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Los forenses que estudian de qué mueren los árboles más grandes del Amazonas

El proyecto Gigante investiga, con la ayuda de un dron, las causas de la mortalidad de estos ejemplares para tratar de responder a una pregunta crucial para el cambio climático: si la selva seguirá absorbiendo mucho más CO₂ del que libera

Árboles del Amazonas
Desde abajo, Adriane Esquivel Muelbert, Evan Gora y Vanessa Rubio investigaban las causas de la muerte de un árbol caído en la reserva Adolpho Ducke, el 15 de mayo cerca de Manaos (Amazonas, Brasil).Dado Galdieri
Texto: Daniel Grossman FOTOGRAFÍAS: DADO GALDIERI
Reserva Forestal Adolpho Ducke (Amazonia, Brasil) -

Dos investigadores, vestidos con camisa de manga larga y pantalones largos para protegerse de los mosquitos, y botas altas para evitar las mordeduras de serpiente, contemplan un árbol destrozado. Yace en el suelo cubierto con hojas de palmera, y se adentra en el bosque. Cuando estaba en pie, sobresalía por encima de la mayoría de los árboles de esta inmensa selva. “Claramente ha sido un rayo”, sentencia Evan Gora, un científico del Instituto Cary de Estudios Ecosistémicos de Millbrook, en Nueva York. “Pueden verse hojas quemadas en la parte superior”, señala Adriane Esquivel Muelbert, catedrática de la Universidad de Birmingham (Reino Unido). Señala el follaje ennegrecido que cuelga en lo alto de 20 árboles que rodean el perímetro del enorme tocón. Las hojas solo están chamuscadas en los lados que dan al hueco que quedó cuando cayó el enorme árbol, lo que prueba que fue un impacto eléctrico.

Los expertos en ecología forestal tropical exponen su razonamiento a dos investigadores de posdoctorado de su equipo, como si fueran Sherlock Holmes desentrañando el misterio de un asesinato. Cuando un rayo cae sobre un árbol, explica Gora, el alto voltaje fluye a través del follaje entrelazado hacia los árboles vecinos, matando las ramas y creando un patrón característico. Gora desarrolló este método mientras trabajaba en una selva tropical panameña. Hoy ha identificado el mismo patrón de vegetación muerta calcinada alrededor de este árbol en la Amazonia brasileña. “A veces puede haber muchos árboles muertos juntos, pero no con este daño [por quemaduras] centralizado”, comenta Esquivel. “Es como investigar la escena de un crimen”, remacha Gora, cada vez más entusiasmado.

Es como investigar la escena de un crimen”
Evan Gora, científico del Instituto Cary de Estudios Ecosistémicos de Millbrook (Nueva York)

Puede parecer extraño que dos científicos de alto nivel dediquen tanto tiempo a investigar la muerte de un solo árbol en un bosque inmenso, pero las implicaciones son de peso. Su proyecto de investigación, Gigante, explora las causas de la mortalidad de los árboles más grandes de los bosques tropicales del mundo. Podría ayudar a responder a una pregunta esencial de la ciencia del cambio climático: ¿seguirá la selva intacta absorbiendo mucho más dióxido de carbono del que libera?

Las regiones intactas del Amazonas siguen almacenando CO₂ y frenando la acumulación de este gas que calienta el planeta y que los humanos liberan a la atmósfera cuando queman combustibles fósiles. Pero si la absorción de carbono disminuye significativamente en el Amazonas y en los demás bosques tropicales del mundo, las temperaturas mundiales podrían aumentar más rápidamente de lo que hacen prever las señales ya de por sí alarmantes, lo que haría aún más difícil frenar el cambio climático.

Listo para volar

Los dos científicos, junto con las investigadoras posdoctorales Vanessa Rubio y Gisele Biem, se han reunido aquí, en la Reserva Forestal Adolpho Ducke, por primera vez. Su proyecto de investigación global de tres años está a punto de comenzar.

