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Alejandro Sánchez-Alvarado, el científico que quiere desvelar los secretos del gusano inmortal

El investigador explica cómo un animal diminuto nos puede enseñar a regenerar órganos

Alejandro Sánchez-Alvarado
Daniel Mediavilla

Si se corta una planaria (Schmidtea mediterranea) en varios fragmentos, incluso en 279 cachitos, cada uno de ellos es capaz de regenerar un organismo completo, perfecto y funcional en cuestión de días o semanas. Por ejemplo, un trozo de la cola regenerará una nueva cabeza, y uno de la cabeza, una nueva cola. Estos pequeños gusanos planos, que se pueden encontrar en ríos o estanques de regiones costeras mediterráneas como Cataluña o Mallorca, están repletos de células madre con capacidad de convertirse en cualquier célula, y su estudio encierra la esperanza en que, algún día, comprenderemos cómo hace su milagro y podremos imitarlo para regenerar nuestros órganos.

Este modelo animal, fácil de manipular y estudiar, puede suponer para la regeneración lo que otros supusieron para muchos triunfos de la biología moderna. A principios del siglo XX, Thomas Hunt Morgan y su equipo de la Universidad de Columbia sentaron las bases de la genética moderna estudiando las moscas de la fruta (Drosophila melanogaster). Conceptos como gen o mutación pasaron a entenderse como realidades físicas gracias a los experimentos con estos insectos. En la década de 1960, Sydney Brenner buscó un organismo simple, transparente y fácil de manipular para estudiar cómo los genes controlan el desarrollo y el sistema nervioso. Lo encontró en el gusano C. elegans, con el que descubrió, entre otras cosas, cómo los genes controlan el desarrollo de los órganos o programan la muerte celular, hallazgos que son pilares en la investigación del cáncer o las enfermedades neurodegenerativas.

Morgan y Brenner también se interesaron por el potencial de las planarias, pero ha sido un tercer pionero el que lo ha convertido en un modelo poderoso y manejable. A finales de la década de 1990 y principios de los 2000, Alejandro Sánchez Alvarado (Caracas, 61 años) aplicó las herramientas de la biología molecular y la genética moderna para diseccionar los secretos de estos animales y ponerlos al servicio de la medicina regenerativa. Sánchez-Alvarado, que es director ejecutivo del Instituto Stowers para la Investigación Médica en Kansas City (EE UU), atendió a EL PAÍS por videollamada.

Pregunta. ¿Los avances de los últimos años en el estudio de la regeneración permiten ser optimistas?

Respuesta. En los últimos diez años, hemos visto avances extraordinarios en nuestra capacidad de generar tejidos específicos y restaurar tejidos dañados. Por ejemplo, la córnea del ojo humano puede ser restaurada con células madre, y hemos podido curar enfermedades que afectan a la forma de los glóbulos rojos, a través de una combinación de células madre y la aplicación de tecnologías como CRISPR-Cas9.

Hay mucha esperanza en que estos avances continúen al mismo ritmo, pero yo pienso que, todavía, la regeneración, si no está en su infancia, está entrando en su adolescencia. No estamos en un punto en el que podamos decir que en cinco años vamos a regenerar una mano, por ejemplo, o un órgano completo. Eso todavía está dentro del ámbito de lo posible, pero de lo muy poco probable, por la sencilla razón de que todavía no entendemos, por ejemplo, cómo los animales que son capaces de regenerar tejidos muy complejos logran reintegrar el tejido funcionalmente al tejido preexistente.

Regeneramos tejidos en una placa de Petri, un tejido específico, pero de ahí a que ese tejido pueda ser reinervado, revascularizado y puesto bajo control del organismo... Y cómo se lleva todo eso a cabo en un ámbito adulto —en un ámbito embrionario es distinto— es ampliamente desconocido.

P. Hay muchas especies animales, como los humanos, que no tienen esa capacidad de regeneración de las planarias, entiendo que porque eso también tiene sus propias ventajas.

R. Claro. La evolución funciona de esa forma, como un proceso de esculpimiento de la selección natural sobre el genoma del organismo, dependiendo de las condiciones en las cuales existe, para permitirle procrear y perpetuar la especie. Si todos los mecanismos fuesen idénticos, no habría diversidad en el planeta. Todos los animales serían prácticamente iguales.

Hay organismos que generan los gametos casi inmediatamente, porque no saben cuánto tiempo van a sobrevivir. Serían los nemátodos y las moscas, por ejemplo, que viven muy poco tiempo, una semana o algo así, y después se mueren, pero procrean como locos.

En nuestro caso, la procreación es mucho más tardía: a los 15 o 16 años, cuando entramos en la edad que nos permite la producción de gametos [óvulos y espermatozoides]. Entonces, si uno tiene que mantener ese tejido de una forma estable sin introducir cambios que puedan dañar la herencia genética, lo va a proteger mucho. Y eso va a predeterminar hasta qué punto el animal es capaz de reparar daños o restaurarlos.

