El jardín de los animales rotos
El Bioparque La Reserva, a una hora de Bogotá, cuida de un centenar de animales silvestres rescatados del tráfico ilegal. Este también pionero proyecto educativo emula varios ecosistemas del país y quiere sentar las bases de “otra forma de conservación”
Sentado en un tronco de madera y bajo un sol implacable, un niño de unos ocho años levanta con entusiasmo la mano y pregunta:
-Profe, ¿por qué el rey zamuro tiene esos huequitos en la cabeza?
La comunicadora ambiental, se despega un poco la mascarilla para aliviar el calor y responde al alumno, mirando de reojo al enorme ave blanco, que se acerca cojeando a un pedazo de carne que huele desde lejos:
-¿Se acuerdan cuando les dije que a los animalitos de acá los rescataron de varias redes de tráfico? No sabemos exactamente qué les pasó, pero sí que no los trataron bien. Tal vez, al traficante de este rapaz no le gustaban o le asustaban los carroñeros y por eso le pegaron. Pero esos huecos no son normales… No debería de tenerlos.
Es miércoles y para más de 20 alumnos de la escuela The Victoria School hoy es un día especial. Están de excursión en el Bioparque La Reserva, en Cota, a unos 30 kilómetros de Bogotá y la emoción es incontenible. Este espacio de 1,5 hectáreas construidas y 19 de reserva, emula siete de los ecosistemas típicos colombianos; que van desde la selva húmeda tropical hasta el bosque altoandino. Es decir, se crearon espacios imitando la humedad, temperatura y los olores específicos del territorio. Este laberinto verde cuida también de una centena de animales decomisados –rescatados de mafias y traficantes–. Estos, tras el maltrato recibido, ya no podrían sobrevivir en su hábitat natural; por eso este rincón es la segunda (y única) oportunidad para ellos. El mensaje de esta expedición educativa por la biodiversidad colombiana es contundente: la fauna y la flora están en peligro (por culpa del humano).
Sombreros de exploradores puestos, crema de sol untada y botas de trecking bien atadas, los estudiantes devoran a preguntas a los guías y hacen todo lo posible para guardar silencio –aunque es prácticamente imposible– cuando ven aparecer al primer invitado estrella: el coatí de montaña.
Este pequeño mamífero de la familia del mapache es endémico de Latinoamérica. No se tienen datos suficientes sobre su población o comportamiento, pero está clasificada como una especie amenazada por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN, por sus siglas en inglés). Es tan poco lo que se le suele ver que se le conoce como el “fantasma de los Andes”. Aquí, en el este bioparque, nació por primera vez en Colombia una cría de esta especie en cautiverio. Hoy, cuentan con cinco miembros y la cría sigue su crecimiento con normalidad en el recinto. También cuentan con un protocolo de reproducción preparado en caso de que el Instituto de Investigación Científica dé el visto bueno y puedan empezar a repoblar.
Un tigrillo improntado –que se considera a sí mismo humano y no animal–, búhos mancos, un loro que se arranca las plumas, un tucán con el pico roto, una lechuza sin ala... Estos animales son derivados de las corporaciones autónomas ambientales o las fuerzas armadas (con potestad para incautarlos), tras haberlos rescatado. Ninguno podría subsistir por sí mismo, teniendo en cuenta los tres parámetros que se exigen para que sean puestos en libertad en su ecosistema: que sea capaz de comunicarse con su especie, que estén completos físicamente y que no exista un vínculo estrecho con el ser humano. Pero no todos tienen un espacio aquí. Iván Lozano, director y fundador del proyecto, mantiene dos reglas inviolables: lo primero es garantizar óptimos estándares de seguridad (”El espacio es el que es y no podemos aceptar todos los que nos ofrecen de los centros de rescate”) y hacer énfasis en la fauna colombiana: “Queremos promover el conocimiento de especies locales, no nos interesan solo los ejemplares exóticos que puedan ser llamativos para la gente. Esto no es un zoológico”.
“¿Y por qué le dan de comer conejos? ¿Y los matan ustedes? ¿Y por qué cojea? ¿Puedo tocarlo? ¿Qué le hicieron los malos?”. Las preguntas se le acumulan a Julia Daniela Segura, bióloga y comunicadora ambiental, a cargo de este grupo de hoy. “Uno tiene que venir preparado porque estos chinos (niños) salen con cualquier cosa”, se ríe tras su pausa del almuerzo. “Pero que ellos reciban este mensaje es muy importante. Por una parte, que conozcan los animales que son de nuestro país y, por otro, que sepan todas las consecuencias del tráfico”. Ya son más de 150.000 niños los que han pasado por el santuario y cerca de 250 animales han sido rescatados, desde 2008. “Aquí se mueren de viejos. Les proporcionamos lo más parecido a su casa”, zanja Lozano.