La reserva Ducke, en las afueras de Manaos, en la Amazonia central, abarca aproximadamente 100 kilómetros cuadrados de selva tropical ondulada y centenaria reservado por el Gobierno brasileño para la investigación. Los visitantes, como este equipo y un variado elenco de estudiantes y colaboradores, duermen en ordenados dormitorios encalados y comen en un comedor sin paredes, que a veces comparten con pecaríes, buitres, gatos monteses y jararacas, unas de las serpientes más venenosas del mundo.

Han venido aquí para responder a preguntas cruciales sobre la absorción de carbono y también a perfeccionar sus técnicas de observación, practicar la recopilación y registro de datos y fomentar el espíritu de equipo. El primer día, el grupo se ha centrado en la identificación del impacto de los rayos. Al día siguiente, el tema será la caída de árboles por efecto del viento. Gora tiene muchas ganas de enseñarles su último artilugio para investigar. En un claro junto a un edificio bajo de estuco que sirve de aula, laboratorio y cuartel general de la reserva, abre la cremallera de una enorme maleta.

El amor de Gora por su trabajo es evidente, a pesar de problemas como las lluvias incesantes del Amazonas, el calor intenso y el riesgo de contraer enfermedades tropicales. Ansioso como un niño desenvolviendo un regalo de Navidad, abre las dos las mitades de la maleta y saca el fuselaje de un dron del tamaño de un monopatín. Se lo ha traído desde Alemania. El equipo observa cómo lo monta. “Es el juguete más chulo del mundo”, exclama Gora. Luego, como si estuviera ofreciendo un trozo de pavo navideño, le pregunta a Rubio: “¿Quieres coger un ala?”. Gora y Rubio enganchan la cola de plástico y espuma de poliestireno y las alas, cada una de un metro de largo.

Evan Gora mostraba a las investigadoras posdoctorales Vanessa Rubio y Gisele Biem un dron, el 17 de mayo en la reserva Ducke.
Evan Gora mostraba a las investigadoras posdoctorales Vanessa Rubio y Gisele Biem un dron, el 17 de mayo en la reserva Ducke.Dado Galdieri

Las alas, ligeras como plumas, y las patas, como palitos, le dan un aspecto frágil. Pero Gora asegura que es una herramienta de investigación seria a un precio asequible. Este modelo despega verticalmente, como un helicóptero, lo que resulta útil en un bosque. Con una sola carga puede volar horizontalmente y de forma autónoma durante hora y media a cerca de 60 kilómetros por hora. Su cámara de alta resolución distingue objetos tan pequeños como un dólar de plata desde una altura de entre 120 a 300 metros. Sin él, el proyecto Gigante no podría llevarse a cabo.

Forenses de la selva tropical

Un estudio publicado en la revista Nature en 2015 dejó atónitos a los científicos. Descubrió que la selva amazónica intacta [sin señales significativas de actividad humana] absorbía en la década de 2000 un 30% menos de dióxido de carbono que en la de 1990. Los autores señalaban que la absorción de carbono de los bosques tropicales del mundo —el sumidero de carbono tropical— está fallando. Desde entonces, otros estudios han confirmado ese resultado y han mostrado descensos similares en bosques tropicales de otros lugares.

“Estos bosques proporcionan un enorme beneficio a la sociedad de forma gratuita”, afirma Simon Lewis, geógrafo de la Universidad de Leeds (Reino Unido) y coautor de varios de estos trabajos. Al igual que muchos investigadores, está de acuerdo en que los efectos del cambio climático son una de las principales causas del descenso de la absorción de carbono. Asegura que, si no le ponemos freno pronto, “es posible que los bosques agraven el problema [climático] en lugar de mitigarlo”. Hasta ahora, los bosques amazónicos absorbían alrededor del 12% de todo el carbono liberado a la atmósfera por el hombre, aunque la cantidad exacta es objeto de debate.

