Hacia un diagnóstico de la fatiga
Investigadores españoles descubren ocho posibles marcadores de esta enfermedad, lo que podría facilitar su diagnóstico y su tratamiento
Fue publicar el estudio, a finales de marzo, y empezar a llegar peticiones de personas que querían que el inmunólogo Julià Blanco analizara su sangre en busca de las pruebas que permitan afirmar que padecen el síndrome de fatiga crónica (SFC). “Pero nosotros somos un laboratorio de investigación, no clínico”, se disculpa el investigador del IrsiCaixa y autor principal del estudio. Por primera vez se han identificado ocho moléculas del sistema inmunitario cuya presencia en sangre puede interpretarse como un biomarcador de la enfermedad.
Para los afectados, el descubrimiento va más allá de un hallazgo científico. Porque la fatiga crónica no se parece a otras enfermedades. “Se puede diagnosticar bien, pero la metodología para hacerlo es puramente clínica, poco cuantitativa”, señala Blanco. Los síntomas —cansancio matinal invalidante durante más de seis meses, intolerancia al ejercicio físico, problemas de concentración...— permiten identificarla, pero lo cierto es que pasan de media diez años desde que se manifiesta hasta que se diagnostica, explica José Alegre, especialista en fatiga crónica del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona.
Además de la sanitaria, la enfermedad tiene una vertiente sociolaboral: si no hay diagnóstico, es más complicado recibir una baja médica o el reconocimiento de una discapacidad. De ahí que cualquier avance suponga un mundo para los afectados por un síndrome del que se desconoce el origen, pero que afecta a una de cada 1.000 personas, según algunas estimaciones —no hay estudios de prevalencia; Alegre menciona estudios americanos con un 2% de mujeres entre 18 y 55 años afectadas—.
Se podría decir que Cristina Montané, barcelonesa de 52 años, se diagnosticó a sí misma. “Todos mis recuerdos de infancia son de que estaba cansada, con frío, constipada. No tenía conciencia de enfermedad porque para mí aquello era lo normal”, explica. Cuando se quedó embarazada de su primer hijo descubrió que se encontraba bien: “Me di cuenta de que podía hacer vida normal”. Le pasó lo mismo durante la gestación de sus otros dos hijos, y el médico empezó a descartar otras patologías. “Al final fui yo la que busqué una lista de síntomas y le dije ‘los cumplo todos”. Montané tuvo que dejar de trabajar una década. Ahora que sus hijos son mayores ha vuelto a hacerlo, pero en casa y con horario flexible. “Es necesario empezar por educar a los médicos en esta enfermedad; nada justifica que sigan haciendo gala de la más absoluta desinformación sobre una enfermedad tan grave, compleja y extensa”, reclama.
El estudio de los investigadores catalanes de IrsiCaixa (impulsado por la Obra Social La Caixa, la Generalitat de Catalunya y el hospital Germans Trias i Pujol), publicado en la revista Journal of Translational Medicine, es novedoso porque en lugar de analizar un solo parámetro en muchos pacientes, estudiaron todas las células del sistema inmunitario en un número limitado de pacientes. Fue así como descubrieron que “existía un patrón”, explica Blanco. “Los resultados nos dicen que hay una alteración a nivel inmunológico”, añade, que se manifiesta en ocho moléculas alteradas. Además del potencial que supone en el diagnóstico, el hallazgo es interesante porque “podría aproximarnos a un mejor tratamiento que module el sistema inmune y pudiese modificar el curso del SFC, que hoy es hacia la cronicidad”, añade Alegre.
Carlos González, aquejado del síndrome de fatiga crónica desde 2005, ironiza: “Es una enfermedad para ricos porque te condena a vivir como un cura. Yo un día puedo estar cuatro horas delante de ordenador y luego estar tres semanas baldado por un virus. No puedes tener estrés, hay que cuidar la alimentación, dormir bien...”. Por suerte, él, que hoy tiene 42 años, trabajaba entonces en un banco en Holanda con un gran sueldo, lo que le permitió someterse a multitud de pruebas que presentaron anormalidades en Londres, Holanda o Bélgica, además de participar en el estudio del Vall d’Hebron. “Me pasé un año que me arrastraba y pensaba que era cansancio. Luego cogí una mononucleosis infecciosa y a las cuatro semanas el virus no desapareció. Lo tuve durante tres años. Al principio solo iba de la cama al sofá”, recuerda.