En nuestro caso, se argumenta que desarrollamos una forma de protegernos muy diferente a la de otros animales: mantener nuestras células lo más jóvenes posible durante la mayor cantidad de tiempo posible. Pero a los 60 años empiezan a aparecer todas las enfermedades que vemos en los adultos. Empiezan a emerger tumores, degeneraciones, porque ya las células somáticas —las células de nuestro cuerpo— no pueden mantenerse jóvenes, sino que envejecen y se pierden.

Hay otros animales, sin embargo, que toman otra estrategia muy diferente: en vez de mantener las células somáticas jóvenes el mayor tiempo posible, las envejecen con gran rapidez para poder reponerlas inmediatamente con células nuevas. ¿Y de dónde provienen esas células? De células madre. Esos organismos tienen muchísimas células madre, mientras que nosotros, en comparación, tenemos muy pocas, porque el tejido somático vive muchísimo tiempo.

Por ejemplo, nuestras neuronas viven prácticamente toda la vida; se mantienen vivas por casi ochenta años. La musculatura, por meses, mientras que otros organismos la reemplazan casi cada 24 o 48 horas. Otros tejidos del cuerpo tardan muchísimo tiempo en repararse. Por ejemplo, las células del corazón prácticamente se mantienen vivas hasta que nos morimos, y no se reemplazan constantemente.

Ese tipo de estrategia de supervivencia, pienso yo, ha determinado que ciertos organismos hayan mitigado su capacidad de regeneración y, al mismo tiempo, ganado una estabilidad somática que les permite mantener la especie y propagarla. Hay animales que reemplazan los tejidos muy rápidamente, y animales como nosotros, que reemplazamos gran parte de nuestras células muy lentamente.

P. ¿Cómo se podrían trasladar esas capacidades deseables de esos organismos más capaces de regenerarse a otros sin tener los efectos indeseados?

R. Lo primero que habría que hacer es tener un entendimiento mucho más profundo de cuál es la relación dinámica durante el envejecimiento de un organismo entre las células madre y las células somáticas. Entender cómo estas células están o no están envejeciendo en relación una con la otra. Y una vez que tengamos una noción de cómo esas relaciones son establecidas, uno podría imaginarse una estrategia que nos permita modular esas interacciones en un tejido que normalmente no se regenera.

Todas las células de nuestro cuerpo, con la excepción de los eritrocitos [los glóbulos rojos], tienen un núcleo, y ese núcleo tiene todo el genoma, o sea que esencialmente todas las células potencialmente son capaces de producir un individuo completo porque tienen toda la información genética necesaria.

Imagínate, por un momento, que uno pudiese modular el estado de diferenciación de un tejido ya establecido —como el músculo, por ejemplo, o las neuronas de la médula espinal— y cambiar ese contexto de tal forma que ahora los núcleos de esas células sean capaces de activar genes que normalmente están reprimidos para producir más células.

En casos como el párkinson o alzhéimer, en los cuales esas células se van perdiendo, si nosotros pudiésemos de cierta forma reactivar la capacidad de expresión génica de las neuronas que están en la vecindad del daño para que se reproduzcan y reestablezcan esos lazos, eso se podría hacer sin necesidad de introducir células foráneas, reactivando la capacidad proliferativa y regenerativa de las células que ya tiene el cuerpo. Como todas las células tienen la información genética, eso, teóricamente, se podría hacer.

Ahora, ¿qué tiene que suceder para que nosotros podamos manipular todo el potencial del genoma en una célula diferenciada? Hay muchas cosas que no entendemos, sobre todo cómo se comunican los genes unos con otros para que se activen de una forma que produzca algo que se parezca a una función biológica normal, y no una cosa horrorosa que esté fuera de control.

Eso creo que va a llegar con más rapidez de lo que pensamos, a menos que, por supuesto, como especie nos destruyamos. Pero imaginando que eso no vaya a ocurrir, creo que, al menos en este siglo, a mí no me sorprendería mucho que nuestros nietos puedan experimentar una medicina o un tratamiento médico que hoy en día nos parecería totalmente futurista. Y también vamos a tener una capacidad extraordinaria de prevenir muchas enfermedades.

P. Pese a todo lo que se ha avanzado, no sabemos explicar por qué animales que comparten casi todo el genoma, como pasa con chimpancés y humanos, son tan diferentes.

R. Sí, y creo que es porque solamente hemos rascado la superficie de lo que es posible en la biología. ¿Por qué? Porque solamente hemos estudiado una ínfima parte de todos los organismos animales que existen en el planeta. Y cada forma de asumir una función biológica por esos organismos es una solución nueva que no hemos estudiado, no entendemos y no estamos incluyendo en la forma en que interpretamos la poca biología que conocemos.

Cada vez que identificamos un animal que se regenera, la mayoría de la gente nos dice: “Esa especie, ese grupo de animales, no son capaces de regenerarse”. ¿Y qué pasa? Que siempre hay una especie que no recibió el memorándum que le prohibía regenerarse, y se regenera sin ningún problema. Estos animales que rompen nuestras reglas —reglas que definimos con nuestros experimentos utilizando nada más que siete u ocho organismos—, nos muestran que esas reglas no son las reglas de la naturaleza. La naturaleza tiene quién sabe cuántas otras reglas que desconocemos por completo.

