La vida con 385 kilos de peso
El difícil día a día de Teófilo Rodríguez, el joven con obesidad mórbida que lucha para recibir asistencia sanitaria pese a sus características físicas
Al entrar en la habitación 412 del Hospital de Manises (Valencia) para hablar con Teófilo Rodríguez, un hombre de 34 años y 385 kilos gravemente enfermo que no puede caminar, cortarse las uñas e ir al baño solo, uno espera encontrarse una historia terrible. Sin embargo, tras hablar con él y su novia, Judit -una joven delgada de 22 años-, se descubre una biografía mucho más compleja que un mar de lágrimas.
Rodríguez ha protagonizado en las últimas semanas con el apoyo de su familia una lucha pública para recibir asistencia sanitaria pese a sus características físicas. En dos meses, ha ingresado cuatro veces en el Hospital de Manises, un centro de titularidad pública y gestión privada. La última vez, el martes, horas después de que el mismo centro médico le diera el alta, lo montara en un camión de mercancías y, ante la imposibilidad de subirlo a casa, Rodríguez se pasara la tarde en el interior del vehículo a más de 30 grados, lo que redujo al mínimo su nivel de oxígeno en sangre. “Sentí que me trataban como a un mueble, como a un animal”, denuncia. Su caso ha puesto de manifiesto la ausencia de recursos públicos para una persona de sus dimensiones. Y ha llevado a la Generalitat valenciana a intervenir y asegurar que va a brindarle “los cuidados necesarios” y a diseñar una “estrategia a corto, medio y largo plazo” para él.
Nacido en 1984 en Puertollano (Ciudad Real), hijo de un ama de casa y un minero que extrajo allí carbón y después mercurio en la cercana población de Almadén, Rodríguez se fue a vivir a una barriada de Torrent (Valencia) cuando tenía un año y medio. Su padre, que ahora padece Alzheimer, encontró trabajo en una empresa metalúrgica.
Su infancia, dice Rodríguez, fue bastante feliz. Hacia los ocho años sufrió un problema de tiroides. “El médico avisó a mi familia: ‘Ahora sí que se va a poner tu hijo bonito’. El metabolismo me cambió, porque yo me he visto en fotos con seis o siete años y estaba bien. Como un niño normal. Y a partir de ahí, pam, pam, pam, empecé a engordar”. A los 16 ya pesaba 200 kilos.
Antecedentes familiares
Una abuela y una tía de Rodríguez murieron relativamente jóvenes siendo obesas mórbidas. Una patología que también padece su madre, que de joven aparece delgada en las fotografías y ahora pesa 130 kilos. Condicionantes aparte, el hombre admite que siempre ha ignorado a los nutricionistas y ha acumulado excesos en forma de cocidos y empanadas de pisto.
A pesar de su situación, y de que hace unas semanas el especialista le pidió a su hermana que fuera haciéndose a la idea de que se iba a morir por los fallos que su extraordinario peso provocan en su organismo, Rodríguez mantiene durante la conversación, y según su entorno casi siempre, un tono optimista. “Esto, o lo llevas con un poquito de ánimo o te hundes. En el colegio siempre había el típico que me hacía bullying, como se dice ahora. Pero yo nunca he dejado que me amarguen la vida. Y he tenido muy buenos colegas, como hermanos, que me han defendido”.
Rodríguez no duró mucho en su primer empleo, una fábrica de tableros, en la que entró a los 16 años sin haber acabado la ESO. Luego trabajó con su padre. “Cogía la chatarra, la clasificaba y la metía en la máquina para empaquetarla. Entonces yo levantaba los paquetes de 50 kilos para apilarlos sin problemas. El dueño no quería cogerme por mi obesidad, pero después de verme en la faena me dijo: 'Tú eres un tiarrón, no me lo esperaba”. A los dos años, después de una baja, lo despidieron. Su último capítulo laboral fue, hace 14 años, en una fábrica de cartones. “Al poco tiempo dejé de trabajar. Había engordado más y ya no podía”. El hombre, cuyo cuerpo parece interminable debajo de la sábana del hospital, cobra una pensión no contributiva de invalidez de 550 euros.
Ropa a medida
El peso, que no ha logrado frenar con dietas ni con un balón gástrico —que tuvieron que retirarle de urgencia tras una complicación—, ha representado para él un obstáculo constante. Comprar ropa, por ejemplo, le resulta imposible. Una tía lejana le hace las prendas a medida con una máquina de coser. No recuerda la última vez que intentó utilizar el transporte público. Y cuando sale a tomar algo necesita que el bar disponga de un asiento sin brazos. Rodríguez, que no estudia ni trabaja desde los 20 años, ha pasado muchísimas horas jugando a la PlayStation y sentado frente a la tele y el ordenador.
Siempre había vivido con sus padres hasta que el año pasado se independizó con su novia Judit, también apellidada Rodríguez, y se fueron a vivir al campo, en Turís (Valencia). “Por 120 euros alquilamos una caseta que era como esto —dice con un gesto que abarca la habitación del hospital—, diáfana, con agua, luz y 1.500 metros de terreno. Mi familia nos ayudaba económicamente y como su hermana vivía al lado teníamos coche y todo”. Entonces, explica, todavía cabía en un automóvil.
La pareja se conoció en un viaje que la joven, que vivía en Getafe (Madrid), hizo a Turís. Sus padres habían trabajado juntos en Almadén. “La primera vez que lo vi estaba bailando, dándolo todo mientras hacía una paella”, cuenta ella. “Sexo teníamos hasta no hace mucho. Por lo menos que no falte eso”, dice él.
Seis auxiliares entran en la habitación del hospital y piden a todo el mundo que salga porque tienen que limpiar al paciente y curarle las llagas. Girar al hombre para tratarle la espalda y asearle es un trabajo hercúleo, que en los últimos dos meses han hecho sobre todo su novia, su hermana, su madre y su prima.
Mientras espera a volver a entrar, Judit Rodríguez comenta por qué se enamoró de él. “Yo creo que esto de aquí”, dice cogiéndose la cara con la mano, “es una máscara. Lo de fuera cambia, pero lo de dentro no. Y Teo es muy bueno, mucha gente le quiere”. El suyo, cuenta, fue el encuentro entre dos personas heridas. “Yo venía de una relación muy tóxica de cuatro años, en la que mi pareja me pegaba. Teo también lo había pasado mal. Y nos dijimos que el futuro no tenía por qué ser así”.
Su independencia acabó con la gran crisis que Rodríguez sufrió al principio del verano, cuando debido a una retención generalizada de líquidos dejó de poder caminar, empezó con una insuficiencia respiratoria y quedó atado a una sonda. Para sacarlo de la caseta, los bomberos tuvieron que tirar abajo una pared. Desde entonces ha vivido entre casa de sus padres y el hospital.
Satisfecho con la atención que está recibiendo ahora, dice: “Lo que me gustaría es operarme y que me ayuden a curarme. Quedarme en 100 kilos. Encontrar un trabajo de lo que surja. Poder llevar una vida normal”.
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