Francis Mojica, de las salinas a la quiniela del Nobel
HACE UN CUARTO DE SIGLO, a nadie le interesaba el trabajo de Francis Mojica. A nadie. Era un joven científico que, a sus 28 años, se dedicaba a investigar por qué algunos microbios eran capaces de sobrevivir en las charcas extremadamente saladas del parque natural de las Salinas de Santa Pola, en Alicante. “Era saber por saber, para ampliar el conocimiento”, reconoce. Cuando pedía financiación para proseguir sus estudios, siempre se topaba con la misma pregunta: “¿Esto para qué sirve?”. Y, efectivamente, aquello parecía no valer para nada. “Craso error”, sonríe ahora Mojica. Sus descubrimientos de entonces son los cimientos de una nueva tecnología de edición genética que promete salvar millones de vidas humanas y generar miles de millones de euros. Es la revolución del CRISPR.
El microbiólogo, nacido en Elche en 1963, pasea entre el carrizo de las salinas de Santa Pola, flanqueado por chorlitejos patinegros, aguiluchos laguneros y flamencos. Es un paraje extraño, presidido por la torre vigía del Tamarit, levantada en el siglo XVI. Sobre la atalaya, los centinelas del rey Felipe II encendían antorchas de alarma si avistaban “moros en la costa”. Hoy, la única presencia humana es la de los trabajadores de Bras del Port, una compañía salinera que desde 1900 dirige el agua del mar por un circuito de balsas para así aumentar la concentración en sales que se evaporan gracias al efecto del viento y el sol. Su producción media diaria alcanza las 4.000 toneladas de sal.
El hallazgo de Mojica está hoy presente en laboratorios de todo el mundo. Ha democratizado la ingeniería genética.
Y aquí, en este ecosistema extremo y singular, vive la arquea Haloferax mediterranei, un microorganismo de una sola célula que es el culpable de que las salinas adquieran un color rosáceo cuando crece la concentración de sal. Mojica no había vuelto a poner un pie en estas salinas desde 1989, cuando empezaba el doctorado. En aquellos años, cuenta, husmeaba en el libro de instrucciones del microbio, en su ADN, en busca de pasajes en los que estuviera descrita su capacidad para adaptarse a un ambiente salino tan excesivo.
Durante el verano de 1992, un chaval de 23 años, recién licenciado en Farmacia, acudió al laboratorio de Mojica en la Universidad de Alicante. No sabía qué hacer con su vida y quería averiguar si la investigación académica era lo suyo. Le asignaron el trabajo de recitar a su tutor las letras del alfabeto con el que está escrito el ADN de la Haloferax. Letra a letra, microbio a microbio: ACTGGGGGCCCAT… Un día, Mojica le frenó en seco. “Te has equivocado. Me acabas de repetir la misma secuencia”, le regañó. Volvieron a empezar, pero no había fallo. En el ADN del microorganismo de Santa Pola aparecían unas misteriosas reiteraciones que Mojica bautizó como CRISPR, por las siglas en inglés de “repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente espaciadas”. El becario, aparentemente aburridísimo, abandonó la ciencia aquel verano.
Mojica, intrigado, sí continuó. De hecho, ha dedicado su vida a aquellas enigmáticas CRISPR. Durante una década, él fue el único interesado en el planeta. Hasta que, en agosto de 2003, tuvo su momento eureka. Se encontraba de vacaciones en casa de su suegro en Santa Pola, pero se escapó a la universidad “para tener aire acondicionado”. En su despacho investigó qué podían ser los tramos de ADN que aparecían entre las secuencias repetidas. Una base de datos internacional le dio la respuesta. Y se quedó helado.
Eran fragmentos de ADN de virus insertados en el ADN del microbio: recuerdos de contactos previos con patógenos. Se trataba de un sistema de inmunidad adquirida, una especie de cartilla de vacunación genética que algunas especies de bacterias y arqueas heredaban de sus madres. Aquello era un descubrimiento monumental. Los microbios recogían información de los invasores y la guardaban en su propio ADN, como si fueran fotografías de criminales. Si un virus volvía a atacar, las bacterias reconocían el ADN del agresor y enviaban unas tijeras moleculares para guillotinarlo.
Cuando Mojica publicó su hallazgo se desencadenó una carrera internacional para entender cómo funcionaba aquel sistema inmune hereditario que estaba presente en la mitad de las bacterias conocidas. Y en 2012 llegó la bomba. La bioquímica francesa Emmanuelle Charpentier y la química estadounidense Jennifer Doudna demostraron que el mecanismo CRISPR se puede utilizar como una herramienta universal para editar cualquier genoma. El sistema se puede programar para dirigirlo a cualquier punto de una cadena de ADN, cortarla y añadir una tirita con otro fragmento de ADN, como en un procesador de textos.
Hoy, el CRISPR está presente en miles de laboratorios de todo el mundo. La comunidad científica trabaja para corregir genes defectuosos en enfermedades hereditarias. Se debate sobre si es ético modificar el genoma de un óvulo o de un espermatozoide para que una persona nazca libre de una patología. Y cada vez es menos ciencia-ficción pensar en modificar en el laboratorio cualidades humanas como la inteligencia.
En China ya han utilizado la técnica para modificar un tipo de glóbulos blancos e intentar aumentar la respuesta inmune de personas con cáncer de pulmón terminal. En EE UU hay ensayos similares en marcha con pacientes de mieloma, sarcoma y melanoma. “El CRISPR es al menos 10 veces más barato y 3 veces más rápido que las técnicas de edición genética anteriores”, opina Lluís Montoliu, un investigador del Centro Nacional de Biotecnología que emplea la herramienta para crear ratones con enfermedades raras similares a las humanas. Es la democratización de la ingeniería genética.
El CRISPR, coinciden los expertos, ganará un Premio Nobel. Charpentier y Doudna están en todas las quinielas. La pregunta es si Mojica las acompañará. Los tres han recibido este año el Premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA, dotado con 400.000 euros. “Mojica es claramente uno de los pocos fundadores de este campo. Y, en mi opinión, con un papel muy significativo”, bendice el biólogo israelí Aaron Ciechanover, ganador del Premio Nobel de Química en 2004.
El microbiólogo de Elche sería el tercer científico español con un Premio Nobel, tras Santiago Ramón y Cajal (1906) y Severo Ochoa (1959). “Me gustaría que se viese mi caso como un ejemplo. Que los políticos no tuvieran la mirada tan obtusa y no exigieran un beneficio inmediato a una inversión, porque eso limita mucho las posibilidades de conseguir cosas importantes”, reflexiona Mojica. “Cuando inviertes en investigación básica no puedes esperar que todo proporcione aplicaciones. Es como la educación: inviertes y no esperas que todos los estudiantes sean Einstein, pero si salen unos pocos…”.
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