Una de las razones por las que el sumidero tropical de bosque intacto está disminuyendo, según muchos científicos, es que cada vez mueren más árboles, o mueren más jóvenes. Pero los investigadores no saben lo suficiente sobre la razón por la que mueren, ni cuándo lo hacen. Por eso no es posible modelizar con precisión y predecir cómo cambiarán estos factores en el futuro, lo que crea incertidumbre en las previsiones climáticas.

Una de las razones por las que el sumidero tropical de bosque intacto está disminuyendo, según muchos científicos, es que cada vez mueren más árboles y/o mueren más jóvenes

Esquivel y Gora investigarán la vida y la muerte de los árboles tropicales más grandes, generalmente aquellos cuyo tronco tiene un diámetro mayor que el de una pizza grande. Esto es importante porque estos árboles representan una parte desproporcionadamente alta de la absorción de carbono por los bosques tropicales.

Los investigadores calculan que los árboles grandes capturan aproximadamente la mitad del carbono que absorbe un bosque tropical. La eficacia futura del sumidero tropical depende probablemente de la longevidad de estos ejemplares. Si el calentamiento, la reducción de las precipitaciones u otros efectos del cambio climático acortan su vida, todo el bosque se rejuvenecerá y absorberá aún menos carbono que en la actualidad. El sumidero tropical podría disminuir o desaparecer. Y a medida que se intensifique la muerte de árboles en paisajes forestales intactos, los bosques tropicales restantes podrían incluso convertirse en importantes fuentes de carbono.

El aumento de las temperaturas medias y extremas, los patrones de precipitaciones y la intensidad de las tormentas podrían depender significativamente de lo que ocurra con los grandes árboles de los bosques tropicales. Pero, según Esquivel, “de los árboles grandes no sabemos casi nada”. Se sabe tan poco, en parte, porque esos árboles son raros y mueren con escasa frecuencia. Un estudio llevado a cabo en 2018 en un lugar cercano a la reserva Ducke halló que, de 5.808 árboles observados durante un año, 67 murieron. De estos, solo uno era grande. No es posible inferir cómo se comporta una población estudiando un solo árbol. Este problema se agrava en la hiperdiversidad del Amazonas, con más de 10.000 especies de árboles, cada una de las cuales tiene su propio conjunto de estrategias vitales.

Para disponer de un conjunto suficientemente amplio, los científicos tienen que recopilar información de más tierras tropicales de las que se han examinado hasta ahora. Estudiar la historia vital de cada uno de los árboles de una selva tropical con los métodos actuales es laborioso y costoso. Normalmente, los trabajadores forestales etiquetan y registran datos estadísticos como el diámetro del tronco y la especie (si se conoce) en parcelas de estudio del tamaño de un campo de fútbol. Al igual que los censistas, estos trabajadores actualizan sus registros en visitas sucesivas.

Hasta ahora se han estudiado muy pocos árboles grandes de la Amazonia para determinar cuánto viven y qué los mata

En un artículo publicado en 2020, Esquivel identificaba 189 parcelas de este tipo en una red de centros de investigación de la Amazonia denominada RainFor, que había considerado lo suficientemente grandes y visitado con la suficiente frecuencia como para incluirlas en su estudio sobre la mortalidad de los árboles. La superficie total de las parcelas era de 331 hectáreas, aproximadamente la misma que la de Central Park en Nueva York. A partir de esta muestra forestal, dedujo las causas de mortalidad de un árbol medio del Amazonas. Pero también concluyó que los datos de la red “carecían de la cobertura espacial y temporal necesaria para proporcionar información sobre árboles de gran tamaño”.

En otras palabras, hasta ahora se han estudiado muy pocos árboles grandes de la Amazonia para determinar cuánto viven y qué los mata. Esquivel afirma que la situación es peor en los demás bosques tropicales del mundo, en Asia y en África. Por eso el presupuesto del equipo incluía el dron Trinity Pro, de 27.000 dólares (unos 24.000 euros). Con él, el proyecto Gigante puede estudiar más árboles grandes que nunca. Para su trabajo actual, vigilarán una parcela de 1.500 hectáreas dentro de la reserva Ducke. Puede que no parezca muy grande, pero la zona contiene probablemente unos 750.000 árboles más gruesos que un poste de valla, y cuatro veces más terreno que en todas las pequeñas parcelas estudiadas en el trabajo de Esquivel de 2020.

