No eres tú, es la industria: la lucha contra los ultraprocesados cae sobre el consumidor y olvida a las empresas
Un estudio señala que el 86% de las intervenciones para reducir el consumo de estos productos se limita al etiquetado. “Los gobiernos pueden y deben hacer mucho más”, señala su autora, que lo compara con el tabaco
Los ultraprocesados no son comida, sino preparaciones industriales comestibles que estimulan el apetito de manera artificial. Son los nuggets, pizzas, hamburguesas, la bollería industrial, los cereales… En Adictos a la Comida Basura (Deusto, 2016), el premio Pulitzer Michael Moss explicaba que las empresas que los producen “llevan años disputándose la primacía en el sector elevando, cada vez más, las cantidades de sal, azúcar y grasa de estos alimentos” para hacerlos más adictivos. Durante las últimas décadas su presencia en mercados y restaurantes ha aumentado de manera explosiva e intencionada. Un estudio de 2019 concluyó que conforman el 70% de la dieta del estadounidense medio. A medida que aumentaba su presencia, también lo hacía la evidencia científica que los relacionaba con la obesidad, la diabetes tipo 2, los eventos cardiovasculares o el cáncer de colon. Por eso, varios países empezaron a tomar cartas en el asunto, introduciendo leyes, normativas y recomendaciones para limitar su consumo. De momento, no han conseguido frenar esta tendencia. ¿Por qué?
Las leyes se dirigen a los consumidores, no a la industria. Esta es la conclusión de un análisis pormenorizado que ha estudiado 417 medidas de 105 países, entre ellos España. El estudio, publicado en la revista científica Nature Food, concluye que el 85,9% de las intervenciones para limitar el consumo de ultraprocesados apuesta por modificar el entorno alimentario, proponiendo medidas informativas para influir en la elección del consumidor. En España, por ejemplo, se aplica el semáforo nutricional desde 2018.
Casi la mitad de las intervenciones analizadas no son impuestas, dependen de acuerdos voluntarios con las empresas. “Apenas se abordan los factores económicos y políticos que impulsan la producción y el consumo de alimentos ultraprocesados”, explica en un intercambio de mensajes Tanita Northcott, experta en regulación alimentaria de la Universidad de Melbourne y autora principal del estudio. “En otras palabras, los gobiernos pueden y deben hacer mucho más”.
El actual marco de acción traslada la responsabilidad a los individuos para que tomen decisiones más saludables, “pero no aborda los factores sistémicos”, alerta Northcott, “las prácticas políticas y de marketing que perpetúan el dominio de los ultraprocesados”. Por eso la autora compara la regulación de la venta de ultraprocesados con lo que sucedió con el tabaco. “Al principio muchas medidas se centraron en el comportamiento de los consumidores, como las campañas de educación y las etiquetas de advertencia”, recuerda. “Sin embargo, las grandes reducciones de las tasas de tabaquismo se produjeron gracias a políticas sistémicas dirigidas a la industria, como los impuestos, la prohibición de la publicidad y las restricciones a la venta y el empaquetado”. En el caso de los ultraprocesados, aún no estamos en ese punto.
Hace apenas unas semanas, la Agencia de Naciones Unidas para la Alimentación advertía en un informe de que la globalización ha potenciado los ultraprocesados y que la obesidad en la población mundial casi se ha duplicado en los últimos 20 años. Para confirmar esta idea basta comparar la escasa presencia de estos productos en un mercado de abastos tradicional y su ubicuidad en una gran superficie. Seis de cada diez productos vendidos ahí son ultraprocesados. Los supermercados han modificado los hábitos de compra de los consumidores, alertan los expertos. Las aplicaciones de comida rápida también. Y la publicidad. Y el estilo de vida capitalista y acelerado en el que apenas hay tiempo para comprar y cocinar.
