Tabú Bárcenas
El discurso con el que Rajoy abrió el debate sobre el estado de la nación prueba la distancia entre gobernantes y gobernados. Se presentó ante el Congreso como un salvapatrias
El discurso con el que Mariano Rajoy abrió el debate sobre el estado de la nación es una acabada prueba de la enorme distancia que separa hoy a nuestros gobernantes de los gobernados. En un país al borde del colapso, con un empobrecimiento acelerado y un malestar transversal que día sí y otro también se expresa en las calles, el presidente del Gobierno se presentó ante el Congreso como un salvapatrias orgulloso de la tarea realizada, satisfecho de habernos salvado del naufragio. “Nadie apostaba por España hace un año; pues bien, nadie cree ahora desde fuera que España no vaya a salir de esta crisis”. Y así hasta una decena de frases que merecerían un espacio en el museo de la autosatisfacción para acabar con la revolera final de que España no tenía futuro y ahora lo tiene.
Si pretendía inyectar alguna dosis de confianza en medio de la depresión general no le vendría mal recordar los desastrosos efectos que tuvo el optimismo antropológico de su antecesor, al que adjudicó por entero el parte de bajas de los seis millones de parados, aunque más de medio millón correspondan ya a su etapa de gobierno.
La reducción del déficit en dos puntos, a costa de duros recortes en la sanidad y la educación, es un logro que obtendrá algún elogio en Bruselas pero que ni siquiera ha conseguido rebajar la prima de riesgo por debajo de los niveles de hace un año, después de un viaje que la elevó por encima de los 600 puntos en vísperas del verano. Por lo demás, ninguna de las medidas anunciadas permitirá aliviar la ominosa cifra del paro, que seguirá creciendo este año. Y ante el aluvión de críticas por el incumplimiento masivo de sus promesas electorales solo se comprometió a corregir la subida de impuestos en el transcurso de la legislatura.
La corrupción política era, junto a la crisis económica, la otra asignatura troncal a la que tenía que hacer frente Rajoy. Nada bueno presagiaba su silencio de las últimas semanas, unido a las contradicciones y falsedades de diversos portavoces del PP. Pero contra todo pronóstico, y pese a su empecinamiento infantiloide en no pronunciar el nombre tabú de Bárcenas, el presidente puso sobre la mesa un plan ambicioso y complejo para atacar la corrupción desde diversos frentes.
Por una vez los políticos parecen conscientes de que la corrupción ha alcanzado niveles tan intolerables que empieza a minar las propias bases del sistema. Y no se trata principalmente de la honestidad personal de los políticos, aunque no esté de más introducir mecanismos de verificación de sus declaraciones patrimoniales, sino de los mecanismos de financiación de los partidos, que al menos en parte se han convertido en máquinas extractivas al margen de la ley.
Esto exige desde luego que los partidos se sometan a la ley de transparencia, pero no solo sus aparatos centrales, sino las instancias inferiores en las que a menudo residen los sistemas de exacción. Este mecanismo de descentralización no puede convertirse en un blindaje de las ejecutivas nacionales. Es como si los bancos culparan de la venta de preferentes a los directores de las sucursales. La ley de partidos debería definir esta materia con claridad, de forma que las cúpulas dirigentes no puedan desentenderse de la financiación.
El control externo no puede remitirse al vigente Tribunal de Cuentas, a menos que se modifique radicalmente su composición y se refuercen sus equipos auditores. En su estructura actual se ha demostrado con creces que, lejos de vigilarse mutuamente, los representantes de los partidos políticos, que son mayoría en sus órganos ejecutivos, practican la doctrina de la no injerencia. La autorregulación ya ha demostrado con creces su inutilidad.
Rajoy propone finalmente endurecer el Código Penal para este grupo de delitos. Al margen de algunos supuestos específicos, tal vez bastaría con que su Gobierno, como otros anteriormente, no aplicara con sospechosa liberalidad el indulto a los políticos condenados mediante sentencia firme. La ejemplaridad debe demostrarse entre otras cosas en el uso del derecho de gracia.
A falta de acuerdos que se presumen imposibles en materia de políticas económicas y sociales, el debate sobre el estado de la nación ha abierto un resquicio a que el Parlamento elabore un ambicioso paquete normativo para combatir la corrupción. En 1994-95 se perdió una ocasión similar. El Gobierno de Felipe González estaba abrasado por incontables escándalos (Filesa, Luis Roldán, Mariano Rubio, etcétera) y el PP se había salvado por cuestiones procesales del caso Naseiro, entonces jefe de Bárcenas en la tesorería del partido. Pero Aznar había abierto ya una brecha definitiva con aquel “Váyase, señor González” y no estaba dispuesto a ningún pacto con el Gobierno. La precaria salud de esta democracia exige hoy un acuerdo urgente de todas las fuerzas políticas, incluso aunque el PP se cierre en banda a hablar de Bárcenas.
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