Dejar de humanizar a los animales es algo clave. En la naturaleza salvaje nunca le pondrías un nombre a un pajarito que te encuentres, porque no lo entiendes como tuyo. Aquí pasa igualNicolás Pérez, asistente de colección en el recinto
Colombia es el segundo país más biodiverso del mundo, después de Brasil. Sin embargo, el país andino –que atesora 50 ecosistemas distintos– también está a la cabeza del tráfico de un sinfín de especies, sobre todo en la exportación de ranas y anfibios, por su facilidad de comercialización y traslado. El uso ilícito de fauna silvestre no solo es extranjero. En el país existe una demanda local para rituales, sanaciones chamánicas, vestuarios, remedios y, también, como mascotas. Ivonne Cueto, del programa de combate al tráfico de fauna silvestre de la organización WSC asegura que las zonas más afectadas son precisamente las más ricas: el Pacífico y el Amazonas. Esta entidad contabilizó 1.800 individuos vivos de 217 especies de fauna silvestre decomisados en Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Brasil en el último semestre de 2021; la mayoría (43%) eran aves, seguidos de mamífero (37%), reptiles (16%) y peces y anfibios (3%). También se incautaron 1.822 huevos, la mayoría de la tortuga Taricaya o Peta de río (1792), posiblemente destinados al consumo.
“En cualquier parte del mundo hay alguien queriendo algún ejemplar raro o diferente que encontró en Internet y con el dinero para comprarlo”, dice el fundador. “Con esta demanda no se acaba solo prohibiendo su venta”. Para Lozano, el primer traspiés que se encuentra la riqueza natural de su país es la falta de educación ambiental. “Desafortunadamente, Colombia tiene muy poca educación sobre cómo proteger la biodiversidad como fuente de bienestar para todos”, susurra mientras una compañera atrae con un poco de comida al búho currucutú. “Los hábitats son resilientes hasta cierto punto. Pero estamos haciendo daños tan graves, que no hay forma de que se recuperen o rehabiliten por sí mismos. Podríamos hablar de especies, pero lo grave es que ya hay ecosistemas completos en peligro, como el bosque seco tropical, por ejemplo. Antes ocupaba grandes áreas del Caribe. Ahora solo queda el 2% de aquello. La flora y la fauna que habitaba ahí, se adaptó o desapareció”.
Aunque sobre el papel las políticas contra el tráfico son muy restrictivas, conservar este enorme tesoro natural no es tarea fácil. Ni para los líderes ambientales –siendo esta la nación donde más ecologistas asesinan– ni para los proyectos de conservación como el de Lozano y Sandra Zangen, cofundadora, a los que la falta de financiación se les vuelve en contra. “Somos una fundación sin ánimo de lucro que creamos este centro con nuestros ahorros y como un aporte al país. Las donaciones que recibimos son prácticamente privadas. El Gobierno no aporta nada, aunque esto es un legado enorme para el país”, dice.
En cualquier parte del mundo hay alguien queriendo comprar algún animal raro o diferente que encontró en Internet y con el dinero para hacerlo
La situación del tráfico ilegal es más crítica aún cuando se conocen las condiciones en las que estos animales atraviesan continentes hasta la casa de un coleccionista. Una evidencia clara es el estado en el que están cuando se descomisan; desnutridos, drogados, congelados, con fracturas… Las organizaciones animalistas calculan que entre el 50% y 80% de ellos mueren durante la travesía. Pero el tráfico es imparable. Ni la pandemia logró bajar las cifras. En el mundo hay 40.000 especies en la Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN). Casi una de cada tres.
La conservación como balance
Aquí los animales no tienen nombre. “El búho es ‘Búho’ y el tigrillo, ‘Tigrillo’”, narra Nicolás Pérez, asistente de colección en el recinto. “Lo que queremos es romper con ese lazo con el que venían. Dejar de humanizarlos es algo clave. En la naturaleza salvaje nunca le pondrías un nombre a un pajarito que te encuentres, porque no lo entiendes como tuyo. Aquí pasa igual”.
Este paraíso semi salvaje a una hora del cemento y el ladrillo bogotano, inspirado en la teoría científica de Michael H. Robinson, un zoólogo británico a cargo del Zoológico Nacional en Washington D.C. durante 16 años, es el único de estas características en Colombia. Siguiendo su filosofía, el equipo técnico, compuesto por veterinario, zootecnista, biólogo y experto en ave rapaces, busca encontrar el balance en la conservación. “En Colombia es importantísimo encontrar el punto medio porque está todo llevado a los extremos”, narra Lozano. “Hay gente que hasta justifica el maltrato y otros que no quieren tener ningún tipo de interacción con ellos. Hay una brecha innegociable. Nosotros queremos que nuestra relación con ellos sea lógica, saludable y obviamente carente de maltrato. La clave está en aplicar la ciencia del bienestar animal y preguntarnos: ¿Cómo nos podemos adaptar a nuestro entorno sin destruirlo?”.
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