En este contexto, la principal apuesta de los reguladores ha sido simplificar y aumentar las advertencias en el empaquetado de los alimentos. Cada vez es más fácil leer la cantidad de calorías que tiene un producto o saber si es ultraprocesado, una información que, hasta hace unos años, se escondía y disimulaba. Pero, ¿ha cambiado esto lo que compramos? No lo suficiente. Una revisión de la literatura científica actual, publicada por Cochrane este viernes, analizaba el impacto que ha tenido en Inglaterra la información calórica que se muestra en los menús y las etiquetas de los alimentos desde 2022. “Creemos que el efecto es real, pero es modesto, no es una panacea”, explica Gareth Hollands, investigador de ciencias del comportamiento en la Universidad de Londres y autor principal del trabajo. La reducción media fue del 1,8 %, lo que equivaldría a 11 calorías en una comida de 600, o alrededor de dos almendras. No es mucho, “pero pequeños cambios diarios pueden tener efectos significativos si se mantienen a largo plazo”, subraya el experto.
La mayoría de los adultos tienden a ganar peso a medida que envejecen, de forma paulatina pero constante. Un informe oficial del Reino Unido estimó que el 90% de los ingleses de entre 20 y 40 años ganarán hasta 9 kilos en 10 años, y que reducir la ingesta energética diaria en aproximadamente un 1% evitaría este aumento. “Por lo tanto, esto no es un tratamiento para la obesidad, pero es probable que tenga un papel preventivo útil a nivel de población”, resume Hollands.
Responsabilidad individual o medidas estructurales
Maira Bes-Rastrollo profesora de medicina preventiva y salud pública en la Universidad de Navarra, valora positivamente la advertencia en el etiquetado, pero recuerda que se tiene que actuar a varios niveles. “Es más fácil poner el foco en la responsabilidad individual que tomar medidas estructurales que cambien el entorno”, señala. “Pero la evidencia científica muestra la gran influencia de las condiciones ambientales y sociales en los hábitos relacionados con la salud”. En este sentido, cree que en España se han tomado algunas medidas. Por ejemplo, en 2021 se aumentó el IVA del 10% al 21% para las bebidas azucaradas y edulcoradas. Los hogares de rentas bajas redujeron su consumo de refrescos casi 11 litros en un año, según un informe de ESADE. “Se están realizando pasos en la dirección correcta, pero nos queda todavía mucho margen de mejora”.
El estudio de Nature Foods aventura los motivos por los que no se regula contra la industria: resistencia al cambio, falta de consenso, impacto económico, complejidad regulatoria… Pero destaca uno: la influencia de la industria. “Las grandes empresas de alimentos tienen un poder significativo y pueden influir en las políticas a través del lobbismo y la presión política”, dice textualmente. Un análisis publicado en la revista científica BMC en 2024, alertaba de cómo las grandes corporaciones están influyendo en las medidas que se toman sobre su negocio. “Identificamos 268 grupos de interés afiliados a la industria de ultraprocesados. Los fabricantes Nestlé, The Coca-Cola Company, Unilever, PepsiCo y Danone tenían el mayor número de afiliaciones, lo que indica una fuerte centralidad en la coordinación de la red”, concluía el estudio.
“Nos enfrentamos a la oposición de una industria alimentaria económicamente poderosa y políticamente bien organizada”, señala Northcott. La experta concede que los contextos de los 105 países analizados son distintos, desde sus gobiernos hasta su cultura. La dieta mediterránea no tiene nada que ver con la estadounidense. Pero en todos estos lugares operan las mismas multinacionales. “Estas empresas dominan el mercado mundial de la alimentación y emplean estrategias similares en todas las regiones, como el marketing agresivo, la presión contra las normativas y la maximización de los beneficios mediante la producción de productos de bajo coste”, alerta. Por eso cree que hay que dejar de poner el foco únicamente en la responsabilidad individual y empezar a tomar medidas a nivel empresarial. “Con el tabaco funcionó”, recuerda. “Con los ultraprocesados lo hará también”.
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