Salud al límite
Enfermedades incurables y tratamientos prometedores forman un cóctel explosivo. Por desgracia, dolencias sin solución existen de sobra, y pocas posibilidades terapéuticas han obtenido en los últimos cinco años más eco mediático que las células madre. Es la mezcla perfecta. Por si fuera poco, solo hay que aderezar la historia con un par de casos de niños sufrientes, y las ganas de creer de los desesperados harán el resto: fama y apoyo popular, y eso si no hay un negocio detrás.
Es verdad que hay que ser muy frío para negar a un padre el derecho a intentar lo que sea con tal de salvar a su hijo. Pero “lo que sea” no es una opción válida. Las células madre son, hasta la fecha, más prometedoras que concluyentes. Anunciadas como la llave para tratamientos revolucionarios (del párkinson, de las lesiones medulares, del infarto, del cáncer, la cirrosis), sus usos aprobados son, de momento, discretos (algún tipo muy raro de ceguera, como factor de ayuda en la recuperación de prótesis de rodilla o cadera y poco más). Solo hay una aplicación anterior al auge reciente de este material biológico ampliamente probado: el trasplante de médula. Parece que es el que usa Davide Vannoni, presidente de la Fundación Stamina. Pero lo utiliza de una manera indiscriminada, para todo tipo de enfermedades (leucodistrofia, síndrome de Niemann Pick, atrofia muscular). Es la técnica convertida en el bálsamo de Fierabrás.
Si no fuera por las condiciones del laboratorio donde se preparan las inyecciones —y por el dolor y sufrimiento de los pacientes—, al menos este método tiene una ventaja: como se ha probado mucho, se saben sus efectos.
Pero el método utilizado por Vannoni, usando un vacío legal y la desesperación de unos padres, no es admisible. La legislación italiana —como la española y la de todos los países desarrollados— permite los tratamientos compasivos. Cuando un enfermo no tiene alternativa, se puede experimentar con opciones que no estén probadas al 100%. Pero no con fuego graneado, aplicándoselo a todo el que lo pide para ver si, por casualidad, en alguno funciona.
Porque, aparte de que hay base para dudar de que vaya a haber el menor éxito (hasta ahora, seis muertes y el único ensayo publicado, con cinco pacientes, no dio resultado), si el psicólogo acertara en algún caso, nunca se sabría qué ha pasado. La falta de un método científico impediría saber si el niño mejoró por lo que le daban o porque era la evolución esperada. Tampoco podría aprovecharse su esfuerzo y sufrimiento para usarlo en otros, y siempre se estaría jugando a la ruleta.
Dar esperanza está muy bien cuando hay una base. Hasta el efecto placebo es admisible en casos desesperados. Pero las ilusiones deben administrarse con un mínimo rigor. Si no, el dolor, la desilusión y la frustración previsible solo servirán para empeorar la situación.
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