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tribuna
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A favor de la reforma migratoria

Está en juego la forma de vida de centenares de miles de personas y se pone en jaque los principios más básicos de la concepción de justicia social que debería tener nuestro Estado de bienestar

Una mujer gambiana trabaja como limpiadora en el Museo de Goya en Zaragoza, en 2015.
Una mujer gambiana trabaja como limpiadora en el Museo de Goya en Zaragoza, en 2015.Asier Alcorta Hernández

Últimamente, me pasa demasiado a menudo que llego tarde. A casi todo. Hoy, de nuevo, se me ha pasado el momentum de comentar la reforma migratoria de José Luis Escrivá y casi todo ya se ha dicho. Si queréis entender el detalle, leed a Gemma Pinyol, si queréis saber por qué, pese a ser tan pobre, debemos estar contentos, leed a Gonzalo Fanjul y Carles Campuzano. Y si queréis entender por qué la izquierda lo ha entendido todo al revés, leed a Ana Iris Simón. E incluso en esto voy con retraso, pues los citados ya le plantearon sus críticas. Sin embargo, cuando el desatino es tan importante y compartido (con los sindicatos) merece la pena insistir. Sobre todo cuando está en juego la forma de vida de centenares de miles de personas y se pone en jaque los principios más básicos (económicos, políticos y filosóficos) de la concepción de justicia social que ¿debería? tener nuestro Estado de bienestar. Supongo que es el peligro que corre una persona al escribir sobre cualquier cosa siempre desde la misma posición ideológica: muchas veces lo que dices carece de sentido. Tienes que hacerlo por la camiseta.

Pero ojo, que esto ya venía desde lejos. ¿Recuerdan aquel intento de boicot revolucionario en la cara de su anfitrión (el presidente) elaborando una visión castiza del relleno de la España vaciada? Casas, trabajos y políticas de natalidad. Dadnos eso y repoblaremos España los jóvenes abandonados de este país de viejos. Una receta guapísima para exacerbar a los jóvenes hambrientos de oportunidades. Un despropósito si se quiere hacer política pública. Incluso haciendo uso de nuestra virilfeminidad potencia española, nuestros vástagos serán productivos (si no se dedican a jugar a videojuegos, vivir en el metaverso o atiborrarse de ansiolíticos) dentro de 25 años. Y si nos falla eso, nos sobran casas y trabajos, así que todo empezó entonces. Se le dio (alta)voz. Y de esos barros estos lodos: ahí empezó su diatriba antiinmigración. De la defensa de su privilegio como española.

Así que empecemos por ahí, por la economía, que parece siempre lo más relevante: la autora arranca así su artículo replicando la opinión de los sindicatos mayoritarios: hablando de cómo los empresarios quieren bajar los salarios importando personas. Suena perfecto como eslogan para una campaña de oenegé, si no fuera porque la teoría es errónea. Ni un solo estudio serio ha encontrado una correlación entre migración y descenso de los salarios. Es contraintuitivo, lo sé, pero no sucede. Unas veces porque no existe el efecto sustitución (las personas migrantes ocupan posiciones que no quieren los nativos), otras porque ralentizan la inserción tecnológica en ciertos sectores y, por consiguiente, la destrucción de ciertos empleos, y otras porque emprenden en negocios o consumen más por lo que, de hecho, generan empleo (en 2017, 43% de las 500 empresas más grandes de EE UU fueron fundadas o cofundadas por personas migrantes o sus hijos). El error es casi siempre el mismo, los premios nobel Esther Duflo y Abhijit Banerjee le llaman napkin economics (economía de servilleta): creen que la tarta es siempre igual y hay más gente para comérsela. Pero la tarta puede crecer y hay muchos ingredientes que, por mucho que pagues, ya nadie quiere probar.

En segundo lugar, la autora de Feria cae, como lo hace una gran parte de la izquierda, en un paternalismo barato que, por un lado, anula la capacidad de agencia en las personas migrantes y, por el otro, desconoce las dinámicas de desarrollo de los países. Al ya famoso “las personas son explotadas y traídas por mafias” se les une elles estamos robando el talento”. Qué poco ha viajado esta gente a los países de donde provienen los migrantes. No necesitan a nadie que trafique con ellos para decidir salir, las condiciones en las que viven y las perspectivas de una vida sin esperanza son suficientes para empujarles al viaje. Y sí, no lo negaremos, existen mafias que operan en las zonas de tránsito: que explotan, estafan e incluso esclavizan a los migrantes, pero su presencia surge precisamente por la falta de mecanismos y vías legales para que estas personas migren con condiciones desde sus lugares de origen, que es lo que esta reforma (demasiado tímidamente) intenta construir. Y lo que es más importante: las migraciones suponen una respuesta extremadamente exitosa para salir de estas situaciones de las que huyen, no solo para ellos, sino también para sus familias e incluso para sus propios países. Y aquí está el segundo quid de la cuestión: robarles a los países empobrecidos la posibilidad de utilizar las migraciones como una herramienta de desarrollo (ya sea para adquisición de remesas o de capacidades), es quitarles un escalón fundamental de la escalera hacia el progreso.

Pero es que encima, la presente reforma refuerza la posibilidad de que estos trabajadores se incorporen al mercado laboral con derechos (y deberes). Ana Iris Simón en su escrito decidió omitir un pequeño factor fundamental: hay en España 500.000 personas que viven sin derechos y que, de facto, sufren esa explotación que tanto les preocupa a los sindicatos. Y solo hay dos vías para solucionarlo: las regularizaciones masivas o los sistemas de arraigo. Las primeras (sin duda el mecanismo más efectivo y eficiente), no parecen muy atractivas políticamente en un entorno en el que las migraciones se han convertido en el arma arrojadiza más rentable de nuestro espectáculo de pan y circo. Las segundas, bien gestionadas y con la suficiente flexibilidad, son una forma de llevar a cabo estas regularizaciones de manera constante y silenciosa. Y aquí está la razón política: esta vía abierta por el ministerio de Escrivá permite habilitar un mecanismo silencioso para abrir la puerta a la legalidad a decenas, si no centenares, de miles de personas. Y una política migratoria exitosa, debe ser una que no se escuche demasiado.

Y por último, hay una razón mucho más importante, que vincula narrativa y moral a partes iguales y que la izquierda española ha leído, a mi modo de ver, erróneamente. La idea rawlsiana que soporta los principios que debieran alimentar las políticas de izquierdas tiene uno de sus mayores enganches en la universalidad de su aplicación. Y, si bien es cierto que puede ser importante una adaptación de estos principios al contexto (Michael Sandel diría a la comunidad), una vez que anulas esa universalidad los principios se convierten en un argumento político más de corte utilitarista que ético. Es decir, cuando la justicia social se convierte en un coto cerrado, solo la escala nos separa de los que abogan por quedárselo todo para sí mismos. Ampliar el círculo no nos hace más morales, únicamente edulcora nuestras conciencias y nos sirve de analgésico. Y esta reforma, por primera vez y de forma seguramente colateral e inintencionada, empieza a cambiar el mensaje que durante los últimos 20 años han lanzado las políticas migratorias: “los ricos first”. Y eso bien vale un aplauso. Bajito.

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