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La revolución de los ‘flanêurs’

El debate sobre la movilidad urbana va mucho más allá de cómo nos desplazamos. Es un debate sobre las ciudades que queremos y sobre nuestro rol en ellas.

Twee Muizen

En el mismo París que Baudelaire creaba el mito del flanêur que caminando descubre la ciudad, el Barón Haussmann derruía el casco medieval para crear avenidas en aras del progreso. Tiraba las casas de los pobres para hacer hueco al ferrocarril y los carruajes que solo usaban los ricos. Sacaba a los obreros del centro y los situaba en la periferia, cerca de las fábricas y de los cuarteles por si se les ocurría manifestarse.

Frente al sueño romántico del caminante que se reapropia de la ciudad, el urbanismo voraz de la primera metrópolis moderna. Frente al París a pie de las plazas y los cafés, el de las avenidas y los coches a caballo. Comienza el declive del hombre público que describió Richard Sennett y que llegaría a su cúspide con el automóvil y la fractura de la ciudad convertida en un espacio discontinuo. Los espacios públicos se convierten en los no-lugares de Marc Augué. Las plazas y calles priman la circulación, el tránsito y pierden su aspecto relacional, simbólico y político. La calle es solo un lugar de paso.

Por eso el debate sobre la movilidad urbana va mucho más allá de cómo nos desplazamos. Es un debate sobre las ciudades que queremos y sobre nuestro rol en ellas. La movilidad debe ser ecológica y respetuosa con el medio ambiente. Ha de ser también igualitaria y vertebradora, capaz de coser las brechas que hoy rompen nuestras ciudades y para ello es fundamental la apuesta decidida por el transporte público colectivo.

Pero sobre todo, debe ser una herramienta para recuperar el espacio público. El flanêur, el caminante, no solo no contamina, recupera la calle como lugar de encuentro. Igual que Horacio y Lucía en la Rayuela de Cortázar, caminemos sin buscarnos sabiendo que caminando nos encontraremos.

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