El patrón de hojas quemadas por un posible rayo, fotografiado por un dron en la reserva Ducke, el 14 de mayo.
El patrón de hojas quemadas por un posible rayo, fotografiado por un dron en la reserva Ducke, el 14 de mayo. Dado Galdieri

A diferencia de las parcelas de RainFor, que los trabajadores de campo visitan una vez cada dos años, el dron del proyecto Gigante inspeccionará la zona de estudio mensualmente. El equipo que trabaja en el proyecto se calzará repetidamente esas botas a prueba de serpientes y entrará en lugares seleccionados. Más como médicos forenses que como censistas, únicamente visitarán los árboles grandes muertos recientemente tras sus análisis mensuales de las imágenes del dron.

En tierra por la burocracia

Antes de iniciar este proceso de recopilación de datos, hay una pega. En el campamento base de la reserva Adolpho Ducke, Gora desmonta el dron y vuelve a colocar las piezas en su caja a medida. Aún no puede usarlo. Brasil regula el uso de drones. A pesar de haberlo intentado durante meses, el equipo aún no ha obtenido el permiso.

Esperaban la aprobación en breve, pero Gora diceque han surgido “algunas complicaciones”. En mitad del proceso, el consultor que habían contratado para ayudarles con el papeleo dejó de responder a los mensajes de texto y a las llamadas. Al cabo de un tiempo, explicó que se había producido un intento de secuestro. No quiso dar más detalles, pero les dijo que necesitaba más tiempo para volver al trabajo.

Una vez obtenido el permiso, el dron irá y vendrá por una gran parcela rectangular, fotografiando el bosque en pistas paralelas, como los carriles de un césped meticulosamente cortado. Los investigadores unirán las imágenes y obtendrán una representación única de toda la zona. Con la ayuda de un programa informático desarrollado por compañeros de Panamá, buscarán en esta composición los huecos en la cubierta forestal que aparezcan desde los sobrevuelos anteriores, cada uno de ellos señal probable de uno o más árboles recién caídos. Después saldrán a comprobarlos uno a uno. Esquivel llama a cada visita “necropsia”. El equipo prevé que se abrirán entre 10 y 20 nuevos huecos de árboles muertos cada mes, unos 500 árboles al año, el doble de los que, según sus cálculos, se necesitan para extraer conclusiones estadísticamente significativas sobre la mortalidad de los árboles grandes.

Lo que está en juego

Con subvenciones de 1,7 millones de dólares (1,5 millones de euros) de la Fundación Nacional de la Ciencia de Estados Unidos y del Consejo de Investigación del Medio Ambiente Natural del Reino Unido, Esquivel y Gora supervisan también estudios paralelos en otras cuatro parcelas: en Panamá, Malasia, Camerún y en un segundo emplazamiento amazónico. Cada equipo local utilizará métodos idénticos de recogida de datos, siguiendo lo que los investigadores denominan “el protocolo”, para permitir comparaciones válidas entre los distintos emplazamientos. Con el fervor de los verdaderos creyentes, Esquivel, Gora y sus acólitas, las investigadoras posdoctorales, enseñarán el protocolo a los equipos que estudiarán los demás lugares del trópico.

Como el dron no puede volar y el equipo de Gigante no puede recoger datos aéreos, los miembros del equipo se abrochan las botas y se rocían con repelente de mosquitos. Llega la hora del taller de hoy, sobre la caída por efecto del viento. Los cuatro caminan varios kilómetros por senderos de la selva hasta llegar a una abertura en la cubierta. Parece como si una mano gigante hubiera golpeado tres árboles altos y anchos tirándolos al suelo y arrancando sus raíces de la tierra. Estos, a su vez, han aplastado docenas de árboles más pequeños, formando una traicionera maraña de ramas.

