Marianísimo
Rajoy asumió su declaración como una rueda de prensa con preguntas y lo que se encontró fue un intento de tertulia
Pocos políticos dicen más cosas con las manos que Mariano Rajoy. Pocos políticos tienen fama de hacer menos con ellas. Su declaración judicial consistió básicamente en demostrar a la Fiscalía que había hecho cosas con sus propias manos y en sugerirle a la defensa que no las había ordenado con ellas. Su aparición recordó un tiempo lejano que se remonta a unos pocos meses, aquel tiempo en que Rajoy entraba y salía de los sitios como si no le quedase más remedio. Así lo hizo también en el Supremo, de donde amagó con salir al terminar su intervención dirigiéndose a los magistrados, quién sabe si para atravesarlos gracias a su transparencia; Marchena le indicó que saliese por donde había entrado, con cuidado con los escalones (este detalle fue tiernísimo), y Rajoy, en su legendario distraimiento, se lo agradeció con una cómica reverencia. Genio y figura, antes de entrar se explicó que su comparecencia se había adelantado a la de Montoro. A Rajoy con los partidos del Madrid, que juega contra el Barcelona, le pasa como a Neymar con los cumpleaños de su hermana: siempre ocurre algo —una lesión, una sanción, un exministro de Hacienda— que le permite disfrutarlos.
La fastidiosa misión Rajoy la asumió como una rueda de prensa con preguntas, una especie de no querías caldo toma dos tazas, y lo que se encontró en la acusación particular y en las defensas fue un intento de tertulia. ¿Se imaginan a Rajoy en Al rojo vivo? Él no. Y afortunadamente para él, Marchena tampoco.
Los intentos de debate los frustró el presidente de la sala mientras Rajoy decía con su cuerpo todo lo que no podía decir con la boca; se abatía, se miraba los brazos como buscando vena o dedicaba al aire ese gesto de apretar los labios y levantar las cejas en el mismo solemne estupor que marcó su Gobierno: el estupor de la casa que dedicó con sus “no recuerdo” a las preguntas más concretas de la defensa. Fue difícil no sentir nostalgia de su derecha, la encarnada por él o por Sáenz de Santamaría, teniendo al dúo gomina de la acusación particular tratando de saber por qué no se bombardeó Barcelona. De haber gobernado ellos, los letrados de Vox, o su wannabe Casado, a saber si hoy como testigos en lugar de políticos teníamos coroneles echándose la culpa de haber ordenado el código rojo.
Durante las declaraciones de procesados y testigos se produce un fenómeno que surge ya en el colegio y alcanza todos los ámbitos de la vida adulta: cuando alguien te pregunta algo, mayormente en tono inquisitivo, se responde mirando al que interroga y después, cuando entiendes que la explicación que estás dando es tan obvia que la entendería un tonto, miras a un tercero buscando su asentimiento, en plan “es que esto es de cajón”. Al fenómeno no fue ajeno Rajoy, que rápidamente dejaba de mirar a sus preguntadores y dirigía la mirada a Marchena, de tal forma que la mayoría de sus respuestas se podían resumir en una pregunta: “¿Pero usted está viendo lo que me pregunta esta tropa?”. El expresidente, que adoptó en su mesita la figura de jugador de dominó (brazo izquierdo tan extendido que se le quedaba corta la camisa, de tal forma que la muñeca parecía un tobillo; brazo derecho para tumbar fichas), contestó a casi todas las preguntas así, con el tono de quien está diciendo algo muy obvio con su tradicional encogimiento de hombros. El único momento en que no pareció estar seguro de lo que decía y dejó de fingir aplomo fue cuando le preguntaron su nombre, su edad y su profesión; no sacó el móvil de milagro.
Todo lo demás estuvo en su lenguaje de manos, que es el lenguaje gestual del marianismo. Hasta cuando usó una para levantar el vaso y beber un poco de agua muy cerca del micrófono, y se escuchó el sorbo en la plaza de la Villa de París. Fue un Rajoy prefútbol que hasta reconoció haber leído diarios digitales para saber qué había dicho Sáenz de Santamaría por la mañana, con pinta de haberse enterado en ese momento de que los testigos no pueden hablar entre ellos. De vez en cuando, en los momentos más tensos, se rascaba el meñique con el pulgar de su mano izquierda, sobre todo cuando consideraba que el abogado de turno estaba resultando pesado o no se quería enterar de la enésima obviedad que, según él, estaba explicando. La derecha —la mano— dirigió la orquesta, también en el momento de zozobra, que ocurrió cuando le pusieron las imágenes de las cargas policiales del 1-O. Respiró hondo y enseguida saca la derecha, juntando los dedos como los jugadores italianos reclamando una falta pero hacia abajo, imitando un topo, para explicar que las imágenes eran lamentables pero que también se podían enseñar otras, y que nunca había que llegar a eso. Se fue largo y retirado, con tal extrañeza que hubiera resultado natural que lo desplazasen en carretilla. Consiguió, como en sus mejores momentos, decirlo todo sin decir realmente nada.
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