Durban se conforma con un pacto de mínimos sin reparto de emisiones
La Unión Europea prorroga Kioto casi en solitario, pero no se ha decidido hasta cuándo
Las palabras del enviado de EE UU para el Cambio Climático, suenan hoy proféticas. El pasado lunes, al poco de llegar a Durban, Todd Stern declaró: “Estaríamos bastante abiertos a un proceso para una negociación que lleve a una cosa después de 2020 y no tengo problema en reconocer que puede acabar siendo un acuerdo legalmente vinculante”.
Ese sería un buen resumen de lo que seis días después, y con más de 36 horas de retraso sobre lo previsto, los más de 190 países reunidos en la cumbre del clima aprobaron en Sudáfrica. Las potencias —todas— se comprometen a abrir un proceso de negociación para tener un pacto sobre el clima (no se sabe si será un tratado o un “resultado acordado con fuerza legal”) en 2015, que entre en vigor a partir de 2020. Queda todo por negociar, todo por fracasar.
La hoja de ruta, como la llaman, fue considerada por la mayoría de observadores —no solo ecologistas— como débil, ya que deja muchas opciones abiertas y queda pendiente de tratar lo más duro: cómo se reparte el recorte de las emisiones. Los optimistas, las multitudinarias cumbres del clima están plagadas de ellos, destacan que al menos EE UU, China, India y demás grandes emisores se sentarán en la misma mesa, y que esa mesa estará dentro de Naciones Unidas.
La frase que se repetirá de Durban es la de un acuerdo sin cerrar: La cumbre “decide lanzar un proceso para desarrollar un protocolo, otro instrumento legal o un resultado acordado con fuerza legal bajo la convención aplicable a todas las partes” que entre en vigor “a partir de 2020”. Ese acuerdo debe estar listo en 2015.
El ministro británico Chris Huhne, uno de los pocos presentes hasta el final, declaró: “Hemos conseguido traer a los grandes emisores, como EE UU, India y China a una hoja de ruta que asegura un acuerdo global”.
La UE ha centrado en Durban toda la discusión, ya que tenía una llave que podía hacer descarrilar todo el proceso en la ONU: la prórroga de Kioto. Los países en desarrollo exigían mantener Kioto, cuyo primer periodo expira a final de 2012, pero solo la UE estaba dispuesta a ello. A cambio, los Veintisiete, inusualmente firmes en esta cumbre, exigían un calendario para que se sumaran EE UU y China. Los negociadores europeos notaban con curiosidad cómo en Durban su posición salía fortalecida mientras la Unión se fracturaba en Europa.
El principal obstáculo para fijar un acuerdo legalmente vinculante en 2015 fue India, un país con una emisiones por habitante que son un tercio de las chinas y que ve cómo en este proceso siempre acaba en el mismo saco que Pekín. Al final, sobre el escenario y ante todos los delegados, se escenificó un pacto con la UE para añadir eso de “un resultado acordado con fuerza legal”. La secretaria de la ONU para el Cambio Climático, Christiana Figueres admitió: “Lo que eso significa aún tiene que ser decidido”. Esta es una de las salidas típicas de estas cumbres: acordemos un nuevo término y ya seguiremos debatiendo qué hemos querido decir.
A cambio, la UE acepta prorrogar Kioto “casi en solitario” —pueden estar Suiza, Noruega, Nueva Zelanda y quizá Australia— aunque en el encuentro no se acordó si será hasta 2017 o 2020. Esto, como tantas cosas, se queda para la reunión el año que viene en Catar.
El enviado de EE UU, Todd Stern, también salió ayer satisfecho: “Tenemos el tipo de simetría en la que habíamos estado centrados desde el principio de la Administración de Obama. Esto tiene todos los elementos que buscábamos”. EE UU, que emite casi un 25% del total mundial, nunca ratificó Kioto y Obama anunció que estaba dispuesto a buscar un pacto global siempre que China e India estuvieran en él. Ahora consigue que en el listado de nombres aparezcan todos, mientras que en Kioto solo tienen obligaciones los países desarrollados.
La prueba de que el mundo ha cambiado se escenificó claramente en Durban. Los delegados de los países más pobres y de los pequeños estados-isla se aliaron con la UE y pidieron a India que apartara su petición. Ya no es “un mundo en blanco y negro, de ricos y pobres”, como había resumido antes un delegado. India recibió el apoyo de China y de Brasil —este último, algo más tibio—, con lo que los grandes emergentes mantienen su poderoso aunque informal bloque de negociación.
