Cien años de debate sobre la vitamina D: ¿de verdad necesitamos suplementar nuestra dieta?
La conocida como “la vitamina del sol” se obtiene de la exposición a los rayos ultravioleta B y de alimentos como el pescado azul y, en menor medida, de huevos o setas
Llega el verano y muchas personas no ven la hora de ponerse “a tomar vitamina D”, más de moda que nunca, aunque no es una vitamina, ni una sustancia única, sino más bien un sistema hormonal que nutrimos con el sol. Durante la última década, se han multiplicado las investigaciones y el interés social sobre su déficit. “Se han empezado a pedir sus niveles en sangre sin justificación y, al encontrarlos bajos en muchos pacientes, se está popularizando el tratamiento y la solicitud de la prueba de forma rutinaria”, asegura Ricardo González, médico de familia y director del centro de salud San Fermín, en Madrid. “Muchos la conocen como ‘la vitamina del sol’, y piden saber sus niveles en analíticas realizadas por otras causas”, añade. “Pero luego, son menos los que quieren tomar suplementos si están disminuidos. Habría que solicitarla solo en quienes tuvieran factores de riesgo, para suplirla si salen bajos”, concluye este especialista.
El 1 de agosto se cumplirá un siglo desde que el bioquímico estadounidense Elmer McCollum, codescubridor junto con la también bioquímica Marguerite Davis de las vitaminas A y B, describiese otra “que favorece el depósito de calcio” en el Journal of Biological Chemistry y que acabaría denominando, de forma cuestionable, vitamina D: las vitaminas se definen como compuestos esenciales que no podemos sintetizar, pero nuestra piel sí produce esta mediante la acción de los rayos ultravioleta B sobre un precursor del colesterol.
Hoy sabemos que este sistema es fundamental para la salud ósea y el metabolismo del calcio y los fosfatos. Su carencia es un problema de salud mundial causado sobre todo por la insuficiente exposición solar —de donde obtenemos el 90% necesario—, que se estima afecta a más de mil millones de personas, en especial ancianos. De hecho, se habla de ella como pandemia. El 10% restante lo aportan pescados azules como el atún, el salmón o la caballa y, en menor medida, los huevos o las setas. Una reciente investigación ha conseguido aumentar su cantidad en tomates transgénicos.
“Con la vida que llevábamos hace siglos, tendríamos niveles suficientes, pero desde que no somos diurnos, vamos vestidos y no hacemos ejercicio al aire libre, con la dieta es casi imposible alcanzar los requerimientos”, afirma Esteban Jódar, endocrinólogo en el Hospital Universitario Quirónsalud Madrid y profesor en la Universidad Europea. Para tomar suficiente sol sin aumentar el riesgo de envejecimiento prematuro de la piel o de melanoma que acarrea la radiación solar, Jódar recomienda “15 minutos de ejercicio por la mañana y 15 por la tarde con brazos y piernas descubiertos”. Sin embargo, en España, situada por encima del paralelo 35, la síntesis cutánea se reduce en invierno y primavera, al disminuir la radiación ultravioleta. La dieta podría compensarlo si alimentos básicos como el pan, la leche y sus derivados estuvieran fortificados, como ocurre en los países nórdicos. Al no estarlo, se da “la paradoja de que, pese a tener más sol, nuestros niveles son inferiores a los suyos”, recalca Jódar.
Cuando Carmen Madrigal, pediatra de barrio en el centro de salud Doctor Morante, en Santander, solicita niveles de vitamina D en los niños, “suelen estar justos”. “Si viven en pisos, en centros de ciudades, estarán tomando poco el sol, sobre todo en invierno, porque además muchos hacen actividades extraescolares en interior”, agrega. No se plantea recomendar, como algunos de sus colegas, no aplicar protección solar a los niños durante los primeros 15 o 20 minutos de exposición porque “no parece lo más sensato”. “Es un tema en el que me parece difícil saber si lo estás haciendo bien o no”, concluye.
Como es habitual en biomedicina, sobre lo que denominamos vitamina D existen un puñado de certezas, algunos consensos y muchas áreas de debate entre los propios expertos. José Manuel Quesada, endocrinólogo jubilado e investigador del Instituto Maimónides de Investigación Biomédica de Córdoba (IMIBIC), ha dedicado su vida a este campo. “¿Qué queremos decir cuando decimos vitamina D?”, plantea. Como explica este profesor honorífico de la Universidad de Córdoba, esta ambigua denominación engloba varios compuestos que forman el sistema endocrino de la vitamina D, similar al de otras hormonas esteroideas: para empezar, dos nutrientes, el colecalciferol o vitamina D3 —lo que sintetiza nuestra piel con el sol o está presente en los alimentos citados de origen animal— y el ergocalciferol o D2, disponible en plantas, levaduras y setas. De ellos derivan la prohormona llamada calcifediol (25 hidroxivitamina D3) —el compuesto que miden las analíticas— y el calcitriol u hormona activa, último eslabón del sistema.