Gora ha experimentado de primera mano lo que se siente cuando un árbol de este tamaño se desploma. “Es un sonido espectacular”, comenta. “Se oyen chasquidos cuando las raíces se desprenden del suelo y aplastan los árboles de alrededor”. Pensad en cuando un palo de dos centímetros de grosor se parte en dos, dice. “Ahora multiplicad ese diámetro por unos cuantos metros”.

Antes de que el equipo pueda desenmarañar el revoltijo, la ligera lluvia se convierte en aguacero. Empapados, cuelgan una lona y esperan a que pase. Rubio reparte una bolsa de Paçoquitas, unas barritas de cacahuete brasileñas. Mastican y cantan canciones pop mientras arrecia la tormenta.

Acto seguido, el equipo mide el diámetro de cada tronco. Dos de ellos se consideran “gigantes”, es decir, árboles de más de medio metro de diámetro medido “a la altura del pecho”.

Mientras Esquivel y Gora observan con aprobación, Rubio y Biem se percatan de las enredaderas leñosas denominadas lianas que se aferran a los árboles derribados. En sus hojas de datos, las posdoctorales dan a la invasión de lianas un factor de 2, lo que indica que el follaje de las lianas cubre entre el 25% y el 50% de la cubierta combinada. Estas enredaderas impiden que la luz del sol llegue a la copa del árbol y roban el agua de sus raíces. A veces, las lianas pesan tanto que echan abajo los árboles.

El equipo observa que las hojas de los árboles derribados aún cuelgan, lo que demuestra que cayeron cuando todavía estaban vivos. Al desplazarse a la base de los árboles, observan que los finos pelos de las raíces están inmaculados. Estas estructuras tan delicadas se degradan rápidamente con el calor y la humedad tropicales cuando se exponen al aire. Concluyen que los árboles han caído hace uno o dos meses.

Los investigadores Gisele Biem y Gustavo Lemes practicaban el uso de un resistógrafo en un árbol de la reserva Ducke, el 19 de mayo.
Los investigadores Gisele Biem y Gustavo Lemes practicaban el uso de un resistógrafo en un árbol de la reserva Ducke, el 19 de mayo. Dado Galdieri

Si no se tratara solo de un ejercicio de entrenamiento, el equipo también comprobaría si los árboles caídos presentan daños por pudrición del corazón, sondeando cada uno de ellos con un instrumento llamado resistógrafo. Sujetando el dispositivo por la empuñadura (tiene un aspecto parecido a un arma de asalto), los científicos presionan la punta del cañón, que contiene una aguja, contra un tronco, y aprietan el gatillo. Un descenso de la resistencia a la sonda indica una madera podrida a causa de una infección fúngica, otra posible causa de muerte.

Cuando un árbol cae... ¿qué lo mató?

Está claro que el viento ha derribado al menos uno de estos grandes árboles. Es posible que otros hayan sido derribados por algún vecino al caer. Las posdoctorales apuntan “W”, de weather (viento, en inglés) en sus notas. ¿Pero ha matado el viento a los árboles? Según Esquivel, la mitad de los que mueren por causas naturales (es decir, no por una motosierra) son derribados por el viento. Pero, de hecho, cada vez es más difícil trazar una línea divisoria entre la muerte natural de los árboles y la antropogénica.

En un estudio reciente se calcula que, de aquí a 2100, el aumento de las tormentas en el Amazonas debido al cambio climático provocado por el hombre generará un incremento del 43% de las muertes por efecto del viento. Y aunque los científicos no lo saben con certeza, el viento podría tener un mayor impacto en los árboles más grandes, ya que sus vulnerables copas se elevan muy por encima de la cubierta forestal a su alrededor.

