, se unan solos dentro de nuestro cuerpo y realicen tareas médicas.
“Los robots humanoides capaces de hacer todo nuestro trabajo, tal y como los hemos visto en las películas, están a muchos años de distancia, si llegan alguna vez. Sin embargo, creo que los robots son cada vez más eficaces en pequeñas tareas muy importantes. Por ejemplo, estoy seguro de que dentro de 50 años nadie conducirá un coche y parecerá un disparate que miles de personas muriesen en las carreteras por accidente evitables”, explica Tony Prescot, director del Sheffield Center for Robotics, uno de los institutos de investigación punteros en Europa, que depende de las dos universidades de esta ciudad del norte de Inglaterra y que coopera con centros de todo el mundo, como la Pompeu Fabra de Barcelona. El pasado fin de semana dentro del encuentro Festival of the mind, este laboratorio en el que trabajan unos 150 científicos de diferentes campos y nacionalidades realizó dos demostraciones de robots, que permitieron entrever el increíble futuro que espera a este campo; pero también su extraordinario presente.
Detrás de una puerta en la que se lee Laboratorio de Interacción entre Robots y Humanos se esconde un peluche blanco con forma de bebé foca llamado Yoko: un robot Paro de fabricación japonesa –Obama se fotografió con uno de su especie en Yokohama–. La habitación está llena de cámaras, que filman las reacciones ante un robot que mira, responde a su nombre y a los impulsos como las caricias (cuesta 7.000 euros y existen unos 1.000 ejemplares). En el laboratorio, el objetivo es analizar las relaciones de los humanos antes los robots, que van desde el temor hasta la curiosidad. "Es una pena que la ciencia ficción haya ofrecido una imagen tan negativa de los robots", explica Emily Collins, estudiante de posgrado en el centro de investigación y experta en las relaciones entre robots y humanos. "Son como cualquier otro instrumento y tienen aplicaciones muy importantes". ¿La utilidad del Paro en la vida real? Cada vez se usan más como terapia para los enfermos de demencia senil o alzheimer, como si fuesen animales de compañía sin los problemas que estos plantean en un entorno hospitalario. Otro robot, Zeno, con forma humana y con una gran capacidad para reproducir gestos, parece un juguete sofisticado (y caro). Pero, sobre todo, se utiliza para tratar niños autistas.
Durante la muestra, también se exhibe un robot drone que, gracias a un programa de reconocimiento facial, puede seguir a una persona (afortunadamente, las baterías no duran demasiado). Hay robots con brazos programados para agarrar un determinado objeto o que aprenden a detenerse ante una línea blanca antes de chocarse (sirven para estudiar los mecanismos neuronales). Mantienen abierta, además, una línea de investigación que simplificaría mucho la vida de los pacientes: un robot que es una mesa de hospital que responde a la voz.
Sin embargo, al final, lo más extraordinario resulta lo aparentemente más sencillo: los enjambres. La Universidad de Harvard, que es quien fabrica estos aparatos de 3 centímetros de ancho llamados kilobots, logró agrupar este verano 1.000 robots en el mayor movimiento colectivo de máquinas realizado hasta el momento. Cuestan 100 euros cada uno y Sheffield es el centro que más kilobots tiene –900– tras la universidad estadounidense. Roderich Gross, el responsable de este proyecto, explica: "Puedes hacer eso sin memoria y sin computación. Son sensores e infrarrojos que les dicen si hay un robot cerca o no". El profesor Gross explica que la idea es imitar a la naturaleza, a las formaciones que crean las bandadas de pájaros o los bancos de peces o los montículos que construyen las termitas, en las que la suma de decisiones muy sencillas de muchos individuos (a veces millones en el caso de los insectos) llegan a producir estructuras muy complejas, como las termiteras.
Dentro del mismo laboratorio, un español, Juan A. Escalera, ha desarrollado unos robots que se unen con imanes y se pasan energía, otra de las claves para ese futuro en el que nos tragaremos una pastilla que se convertirá en un robot dentro de nuestro cuerpo. "El mundo de la robótica es mucho más diverso de lo que pensamos. Pero no hay que dejarnos cegar por el tamaño, lo importante es la organización. La idea es crear una mente genérica que pueda funcionar para organizar tanto una ciudad como un nanorobot", afirma Verschure.
El laboratorio de la universidad de Sheffield aparece vacío porque la mayoría de los robots han sido trasladados para su exhibición. Solitario, como un personaje de Inteligencia Artificial, se encuentra sin embargo el Icub, un robot humanoide creado por el Instituto Italiano de Tecnología de Génova y que forma parte de un proyecto europeo, en el que trabaja también la Pompeu Fabra. Actualmente hay unos 30 Icub en el mundo y cada uno cuesta 250.000 euros. Esta máquina muestra los avances de la robótica y la inteligencia artificial, pero también el largo camino que tienen por delante. "Nosotros utilizamos el robot no como un fin en sí, sino para entender cómo funciona la mente, como una herramienta para comprender la arquitectura de las emociones y las percepciones", explica desde Barcelona Paul Verschure, director de Specs, el grupo de trabajo en inteligencia artificial de la Pompeu Fabra, que colabora con Sheffield. Tony Prescot asegura que el objetivo de su grupo de trabajo es que sea capaz de ser consciente de su cuerpo, de reconocer objetos con los dedos, de tener sensibilidad en la piel. También se está trabajando en la construcción de una memoria autobiográfica -se han logrado avances importantes en Lyon- y en el estudio de cómo aprendemos una lengua.
Los robots representan una creciente industria –la UE anunció este verano una inversión de 2.800 millones de euros para un sector en el que Europa tiene un 32% de cuota de mercado, mientras que Google ha comprado ocho compañías de robótica en los últimos dos años–. Según datos del sector, los robots mueven ya 19.000 millones de euros al año. "La robótica es un mundo fantástico. Por eso no debemos exagerar. Resultan muy útiles por ejemplo para cuidar ancianos; pero no hay que utilizarlos por motivos económicos, no pueden reemplazar a las personas", explica el profesor de Inteligencia Artificial en Sheffield, Noel Sharkey, experto en ética robótica, que encabeza una campaña mundial que ha llegado hasta la ONU para prohibir los robots militares (o por los menos regular para que no tomen solos la decisión de matar). ¿Estamos en las puertas de una revolución similar a la que representaron los ordenadores personales, Internet o los móviles? "Sin duda, aunque nos encontramos en el principio", responde Prescot. "Las máquinas son mucho mejores que nosotros en algunas cosas; pero hay problemas simples que todavía resultan muy difíciles de resolver". Paul Verschure, director de Specs, el grupo de trabajo en inteligencia artificial de la Pompeu Fabra, explica por su parte desde Barcelona: "Pensar es lo sencillo: los grandes retos son la conciencia, la creatividad, las emociones". Y los problemas no solo vienen de la tecnología: ¿Quién es legalmente responsable si un coche robotizado provoca un accidente? Ningún jurista ha encontrado una respuesta lo suficientemente convincente como para que los coches que se conducen solos puedan circular sin problemas. Los científicos no sólo imaginan androides que sueñan con ovejas eléctricas o que hablen seis millones de formas de comunicación; imaginan robots útiles para cada rincón de la vida cotidiana.
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