Comerse lo artificial
“Placer libre sin culpa, comer sin comer es una de las metas que busca la IA”

Llevo varias semanas intentando recordar cuál fue la primera vez que mi mente registró el concepto de inteligencia artificial. Lo asocio vagamente a mi infancia, a conversaciones en el patio con otros niños: seguramente algún profesor nos había hablado de algún nuevo invento que la incorporaba. Considerando que estaríamos entrando en el nuevo siglo, probablemente se tratase del lanzamiento de algún robot humanoide con pinta de pertenecer al elenco de Star Wars, cuyo aspecto marciano no permitía imaginar que, si de aquello se trataba la IA, pudiese algún día tener un espacio en nuestra vida. Para la pregunta opuesta, (cuando fue la última vez que escuché hablar de IA), la respuesta es fácil: probablemente durante la última hora.
Hace unos días, asistí en Madrid Fusión a una ponencia en la que la investigadora y futurista Cecilia Tham analizaba algunos de los hitos de la inteligencia artificial aplicada al ámbito gastronómico. Dejando de lado algunos experimentos, que a ojos de 2025 siguen siendo pura extravagancia (como el toMEATo, engendro que resulta de intentar reproducir carne dentro de un tomate), parece claro que el interés de los investigadores está en dos de los elementos que, por definición, conforman el alimento: el valor nutricional y el sensorial, es decir, cómo la comida nos configura físicamente, y también cómo (o qué) nos hace sentir. Por ejemplo, la e-tongue (un dispositivo capaz de percibir con una precisión del 95% los sabores presentes en un alimento, inicialmente pensado para registrar y parametrizar la calidad organoléptica del mismo) está siendo ya probada por humanos: en contacto con nuestra propia lengua, envía señales eléctricas a las papilas, activando redes neuronales de la misma forma en que lo haría el propio alimento. La digitalización del sabor permite disociar la ingesta del alimento del placer que nos genera consumirlo, un mundo nuevo para el ámbito de la salud: dar rienda suelta a la apetencia, esquivando las implicaciones negativas que asociamos al consumo de ciertos alimentos.
Comer sin comer, placer libre de culpa, es una de las metas que la IA busca alcanzar y se sabe poderosa en su objetivo, dado el interés (o preocupación) que la alimentación y su impacto en nuestra salud despiertan en la sociedad actual. Otras aplicaciones de la IA suenan más amigables y cercanas, como las frictionless kitchen, que integran elementos como neveras que se autoabastecen, pues reconocen los productos que faltan. Sin embargo, parece evidente que la IA ambiciona una posición mucho más relevante en nuestras vidas y que puede ser un facilitador (herramientas como ChatGPT nos lo están demostrando), pero ¿qué actitud adoptaremos con la llegada de aquellos avances cuya misión no es facilitarnos la vida, si no proponernos una nueva forma de vivir? Según Cecilia Tham, la IA está preparada para dar apoyo para la ejecución de ciertos procesos, para crear nuevas realidades por sí misma. Todo esto me recuerda al documental que vi hace unos días en Netflix, Don’t die: the man who wants to live forever, sobre los —aberrantes— métodos que el magnate del tech Bryan Johnson prueba en su propio cuerpo, en su lucha por alcanzar la inmortalidad. ¿A qué saben los escalofríos que me genera el oír hablar de todo esto? Quizás este sea el nuevo reto de la IA: un sabor para cada sentimiento, empezando por el de incredulidad.
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