Perseguidos y condenados en África
Ali Al Jatab fue condenado en Malí a la pena de muerte por "prácticas homosexuales", pero se salvó en el último momento
Se llama Ali Al Jatab, pero en Gao, ciudad del norte de Malí, todos le conocen como Alí Tchini (el pequeño Alí). Miembro de la etnia tuareg, a sus 30 años, nunca ha podido reconocer abiertamente que siente atracción por los hombres. Pero en esta ciudad de 75.000 habitantes todos se conocen y todos saben que Alí tiene “un amigo”, que se viste “diferente” y que hace “cosas de mujeres”. Una noche del pasado mes de diciembre, siete hombres armados vinieron a buscarle a su casa. Sin mediar palabra, lo cogieron en volandas, lo subieron a un coche y se lo llevaron a la Alcaldía. Allí, lo esposaron y empezaron a pegarle con una vara. “Pregunté por qué, pero me dijeron que allí eran ellos los que preguntaban”, recuerda Alí.
Por aquel entonces, la ciudad de Gao estaba controlada por el grupo terrorista Movimiento por la Unicidad del Yihad en África del Oeste (Muyao). Pasados unos días lo llevaron ante un cadí o juez islámico. “Yo estaba aturdido, no recuerdo mucho, pero el juez dijo que yo pertenecía al pueblo de Lot y que debía ser condenado”. Alí había sido acusado de prácticas homosexuales y, sobre la marcha, fue transferido a la prisión, donde estuvo algo más de un mes. “Fue terrible, los guardias no querían mirarme. Me tiraban la comida como a un perro”.
Un día de finales de enero, el terrorista Abdel Hakim en persona fue a casa de sus padres y les anunció la condena. “Este sábado en nombre de la sharia, vamos a ejecutar a vuestro hijo. Yo mismo le cortaré el cuello con mis manos”. Sin embargo, pocas horas más tarde, los aviones franceses comenzaron a bombardear Gao y los terroristas huyeron de manera precipitada de la ciudad. Unos niños fueron los primeros en atreverse a ir a la prisión. Allí encontraron a Alí, agazapado en una esquina, temblando de miedo. Con un hierro, forzaron la puerta de la celda y le dejaron salir. Poco a poco, ha vuelto a sus actividades, cocina en una mesa en la puerta de su casa y vende jengibre en el mercado. “Yo vivo mi vida como todo el mundo, no podía entender lo que estaba pasando”, asegura.
Si bien el caso de Alí Tchini se enmarca en la ocupación de un país por parte de un grupo terrorista, lo cierto es que África no es, en general, un buen lugar para la homosexualidad. Penada con la muerte en dos países, Mauritania y Sudán, en algunas regiones de Somalia y en los estados islámicos del norte de Nigeria, la realidad es que en al menos una veintena de naciones, como Angola, Camerún, Guinea, o las democráticas Ghana, Senegal o Kenia, la legislación contempla penas superiores a tres años por la práctica de “actos contra natura”. Incluso en otros estados, como Malí, donde ninguna ley la condena, los homosexuales son vistos como “seres malditos” o simplemente como “enfermos”. En Uganda, por ejemplo, se llevan a cabo violaciones a mujeres para, según dicen, “curarlas” de su lesbianismo.
Frente a esta situación, cada vez más activistas por los derechos del colectivo LGTB se alzan frente a sus gobiernos y emprenden campañas internacionales. Muy conocidos son los casos del ugandés David Kato, que fue asesinado en 2011, o de la abogada camerunesa Alice Nkom, que ha dedicado su vida a defender “la igualdad de géneros, el respeto y la dignidad humana”. Frente a la opresión mayoritaria, en otros países el viento sopla en sentido opuesto, como en Sudáfrica, el único estado africano que ha autorizado las uniones homosexuales y donde cada año se celebra el Orgullo Gay con una gran marcha, o Malaui, cuyo Parlamento ha suspendido la aplicación de las penas contra los homosexuales a la espera de un debate sobre la despenalización.
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