Al no saber qué es posible en la biología, va a ser muy difícil para nosotros poder responder preguntas como la que tú me hiciste: si hay tanta similitud entre una mosquita y un ser humano, ¿por qué son tan diferentes? Yo puedo tener toda la secuencia del genoma de las moscas y de los seres humanos, y uno no podría predecir, solo con esa secuencia, el aspecto del animal que está codificando. En un futuro, yo me imagino que si a mí me dan la secuencia genética de un animal desconocido, sin decirme cuál es su anatomía, su ciclo de vida, etcétera, uno podría aproximar una predicción de qué aspecto puede tener ese animal. Pero hoy estamos tan lejos de eso que parece imposible.

La realidad es que no sabemos por qué, por ejemplo, las especies tienen un número definido de cromosomas: nosotros tenemos 23 pares, las mosquitas tienen 4 ¿por qué no tienen solo uno y nosotros veinte? Abordar estos problemas con menos arrogancia y con el armamento tecnológico que tenemos hoy en día, nos permitiría abordar la biología de una forma totalmente nueva, que quizás cambie la forma en que pensemos sobre nosotros mismos, nuestra relación con otras especies y la forma en que la vida ha estado evolucionando en nuestro planeta.

P. Pese a todas estas incertidumbres, hay personas, como Ray Kurzweil, que hablan de que en veinte años vamos a controlar la biología de tal forma que la muerte será algo opcional. ¿Qué le parece?

R. Ser pesimista es mucho más fácil que ser optimista. El optimismo requiere mucha energía, y pienso que para ser científico tienes que ser optimista. Ahora, también existe la posibilidad de ser demasiado optimista y prometer cosas que a lo mejor no son posibles. Me preocupa que si le prometes a alguien que en 20 años morir va a ser su elección y en 20 años eso no sucede, la gente empiece a perder confianza en la ciencia.

Lo lindo de la ciencia es que está basada en hechos verificables a través de la experimentación. Tú puedes tener todo el optimismo del mundo, pero los hechos experimentales no apoyan ese tipo de optimismo. Yo creo que hay que tomarlo con un poquito más de medida, hay que ser un poquito más modestos. Ahora, que sea posible, sí, pero lo veo muy poco probable.

P. ¿Por qué?

R. Porque no entendemos las bases del envejecimiento, no entendemos por qué las especies viven los años que viven, ni siquiera lo entendemos para los mamíferos.

Déjame poner un ejemplo. Los mamíferos tienen un origen evolutivo común, hace 300 millones de años, en un animal que se parecía a un ratoncito del que salieron todos los mamíferos, incluidas las ballenas. Entonces, puedes tomar un ratoncito diminuto, de Madagascar, y compararlo con una gran ballena. El ratón vive un año y las ballenas décadas, y son 100.000 veces más grandes. El tamaño de su genoma es casi el mismo. Si nosotros de verdad entendiésemos por qué el mismo genoma puede producir animales que son pequeños, que solamente viven por un año y animales que son gigantescos, que pueden vivir por décadas, yo diría, ok, a lo mejor sí podemos llegar a hacer realidad ese sueño de hacer opcional la muerte, pero no lo entendemos y nadie está estudiando estos organismos con este fin.

P. ¿Está preocupado con la situación actual de la ciencia en EE UU?

R. El asunto con la ciencia básica es que normalmente ocurre en la oscuridad, es una cosa que tú puedes eliminar hoy y no ves los efectos ahora. Pero el día en que se te empiezan a morir tus familiares o tus seres queridos porque no hay un tratamiento, es cuando te das cuenta que, hace 10 años, cuando se canceló ese proyecto de investigación, se habría podido descubrir un tratamiento para esa enfermedad.

Lo que nosotros hacemos es tan abstracto que es muy fácil convencer al público de que no es necesario. La gran mayoría de las terapias que tenemos hoy en día para tratar muchas de nuestras enfermedades surgieron de los lugares más raros del mundo. Unas bacterias que crecen en las salinas del Mediterráneo, en España, nos permitió descubrir CRISPR.

Uno nunca sabe de dónde van a salir los nuevos tratamientos y si no apostamos ahora sentiremos los resultados en el progreso en diez o quince años. Por eso, me preocupa que en este momento en los Estados Unidos eso está empezando a ocurrir de una forma realmente vertiginosa, difícil de predecir hace un año. La forma en que se ha ejecutado está atando las manos a muchos investigadores, porque no van a tener los recursos para continuar los experimentos que estaban haciendo ya desde hace años, ni empezar nuevas propuestas.

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Sobre la firma

Daniel Mediavilla
Daniel Mediavilla es cofundador de Materia, la sección de Ciencia de EL PAÍS. Antes trabajó en ABC y en Público. Para descansar del periodismo, ha escrito discursos. Le interesa el poder de la ciencia y, cada vez más, sus límites.
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