Los restísimos
El Valle de los Caídos es un espanto de tales dimensiones que no hay manera de buscarle una solución discreta
El problema del Valle de los Caídos es el Valle de los Caídos. En realidad, podría dar por terminado aquí el artículo porque todo lo que escriba a continuación está contenido en la primera frase. El poder de la síntesis: esa frase, “el problema del Valle de los Caídos es el Valle de los Caídos”, y la foto a toda página de unos turistas catetillos de los sesenta admirando uno de esos gigantescos pies de granito que impresionaban tanto a un pueblo recién salido de pobre. La fotaza o un dibujo del Roto con esos turistas catetillos en figuras diminutas al lado del pie franquista. O sea, nuestra historia. El problema del Valle de los Caídos, el fundamental, es que es un espanto, espanto de tales dimensiones que no hay manera de buscarle una solución discreta. ¿Barrenarlo? Demasiado agresivo, lo ideal sería que viniera Samantha, la protagonista de Embrujada, se tocara la nariz, y la protuberancia granítica desapareciera sin dejar rastro alguno. Más opciones, ¿utilizarlo como lugar de meditación en recuerdo de las víctimas del franquismo? Al fin y al cabo, el monumentazo fue construido sobre las pobres espaldas de los presos de Franco. En mi humilde opinión, el recogimiento espiritual es imposible entre tanto barroquismo kitsch. En este caso concreto, el dictador consiguió (enhorabuena a los arquitectos) que la estética fuera un fiel reflejo de la ética: casi podemos escuchar una voz que se proyecta contra las montañas por todo el valle y nos devuelve un eco sin descanso, ¡Franco, Franco, Franco! A los dictadores les gusta dejar su huella arquitectónica en grandes estadios, en estaciones de tren, en barrios enteros. Los dictadores caen o mueren en su cama, y las construcciones permanecen, se reconvierten, desaparecen de su fachada las águilas y finalmente solo queda en ellas el impacto de la arquitectura de la época. El problema del Valle de los Caídos, ya lo he dicho, es el Valle de los Caídos. Franco consiguió tal identificación con su basílica que jamás se podrá borrar la huella de su presencia. Ni tan siquiera sacando de allí sus restos. Los restos. Ay, otro mal asunto. A nadie se le ocurriría, por ejemplo, que compartieran espacio fúnebre los restos de los terroristas con los restos de sus víctimas en un lugar en el que se pretende crear un ambiente de reflexión, de recuerdo y de concordia. Se puede reconciliar a unas víctimas con otras, pero, ¿cómo honrar a las víctimas y desearles un reposo eterno manteniéndolas a la sombra de la tumba de su verdugo? No me parece lógico que a los familiares de las víctimas del franquismo se les haga compartir espacio una mañana de un 20 de noviembre con unos individuos que visiten la tumba del dictador. Y advierto, mi comentario no tiene nada que ver con el guerracivilismo, palabra que tendría que utilizar con más cuidado el verborreico González Pons, que debería saber diferenciar entre aquellos que detestan la concordia y los que solo queremos que la derecha española se desvincule de una vez por todas de la dictadura que nos precedió, como así ha hecho la derecha europea con sus dictadores correspondientes. El problema del Valle de los Caídos es, aparte de su fealdad manifiesta, que a estas alturas nuestros políticos no han alcanzado un consenso sobre cómo tratar el pasado sin convertirlo en arma del presente; también que la Iglesia aún se reserve la última palabra sobre lo que se ha de hacer con ese monumento a la ignominia. Pero quizá la esencia de todos los problemas que genera ese sitio maldito es que, a día de hoy, 4 de diciembre de 2011, los medios de comunicación consideren que hay que dedicar un espacio privilegiado a la hija del dictador para que opine sobre cuál debe ser el lugar adecuado de los restos de su padre. ¿Perdoneee? Nuestro país ha sido tremendamente generoso con la dichosa familia. Han vivido y viven como viejos aristócratas que heredan, sin remordimiento alguno, las posesiones de un antepasado. Inaudito. Caen en gracia en ciertos ambientes, se les considera personajes del corazón y hasta en algún momento la tele pública pagó a la exniña Carmencita sus buenos euros para que diera algo parecido a unos pasillos de baile. Se reservan documentos históricos como si fueran recuerdos familiares y disfrutan de un pazo que debería ser ya y para siempre de todos los españoles. No se les condenó al exilio, como así fue el destino de tantos hijos y nietos de dictadores, de tal manera que lo menos que se les puede pedir a ellos es un poco de discreción. También sería de agradecer que la prensa no destacara las palabras de la hija del dictador como si fueran relevantes a la hora de discernir cuál es el destino final de los restísimos del general. Dicen que la historia es la que es. Por supuesto. Pero esa parece ser la excusa perfecta para que se mantengan todos los símbolos franquistas, las estatuas, los nombres de las calles, los yugos y las flechas. Como si se tratara de simples souvenirs históricos. Lo que puede conservarse, tras una dictadura, debiera ser lo práctico, lo que vale para algo, pantanos, polideportivos, estaciones, carreteras, los barrios. Ahí no hay discusión que valga. En cuanto al Valle de los Caídos, con la primera frase del artículo ya está dicho todo. Lo avisé.
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