Recetas ancestrales para descolonizar la mente
Una red global de comunidades indígenas aboga por recuperar sus dietas originarias. Reivindican el poder de la alimentación como arma política e identitaria
“Para nosotros, los bambuti, el bosque es el supermercado”, proclama Nicolas Mukumo, activista por los derechos alimentarios arrebatados a los pigmeos africanos, el grupo étnico al que pertenecen los bambuti, habitantes de las selvas Kivu e Ituri, en la República Democrática del Congo. Mukumo explica que su pueblo –o parte de él– resiste irredento la presión externa y se aferra a la armónica ortodoxia del cazador-recolector. Cogen de los estantes selváticos solo lo que necesitan. Se nutren merced a una biodiversidad exuberante. Otros subgrupos pigmeos, lamenta Mukumo, no han corrido tanta suerte: “Han sido desplazados por las industrias extractivas o por la declaración de zonas protegidas”. Expulsados de su hábitat, lentamente erosionada su sabiduría ancestral, la “colonización alimentaria”, prosigue, se ha colado por todos los poros de su cultura.
La comida como manifestación cultural, como pilar identitario, fue transversal a todas las intervenciones de Descoloniza tu dieta, una charla de las muchas que acogió Terra Madre Salone del Gusto, la feria anual de Slow Food, celebrada recientemente en Turín (Italia). En ella hablaron miembros de la junta asesora de Indigenous Terra Madre, una red global que nació en 2015 para revitalizar el orgullo gastronómico de los pueblos originarios. Son ya casi 400 comunidades de 86 países unidas por la conciencia común de una pérdida. Alertan de que el despojo colectivo que, en mayor o menor medida, todas han sufrido se refleja nítido en lo que ingieren. Denuncian que el colonialismo (y su descendiente con prefijo neo) se sirve cada día en mesas de todo el mundo.
El coloquio avanza como un carrusel del supremacismo asimilador. Denisa Dwan, mujer diné (o navajo), da voz al genocidio cultural sufrido por los indígenas de EE. UU. que escaparon al exterminio físico: “A mis ancestros los internaron en campos de concentración de Nuevo México, a los que llegaron desde Utah tras recorrer a pie más de 800 kilómetros”. Se les arrancó de cuajo la vestimenta, el idioma, la espiritualidad. Su cocina también sufrió un hachazo brutal: “Metieron en nuestros cuerpos comida extraña, con mucho azúcar y sal, con muchas latas; aún sufrimos las consecuencias de este trauma nutricional”.
Si el indigenismo cotiza al alza en todo el continente americano, en amplias zonas de Asia sigue sonando a artefacto occidental, a moda disgregadora. “Japón no nos reconoce como pueblo. De hecho, la mayoría de nosotros no se considera población indígena. Este desarraigo ocurre en todo Extremo Oriente”, comenta Dai Kitabayashi, portavoz de los ryukyu, nativos de la isla de Okinawa.
Kitabayashi explica cómo las luchas imperiales se cebaron con su tierra. “Tras la Segunda Guerra Mundial, Okinawa quedó arrasada. Cuando la ocupó el Ejército de Estados Unidos, tuvimos que mendigarles comida”. Los ryukyu, continúa, fueron así “colonizados mentalmente por partida doble”. Y aun así, predomina allí una dieta que recomendaría cualquier nutricionista: mucha verdura y pescado, poca grasa. No por casualidad, la isla luce las mejores cifras de longevidad de todo el mundo, con récord absoluto de personas centenarias.
Muchos nos confiesan que, gracias la alimentación, han logrado reconectarse con su identidad indígenaDalí Nolasco, activista nahua (México)
Tunda Lepore, masái, keniana, cuenta cómo los ataques a la riqueza gastronómica pueden provenir de la sacrosanta eficiencia. “La oveja roja es parte fundamental de nuestra dieta, nos sentimos fuertemente vinculados a ella. Pero la introducción de razas bovinas exóticas la han llevado al borde de la extinción”, se queja. Lepore narra que, en su momento, “muchos masáis recibieron con los brazos abiertos la medida, encantados con la supuesta mejora de la productividad”. Miraron hacia otro lado ante otro tipo de costes menos cuantificables: “Nuestra herencia, nuestros ancestros”.
En sentido inverso, la descolonización dietética en México ha logrado que emerja un renovado orgullo identitario. Dalí Nolasco, incansable activista nahua, ha impulsado formaciones para acreditar a “guardianes de sistemas alimentarios” en su país. Líderes que luego abogan en sus comunidades por la recuperación de hábitos, productos y recetas en desuso. “Muchos nos confiesan que, gracias la alimentación, han logrado reconectarse con su identidad indígena. A través de los alimentos, hacemos algo político”. También, en ocasiones, emancipador con óptica de género. “Hay una joven de Chiapas, muy involucrada en expandir el cultivo de maíz autóctono, que ha cambiado por completo su mentalidad. Dice que, por ahora, no quiere casarse, la norma entre las mujeres pobres al llegar a cierta edad. Gracias a las semillas, ha tomado las riendas de su vida”.
Con sarcasmo militante, transformando en acrónimo un término vulgar, Dwan sintetiza el sentir de la charla: “No queremos más crap food [en castellano, literalmente, comida de mierda], porque crap no es otra cosa que carbonatada, refinada, artificial y procesada”. Y añade: “Sí, queremos reformular nuestra memoria gustativa y devolver a la comida su capacidad sanadora”. O, con afán más trascendente, como apunta Lepore, “utilizar lo que comemos para restaurar nuestra dignidad”.
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