Cuixart y Forcadell, la calle y los palacios
El presidente de Òmnium se muestra dispuesto a seguir en prisión por la independencia mientras la expresidenta del Parlament trata de librarse de su responsabilidad
Hasta las 10.40 de este martes, el casting para el papel de héroe y mártir continuaba desierto. Estuvo a punto de llevárselo el día 14 Oriol Junqueras, quien, fiel a su personaje, se presentó ante el tribunal como un hombre bueno, dialogante, católico y sentimental, pero al negarse a responder a las preguntas del fiscal convirtió su declaración en un soliloquio sin épica, y no hay mártir que lo haya sido sin contacto con el enemigo. Pero por fin este martes, en el puesto penúltimo del interrogatorio a los políticos presos, le toca el turno a Jordi Cuixart, y cuando el fiscal Jaime Moreno le pregunta si asume unas declaraciones que había realizado ante el juez Pablo Llarena durante la instrucción, el todavía presidente de Òmnium Cultural dice que no:
—Mis declaraciones ante el juez Llarena estaban enfocadas a salir de prisión al precio que fuera. Pero ya no es mi prioridad salir de prisión. Soy un preso político y mi prioridad ahora es la resolución del conflicto político en Cataluña.
La frase —“ya no es mi prioridad salir de prisión”— se queda flotando bajo las grandes lámparas del Salón de Plenos del Tribunal Supremo, y por si queda alguna duda de su determinación de inmolarse por la causa independentista, Cuixart repite ante los jueces una y otra vez un argumento expresado de mil maneras: “Nunca voy a dejar de practicar la desobediencia democrática. Lo seguiré haciendo. No voy a renunciar nunca a ejercer mis derechos democráticos”. Más tarde, para terminar de dar una pista de cuál es su misión en la tierra, el presidente de Òmnium cita sin sonrojarse a otros líderes que le precedieron en el esfuerzo: Rosa Parks, Mahatma Gandhi, Martin Luther King y Marcelino Camacho.
Jordi Cuixart es un tipo peculiar. De haber salido adelante la ruptura independentista, él habría sido la sonrisa del régimen. Es difícil encontrar una foto suya con el rostro serio. Durante las largas jornadas del juicio se vuelve con frecuencia hacia los bancos del público y regala gestos de afecto a amigos, políticos y familiares. También sonríe mientras se presenta como alguien transversal dentro del independentismo: dueño de una empresa mediana de máquina herramienta, hijo de una mujer de Murcia —“soy medio español”—, un personaje casi anónimo si no fuera porque fue “detenido y encarcelado”. Pero, después de cuatro horas de interrogatorio, entre las líneas de su declaración emerge un personaje muy distinto, alguien crucial para que el desafío independentista tenga éxito, un agitador consciente de que la fuerza de la calle será vital para que, en las difíciles horas de la duda, Puigdemont no escuche a quienes le piden prudencia —Iñigo Urkullu, Santi Vila…— y sí a quienes, como Gabriel Rufián o los líderes de la CUP, ya están recogiendo las 155 monedas de plata para pagarle al traidor. Y ahí ya Jordi Cuixart no aparece como el vecino que siempre sonríe.
Cuixart es, ante todo, un profesional. De los correos electrónicos intervenidos por la Guardia Civil al presidente de Òmnium y de su propia declaración ante el tribunal queda claro que para encauzar las emociones de la calle en la dirección adecuada se requiere mucho dinero y mucho oficio. Alrededor de medio millón de euros en “longanizas” —el término con el que se refiere a las fiestas del 12 de octubre para denunciar el “genocidio” del Imperio español en América— y una serie de tácticas de “avituallamiento” y “espectáculos musicales” para que, respectivamente, los manifestantes aguanten más horas en una concentración o los ánimos se calmen cuando estén a punto de explotar. Tal vez a propósito o tal vez víctima de la vanidad de la que ni Gandhi se libró, Cuixart se va presentando como un profesional —pacifista, eso sí— que maneja las masas y, al igual que su colega y tocayo Jordi Sànchez, es capaz de hablar de forma simultánea con los líderes secesionistas y con los jefes del operativo policial. “Antes de abandonar la concentración ante la Consejería de Economía”, explica, “me fui a despedir del teniente de la Guardia Civil. Le di la mano. Todo fue cordial”. Antes había dicho que, durante aquellas horas de tensión del otoño de 2017, “la policía hizo su trabajo y los ciudadanos el suyo”. Nada personal.
Durante la sesión de la tarde, de la calle se pasa a los despachos. La declaración de Carme Forcadell no tiene nada que ver con la de Jordi Cuixart. La expresidenta del Parlament trata de defenderse como puede, pero le faltan las tablas y el fondo político de su compañero de banquillo. Ante la fiscal Consuelo Madrigal, que no parece la misma que naufragó hace unos días al interrogar a Josep Rull, Forcadell termina casi firmando una confesión de desobediencia. Admite de forma atropellada que, bajo su presidencia, se aprobó una iniciativa que abocaba a la convocatoria del referéndum después de que el Tribunal Constitucional les avisara de que no podían hacerlo. La justificación es casi peor que el delito:
—Yo tramité la iniciativa sin leerla.
—¿Y la votó?
—Sí, junto a otros 70 diputados.
—¿Sin leerla?
—Sí.
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