Además, en Durban, los países acordaron la estructura del Fondo Verde del Clima que, a partir de 2020 debe aportar 100.000 millones de dólares (74.794 millones de euros) al año de los países ricos a los países en desarrollo, pero no avanzaron en lo fundamental: de dónde saldrá el dinero. Una propuesta inicial para dotarlo con un impuesto a las emisiones de CO2 del transporte marítimo (ahora exento de control) cayó antes de llegar a pleno.
También se cerró que la captura y almacenamiento de CO2 en países en desarrollo genere derechos de emisión para las industrias en países ricos. Esto supone un aval para la técnica, muy criticada por los ecologistas, pero que los Gobiernos ven como la única posibilidad para seguir quemando carbón y satisfacer la creciente demanda energética de China e India. La técnica sigue siendo demasiado cara y por ahora no cumple las expectativas puestas en ella.
Aunque algunos países y la ONU saludaron el acuerdo como histórico y otras hipérboles, el ambiente en la sala donde se aprobó no era festivo. En otras ocasiones hay aplausos, abucheos y abrazos al pactar el texto. Así ocurrió en Bali en 2007 y en Cancún el año pasado. En Durban el plenario estaba medio vacío —debido a la prórroga de casi dos días muchos delegados habían vuelto a sus países y otros estaban descansando— cuando sobre las cinco y media de la mañana del domingo, la presidenta de la cumbre, Maite Nkoana-Mashabane, ministra de Exteriores, dio por cerrado el acuerdo. Solo recibió un tibio aplauso que mide como nadie la temperatura de lo logrado.
Greenpeace consideró que se trata de una victoria de los grandes contaminadores y que perdían los ciudadanos. Pero los ecologistas se mostraron satisfechos por el hecho de que sigue la negociación en Naciones Unidas, ya que temen que se trasladara a un G-20 o foro similar, formato más reducido y manejable pero también más opaco.
En el sistema actual, las cumbres terminan en un pleno singular. Negociadores de más de 190 países, cansados, en mangas de camisa, debaten con lenguaje diplomático entre gritos y aplausos que inundan la sala, en la que también están las ONG y los periodistas. Todo tiene un aire 15-M con pantallas gigantes y en el que se refieren unos a otros como “distinguidos delegados”.
El proceso a veces resulta endiablado. Cualquier país puede poner objeciones al texto y evitar todo pacto, porque las cosas se aprueban por aclamación y puede ocurrir como en Copenhague, donde la oposición de Bolivia y Venezuela impidió que la asamblea hiciera suyo el texto que habían pactado EE UU, China, India, la UE, México, los pequeños estados-isla…
¿Es realista pensar que este sistema, en el que negocian los ministros de Medio Ambiente, pueda llegar a conseguir un tratado o similar que efectivamente revolucione el sistema energético y el transporte para abandonar los combustibles fósiles y recortar las emisiones? Ya se dio un paso en 1997, en Kioto, pero entonces los países desarrollados solo se comprometieron a reducir un 5% sus emisiones en el periodo 2008-2012 respecto a 1990. Desde entonces, las emisiones mundiales han crecido un 49%, y el nuevo Kioto cubrirá aún menos porcentaje de emisiones, un 15% en el mejor de los casos.
Ahora se trata de algo infinitamente más complejo: aplicar recortes a todos los grandes emisores, incluidos países en desarrollo y con millones de pobres que, con razón, reclaman su derecho al desarrollo y hacerlo en una escala mucho mayor. Como declaró en Durban el economista Nicholas Stern, si de verdad el mundo quiere limitar la concentración de CO2 en la atmósfera en 450 partes por millón —lo que según el Panel Intergubernamental de Cambio Climático podría impedir que el calentamiento subiera más de dos grados—, el mundo deberá recortar las emisiones por habitante entre siete y ocho veces.
Lograr eso es política y tecnológicamente descomunal. Hacerlo en un mundo en el que los tratados multilaterales son cada vez más raros, con una crisis económica inabarcable y con una opinión pública cada vez menos preocupada por el calentamiento, parece hoy solo un sueño.
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