Independientemente de que el viento siga siendo o no natural, una complicación adicional, que se adentra en el terreno de la filosofía, es cómo determinar que un factor y no otro ha causado la muerte. Gora advierte de que, aunque el viento sea la causa inmediata o próxima de la muerte de estos árboles, puede que no sea lo que realmente los mató, la causa definitiva. Un anciano hallado muerto al pie de una escalera, ¿ha muerto del golpe que recibe en la cabeza al caer o del derrame cerebral que provocó su caída?

El impacto de un rayo es uno de los pocos diagnósticos de árboles muertos en la selva tropical que se hacen con un alto grado de certeza. Gora halló que el 40% de los grandes árboles muertos que había estudiado en una selva tropical panameña habían muerto inmediatamente después de que un rayo cayera sobre ellos. Si los rayos aumentan tanto como dan a entender algunas proyecciones climáticas (hasta el 50%), la mortalidad de los árboles grandes podría aumentar entre un 9% y un 25%. Que este cambio se considere o no natural no es una cuestión para un ecologista,ero de lo que no cabe duda es de que ese cambio reduciría la absorción de carbono de ese bosque. Gora señala que es posible que los rayos no desempeñen un papel similar en todos los bosques tropicales. La investigación de Gigante debería determinarlo.

Restos de un árbol gigante derrumbado recién descubierto en la reserva Ducke, el 16 de mayo.
Restos de un árbol gigante derrumbado recién descubierto en la reserva Ducke, el 16 de mayo. Dado Galdieri

Para investigar las causas definitivas de la mortalidad, el nuevo protocolo exige recopilar información sobre múltiples “factores de riesgo”, es decir, condiciones que podrían llevar a un árbol al borde de la muerte antes de que otro factor aseste el golpe definitivo. Por ejemplo, explica Gora, “podríamos descubrir que todos los árboles muertos por el viento tienen una enorme carga de lianas. Resultaría que las lianas son la causa de la mortalidad, aunque la causa próxima que anotamos fuera el viento”. Otros factores de riesgo a tener en cuenta son la podredumbre del corazón, las plagas de insectos y el estrés hídrico (demasiada agua o muy poca), todo lo cual podría verse intensificado por el cambio climático.

Esquivel afirma que, dada la dificultad de atribuir una causa definitiva a la muerte de un árbol, su investigación siempre conllevará cierto grado de incertidumbre. “Nunca llegamos a la causa de la muerte. Llegamos a la causa posible de la muerte”. Aun así, se siente motivada por la urgente necesidad de prever la eficacia del sumidero de carbono tropical en las próximas décadas.

Muchos de los cambios que se están produciendo o se prevén en los bosques tropicales podrían aumentar la mortalidad de los árboles y degradar el sumidero de carbono tropical. El cambio climático está alterando los patrones de precipitaciones y vientos extremos. Además, las lianas son cada vez más abundantes en el Amazonas y en otros bosques tropicales a medida que aumentan las zonas de perturbación humana y se intensifica el calor.

Descifrar todos estos factores requiere días de arduo trabajo. Al final de la jornada, el equipo avanza en fila india por un sendero embarrado y resbaladizo hasta la sede de la reserva. Las relucientes gotas de agua que cuelgan de las hojas refractan réplicas en miniatura del bosque en penumbra. El follaje desprende invisibles aromas florales dulces, aunque con un curioso tufillo a ajo.

Al acercarse al campamento base, el equipo se detiene junto a un gran árbol vivo que se eleva sobre la cubierta forestal que lo rodea. Un águila arpía está sentada en el interior de un nido de palos del tamaño de una bañera que ha apoyado en un recodo de la copa. Las arpías, la rapaz más grande del Amazonas, se sitúan en lo más alto de los árboles y de la cadena alimentaria. La rapaz gigante gira la cabeza hacia los investigadores. Embelesada, Esquivel abandona su desapasionamiento científico. “Esta es la razón por la que los árboles gigantes son tan importantes”, exclama.

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