La agricultura como negocio: ¿una realidad difícil de digerir en Europa?
El documental ‘El precio del progreso’ retrata las intrigas y las polémicas del sector agroalimentario en Europa, en el que la industria se enfrenta con científicos y ONG
¿Sabes qué hay en tu plato cuando comes? No pregunto por los ingredientes, sino, más allá de lo obvio, me refiero a las posibles sustancias tóxicas que acompañan a los alimentos. Alimentos, todo sea dicho de paso, comprados en un supermercado convencional, vendidos por empresas internacionales y certificados por instituciones reguladoras europeas. La verdad es que hoy en día ni tú ni nadie en Europa tiene la radiografía completa y perfecta de lo que engulles. Es más: según a quien escuches, tu menú del día es seguro y asequible, así que demos gracias por ello o, por el contrario, se trata de una combinación tóxica para la salud y, por lo tanto, de un fraude a gran escala.
El precio del progreso es un documental dirigido por Víctor Luengo que tiene el mérito de encararnos frente a esta realidad compleja, poliédrica y que produce vértigo, para ser totalmente franca. Se trata de una obra coral en la que cada entrevistado –político, científico, eurofuncionario, activista– defiende su posición de manera clara. El drama va in crescendo y al espectador le toca decidir quién lleva razón y quién no, si se atreve a hacer de Hércules Poirot. Se estrenó en Barcelona el pasado 24 de marzo y podrá visionarse en Filmin en breve.
Gracias, en todo caso, por tratar al ciudadano de persona cabal e inteligente, capaz de llegar a sus propias conclusiones si se le presenta la información como es debido. Y gracias por la filmación tan cuidada desde un punto de vista estético, con unos movimientos de cámara y una música envolvente que atrapan al espectador, al igual que el guion, digno de un thriller. Tratar temas de entrada aparentemente aburridos como la agricultura no tiene por qué hacerse con imágenes igualmente aburridas.
De vuelta al contenido, la agroindustria y sus defensores se quejan en el largometraje de las trabas de la Administración europea para permitir que las nuevas tecnologías, los nuevos OGM (organismos genéticamente modificados), se desplieguen completamente como ya pasa en otras regiones del mundo. Más de uno levanta la voz de alerta: Europa va a pasar de locomotora a furgón de cola si se dedica a poner palos a las ruedas, a la investigación. Para este sector, a la hora de tomar decisiones políticas en Europa prima la emoción y un exceso de celo regulador por encima del conocimiento científico. Alguien afirma que en Europa es una realidad difícil de digerir el hecho de que la agricultura es comida, pero también es un negocio.
Y quizá ese es el quid de la cuestión. ¿Podemos hacer negocio con la comida como lo hacemos con el carbón y con el caucho? Y si es cierto que hay científicos que dan su aprobación a los estudios sobre la conveniencia del uso de los OGM, es igualmente cierto que otros científicos combaten esa supuesta certeza en la esfera académica e incluso en los tribunales. Muy interesante me ha parecido la aportación de Gilles-Eric Seralini, un investigador en biología molecular. Solo diré de él que desde el año 2005 ha ganado siete juicios en los que se confirmaba la toxicidad de los pesticidas y de las semillas OGM.
Desde el año 2005, Gilles-Eric Seralini ha ganado siete juicios en los que se confirmaba la toxicidad de los pesticidas y de las semillas OGM
No voy a explicar aquí la película ni lo que se cuenta. Mejor verla. Solamente diré que me ha traído a la memoria múltiples escenas de mi vida, personal y profesional, donde tuve la impresión de abocarme a ese mismo abismo: en realidad nadie sabe nada a ciencia cierta. Casi diría que ese dicho popular, “a ciencia cierta”, ha pasado a la historia. Como cuando me diagnosticaron un cáncer de mama el año pasado y la oncóloga, al preguntarle por las causas, me enumeró una larga lista de posibles, como los tóxicos que se encuentran en el medio ambiente, en los objetos de la casa y en la alimentación. No se sabe “a ciencia cierta”.
Me ha hecho pensar en el etiquetaje de los productos de alimentación europeos. A pesar del supuesto control de las instituciones pertinentes, la organización Foodwatch desvela en Francia de vez en cuando flagrantes desviaciones, por utilizar un eufemismo, donde del dicho (etiqueta) al hecho (contenido) hay un largo trecho. O me ha recordado la campaña que circuló recientemente que quería prohibir que a la leche vegetal se le llame “leche” porque eso sería como mentir e induciría a error al ciudadano europeo.
Esa incerteza ambiental y global, esa sensación de desamparo ante las instituciones, de que nadie tiene la Verdad, así con mayúsculas, me lleva a concluir que, ante la duda planteada respecto a los OGM, es mejor abstenerse. El principio de precaución, que aplica la Unión Europea y que permite adoptar medidas protectoras ante la incerteza de posibles riesgos para la salud, me parece sensato. Aunque conlleve la pérdida de competitividad global, la pérdida de negocio para nuestras empresas y suponga para Europa convertirse en furgón de cola. ¿Qué precio tiene la salud pública? Es una pregunta retórica, claro está.
En la medida de lo posible, yo y mi familia nos hemos pasado a la alimentación bio. El año pasado se hizo público en Francia un informe que hablaba de los beneficios para la salud de esta dieta por encima de la convencional. ¿Verdad o mentira? Solo el futuro nos lo desvelará.
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