Comida y refugio
“Pocos actos hablan más de nosotros mismos que el simple hecho de comer”
Gracia llega a casa el viernes a la hora de comer, cansada después de las clases. Se sienta a la mesa, dispuesta a reponer fuerzas para abordar el resto de la jornada, pues su agenda de la tarde está bloqueada con un evento social que demandará toda su energía: la fiesta de cumpleaños de una buena amiga. Su madre se sienta con ella a la mesa y ambas disfrutan del delicioso silencio mental que acaece momentáneamente mientras comen: concentrados en destilar toda la información que nos inunda cuando introducimos comida en el cuerpo, la razón pasa a un segundo plano y son los sentidos los que toman el control.
A pesar de ser un acto cargado de intelectualidad, comer es, paradójicamente, un descanso para el intelecto. Antes de abandonar la mesa para continuar con sus respectivos quehaceres y con la mirada todavía en el plato, a Gracia le asalta una duda: ¿cuál será la opción más saludable en la merienda de cumpleaños a la que ha sido invitada? Tiene cinco años. Al día siguiente, café y croissant mediante, Elena (su madre) relata con estupor a sus amigas (entre las que me encuentro) el comentario precoz de su hija. ¿Ingenua repetición infantil o las nuevas generaciones integran, verdaderamente, una conciencia alimentaria sin precedentes? Y de ser así, ¿cuáles son los principios que articulan esta nueva forma de comer; o mejor dicho, de mirar la comida? Atravesamos (tenemos esa suerte) un momento histórico en el que la necesidad de definir la propia identidad en base a las decisiones que libremente podemos tomar se ha vuelto más urgente que nunca. Pocos actos hablan más de nosotros mismos —de nuestros ideales, de las costumbres y tradiciones que nos conforman, de nuestro bagaje cultural, de los valores por los que peleamos y también de nuestras flaquezas— que el simple hecho de comer.
Comer es, en sí mismo, un acto de autoafirmación y una poderosa declaración de intenciones. Aunque no todos comemos lo mismo ni de la misma manera, existe una serie de preocupaciones colectivas relativas a la distribución del alimento, al impacto nutricional de determinados productos (cuya distribución masiva responde a intereses comerciales, obviando el impacto en la salud del consumidor), al origen de las materias primas y a los procesos que intervienen en su obtención, que articulan el manifiesto alimentario de las nuevas generaciones, quienes parecen estar más capacitadas que nunca para señalar las problemáticas sociales sin ningún tipo de complejo.
Lo “saludable” ya no solo hace referencia al valor nutricional, sino que los más jóvenes lo demandan en su sentido más amplio y transversal: saludable para el planeta, para las comunidades que participan de su obtención y también para quien lo consume. Si bien la comida nos brinda la oportunidad de reafirmarnos en nuestras creencias y de reencontrarnos con nuestra identidad, al tiempo nos transformamos cada vez que nos alimentamos, ya que nuestra identidad física deja atrás su antiguo ser para abrazar un nuevo yo: ese que incorpora a su composición los alimentos recién ingeridos. Comer nos habla de identidad, pero también de cambio, de impermanencia, y de la volatilidad a la que todos respondemos. Quizás, la alimentación sea, más que nunca, ese safe space que ansiamos: un refugio imparcial, espacio de todos y de nadie, libre de condena, de culpa y de polarización, porque todos nos deshacemos de nuestras identidades a la hora de la comida, para reencontrarnos con un yo distinto a la hora de la cena.
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