“Tuve la suerte de que mi banco cerró, nos indemnizaron y pude descansar. Ahora tengo una incapacidad, aunque en Holanda pueden quitártela en unos años”. Carlos no puede tener horarios, pero ya se atreve a hacer planes y hace vídeos desde casa con el ordenador.
“Los estudios no se quieren hacer a gran escala porque no interesa saber cuántos afectados hay, que son más que los seropositivos. Los médicos prefieren dar antidepresivos”, se lamenta González. Coincide con él Montané, que colabora con una plataforma de afectados y asegura que está harta de ver llegar a personas “atiborradas” de antidepresivos y ansiolíticos. “Uno acaba haciendo de médico de sí mismo”, suspira. Ella toma suplementos vitamínicos y minerales, y todo lo que “fortalece el sistema inmunológico”.
“Es una enfermedad muy política, con muchos intereses, y las farmacéuticas no se pueden lucrar”, añade González. “Frustra que la mitad de los médicos se lo cree y la mitad no, cuando es una enfermedad reconocida por la OMS y con 4.000 estudios. Hay ignorancia porque es una enfermedad que durante la carrera no estudian”, continúa Carlos, un caso atípico, pues tres de cada cuatro casos son femeninos.
La abogada Lourdes Martínez, especializada en fatiga crónica, recuerda a una clienta pediatra que reconocía: “Yo esta enfermedad no me la creía”. Esta médico con un expediente brillantísimo terminó el MIR, y, reventada, se cogió un año libre convencida de que estaba exhausta de trabajar. No ha vuelto a ejercer.
Martínez, que ha llevado ya 50 casos, cuenta y no para. A su cabeza viene un chico que vomitaba del estrés en los exámenes porque su padre pensaba que era un vago o una ingeniera a quien se le desencadenó la fatiga crónica con una toxoplasmosis. “Lo llamaban la enfermedad del yuppie porque lo eran los primeros casos diagnosticados. Suele ser gente muy brillante, con trabajos muy buenos, pero el cansancio muchas veces hace que su cerebro no funcione bien. Se desorientan o no pueden estar concentrados en una lectura más de 20 minutos”, prosigue la letrada que ha llevado también casos de divorcio de algún cliente. “Es difícil para la familia. Son muy dependientes aunque aparentemente sean autónomas”.
La tortura de pasar por el tribunal médico
Conseguir una incapacidad es una travesía larga, cara y en muchos casos infructuosa. “Por vía administrativa es casi imposible, y por la judicial es muy complicado pero se va consiguiendo”, se alegra Lourdes Martínez, abogada especializada en fatiga crónica. La Seguridad Social no cubre, por ejemplo, pruebas de esfuerzo que no sirve para mejorar la salud del paciente, pero sí son pruebas determinantes para que un juez acepte la incapacidad. “El problema es que solo hay dos unidades especializadas en fatiga, las dos en Barcelona y no es fácil conseguir un informe de los internistas de la sanidad pública que los jueces valoran más que de la privada”, añade.
Ana Ruiz calcula que se ha gastado en cinco años de enfermedad unos 25.000 euros entre médicos privados, pruebas y asesoría legal. Además, durante los 18 meses que he estado a la espera del juicio, no recibió ningún tipo de ingreso. Ni salario, ni incapacidad temporal, ni siquiera paro porque la empresa no quería despedirla hasta tener sentencia firme.
Martínez califica de “tortura” el paso de sus clientes por los tribunales médicos. “O no les creen o les humillan. Y eso es a raíz de la Ley de Jurisdicción Social de 2011. Antes si estabas un 18 meses de baja, se iniciaba un expediente de incapacidad. Y ahora, a los 12 meses te dan el alta médica. Dejan a la gente a los pies de los caballos. Las empresas grandes pueden ser sensibles, pero a una empresa pequeña la funde”.
Antes de conseguir la incapacidad, Ana Ruiz pasó por seis tribunales. “En todos me he sentido tratada como una delincuente, humillada. Incluso en un caso el mal trato me provocó un ataque de ansiedad que me dejó en la cama una semana”.
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