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Columna
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La reforma… de los demás

El Gobierno, que parece inválido para hacer su propia racionalización y ofrecer ejemplaridad, vuelve sus ojos hacia otras Administraciones

La reforma de cada viernes dánosla hoy, parecen reclamar con ojos suplicantes los asiduos a la rueda de prensa semanal que sigue a los consejos de ministros en La Moncloa. Todo va adquiriendo en el aula dispuesta de aquel complejo un aire de parvulario. Con la vicepresidenta para todo, Soraya Sáenz de Santamaría, encaramada en el estrado, acompañada según convenga por los titulares de los departamentos más afectados en cada ocasión. Algunas lecciones se exponen por primera vez, otras se repiten a medida que van pasando por las sucesivas vicisitudes e informes preceptivos hasta llegar a convertirse en auténticos proyectos de ley. El último caso es el del informe de la Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas (CORA), que formula más de 200 propuestas para “hacer unas Administraciones más austeras, más útiles y más eficaces”, según el presidente Rajoy.

Si nos fijáramos en ese cuento, correspondiente al viernes día 21, relativo a las Administraciones, iría quedando claro que este Gobierno se muestra muy activo en cuanto se refiere a las reformas de los demás, que se ha especializado en los “brindis al sol”. Porque mientras sigue sumando poderes y haciéndose con el control de las instituciones —Tribunal Supremo, Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Constitucional, Agencias Reguladoras, etc.— hasta un punto que jamás alcanzó ninguno de sus predecesores, propugna el desmantelamiento controlado de las comunidades autónomas y de los Ayuntamientos. La prédica monclovita declara su propósito de acabar con las duplicidades y responde al principio de una competencia, una Administración. Pero la pequeña dificultad insuperable es que su puesta en práctica rebasa las atribuciones del proponente. La racionalidad y economía de las reformas pretendidas tiene el sonido de la lógica, pero requeriría que las Administraciones afectadas aceptaran la senda de renunciar a lo que les confieren sus Estatutos.

Esas renuncias las harían, por ejemplo, las comunidades autónomas a favor de las instituciones análogas de la Administración del Estado, que absorbería así los tribunales de Cuentas, los defensores del Pueblo, los consejos consultivos, los canales de radio y Televisión o las agencias de meteorología de que en su día se fueron dotando en un ejercicio de mimetismo, que replicaba el modelo estatal de referencia. La penuria presupuestaria y la exigencia de atenerse al déficit señalado para cada una de las autonomías en el Consejo de Política Fiscal y Financiera parecen haber adquirido una gran contundencia argumental, pero sería fatuo ignorar la capacidad de resistencia que pueden ofrecer. Así que el Gobierno, que parece inválido para emprender su propia racionalización y ofrecer ejemplaridad —Arantza Quiroga dice que la militancia está asqueada con el caso Bárcenas—, vuelve sus ojos hacia otras Administraciones, decidido a llevar a cabo la reforma… de los demás.

Porque nos acercamos al segundo aniversario de la investidura del presidente Mariano Rajoy y seguimos sin vicepresidente económico, una exigencia que afloró el mismo día en que se hizo pública la composición del Gabinete. Entonces se nos dijo que esa carencia quedaba resuelta habida cuenta de que la coordinación en ese ámbito se haría mediante la asunción de la presidencia de la Comisión Delegada para Asuntos Económicos por el propio Rajoy. De nada ha servido que Bruselas reclamara con insistencia la unidad de mando y han debido transcurrir 18 meses para que se haya puesto el parche de incorporar a la vicepresidenta única, Soraya Sáenz de Santamaría, como miembro de la citada comisión, con la función de presidirla en ausencia de Rajoy. Dicen que el promotor de esa alteración ha sido el ministro de Hacienda y Administraciones Públicas, Cristóbal Montoro, quien, convencido de que no será vicepresidente económico, ha buscado amparo en Sáenz de Santamaría frente a su competidor, el ministro Luis de Guindos. De este modo nos aproximamos al principio de otros tiempos, cuando imperaba la “unidad de poder y coordinación de funciones”.

En democracia, gobernar es delegar, pero el actual presidente prefiere concentrar todo el poder en un solo vértice, al modo en que algunos reyes lo hicieron en sus validos o privados como el duque de Lerma, el conde duque de Olivares o Manuel Godoy. Claro que la delegación de poder se basa en la confianza por encima del mérito o la capacidad. Y la delegación universal en Soraya Sáenz de Santamaría ofrece la ventaja de su irrelevancia en las filas del Partido Popular, lo cual impide que proyecte sombra alguna o que emprenda aventuras autónomas, se trata de un satélite sin luz propia que solo refleja la que recibe del presidente. Así que esta delegación mantiene el poder indiviso, ¿quién podría garantizar otro tanto?

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