Los niveles que entendemos como normales de calcifediol se establecen por consenso entre expertos. Aunque existen discrepancias, suele considerarse que en sangre deben mantenerse entre 30 y 70 ng/ml. Niveles inferiores a 20 ng/ml indicarían insuficiencia y por debajo de 10 ng/ml, deficiencia. Solo tendrían que tomar suplementos quienes tengan factores de riesgo (ancianos institucionalizados, embarazo y lactancia, obesidad, diabetes, osteoporosis, entre otros) y estén por debajo de 30 ng/ml o, en población sana, si son inferiores a 20 ng/ml, explica Jódar, que forma parte del Grupo de Metabolismo Mineral y Óseo de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición (SEEN). En estudios realizados en su mayoría en países ricos, el 88% de la población presenta alguna carencia y hasta un 7% un déficit grave. Según las recomendaciones para la población general de la SEEN, en España, el 80% y el 100% de los mayores de 65 años y el 40% de los menores de esa edad tiene el nivel por debajo de 20 ng/ml.
Aunque déficits leves no producen síntomas, la falta de vitamina D se asocia con múltiples patologías, como trastornos autoinmunes, enfermedades infecciosas, cardiovasculares, o diabetes. En los huesos, favorece la osteoporosis y, en casos extremos, produce un reblandecimiento grave denominado raquitismo en niños y osteomalacia en adultos, ambos excepcionales en España. ¿Por qué, si tantos somos deficitarios en vitamina D, no existe una epidemia de estas enfermedades? Desde atención primaria, González considera que “el déficit analítico no se corresponde con la clínica”, en lo que coincide Madrigal. “Ya no se ve raquitismo, que sí había en la época de mi padre”, también pediatra y ya jubilado, subraya. En un análisis titulado ‘Deficiencia de vitamina D: ¿hay realmente una pandemia?’, publicado en 2016 en NEJM, varios especialistas estadounidenses criticaban que establecer el mínimo normal en 20 ng/ml incluye a muchas personas sanas. También que se realizan demasiadas pruebas de detección y que se dan suplementos innecesarios. Según los autores, un punto de corte más apropiado serían 12,5 ng/ml, nivel que englobaría a menos del 6% de sus compatriotas.
En cualquier caso, la SEEN no recomienda medir calcifediol en personas sin factores de riesgo, ni la suplementación sistemática con preparados farmacológicos en adultos menores de 50 años para mejorar la salud ósea. Tampoco existe evidencia para el uso de suplementos con el fin de obtener beneficios ante otras patologías. “Hay poquísimos estudios de calidad en los que se dé vitamina D y se corrijan esas enfermedades, la mayoría se han diseñado de forma errónea”, critica Jódar. Quesada coincide: “Todos los ensayos que se han hecho en estos cien años están mal diseñados”. Según expone, se estudia la vitamina D como si fuera un medicamento, no un nutriente, y los estudios se hacen en personas que tienen niveles normales, en quienes añadir más no puede mejorar nada.
En efecto, la investigación sobre los suplementos vitamínicos arroja resultados dispares. En 1980, una publicación del International Journal of Epidemiology propuso que podrían proteger contra el cáncer de colon tras constatar que su mortalidad era más alta en lugares con menos luz natural, como grandes ciudades y zonas rurales de latitudes altas. Según una reciente revisión publicada en Nutrients, “muchos estudios experimentales en células cultivadas y modelos animales han descrito una amplia gama de efectos anticancerígenos”, aunque “los ensayos clínicos han proporcionado un apoyo limitado a esta hipótesis”. Por ejemplo, uno de ellos, publicado en NEJM, concluyó en 2019 que los suplementos no disminuían la incidencia de cáncer invasivo o eventos cardiovasculares. Otra investigación publicada en The BMJ encontró un efecto protector contra infecciones respiratorias agudas, pero en especial en quienes tenían déficits importantes. Quesada ha estudiado su efecto en infecciones por coronavirus y defiende que niveles bajos de calcifediol asocian mayor riesgo de infección, gravedad y mortalidad por covid-19, pero instituciones como los Institutos Nacionales de Salud (NIH) estadounidenses o el NICE británico aseguran que no está justificado tomar vitamina D solo para prevenir o tratar esta infección. Sin embargo, una reciente revisión sistemática de The Journal of Clinical Endocrinology and Metabolism concluía que sí reducen el riesgo de fractura de cadera, si bien “los individuos de alto riesgo, como los mayores, los institucionalizados o los que tienen bajo nivel de vitamina D, pueden ser los más beneficiados”. Ante la incertidumbre, Quesada insiste en que habría que seguir el ejemplo nórdico y suplementar con vitamina D alimentos básicos para toda la población, del mismo modo en que se añade yodo a la sal para garantizar que la tiroides forme sus hormonas: “Mientras se va demostrando si tener buenos niveles de calcifediol previene el cáncer, la enfermedad cardiovascular o las caídas, llevemos a nuestra población a cifras adecuadas”.
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